viernes, 25 de enero de 2013

15 Beauxbatons y Durmstrang

Como si su cerebro se hubiera pasado la noche discurriendo, Harry se levantó temprano
a la mañana siguiente con un plan perfectamente concebido. Se vistió a la pálida luz del
alba, salió del dormitorio sin despertar a Ron y bajó a la sala común, en la que aún no
había nadie. Allí cogió un trozo de pergamino de la mesa en la que todavía estaba su
trabajo para la clase de Adivinación, y escribió en él la siguiente carta:
Querido Sirius:
Creo que lo de que me dolía la cicatriz fue algo que me imaginé, nada
más. Estaba medio dormido la última vez que te escribí. No tiene sentido que
vengas, aquí todo va perfectamente. No te preocupes por mí, mi cabeza está
bien.
Harry
Salió por el hueco del retrato, subió por la escalera del castillo, que estaba sumido
en el silencio (sólo lo retrasó Peeves, que intentó vaciar un jarrón grande encima de él,
en medio del corredor del cuarto piso), y finalmente llego a la lechucería, que estaba
situada en la parte superior de la torre oeste.
La lechucería era un habitáculo circular con muros de piedra, bastante frío y con
muchas corrientes de aire, puesto que ninguna de las ventanas tenía cristales. El suelo
estaba completamente cubierto de paja, excrementos de lechuza y huesos regurgitados
de ratones y campañoles. Sobre las perchas, fijadas a largos palos que llegaban hasta el
techo de la torre, descansaban cientos y cientos de lechuzas de todas las razas
imaginables, casi todas dormidas, aunque Harry podía distinguir aquí y allá algún ojo
ambarino fijo en él. Vio a Hedwig acurrucada entre una lechuza común y un cárabo, y
se fue aprisa hacia ella, resbalando un poco en los excrementos esparcidos por el suelo.
Le costó bastante rato persuadirla de que abriera los ojos y, luego, de que los
dirigiera hacia él en vez de caminar de un lado a otro de la percha arrastrando las garras
y dándole la espalda. Evidentemente, seguía dolida por la falta de gratitud mostrada por
Harry la noche anterior. Al final, Harry sugirió en voz alta que tal vez estuviera
demasiado cansada y que sería mejor pedirle a Ron que le prestara a Pigwidgeon, y fue
entonces cuando Hedwig levantó la pata para que le atara la carta.
—Tienes que encontrarlo, ¿vale? —le dijo Harry, acariciándole la espalda mientras
la llevaba posada en su brazo hasta uno de los agujeros del muro—. Tienes que
encontrarlo antes que los dementores.
Ella le pellizcó el dedo, quizá más fuerte de lo habitual, pero ululó como siempre,
suavemente, como diciéndole que se quedara tranquilo. Luego extendió las alas y salió
al mismo tiempo que lo hacía el sol. Harry la contempló mientras se perdía de vista,
sintiendo la ya habitual molestia en el estómago. Había estado demasiado seguro de que
la respuesta de Sirius lo aliviaría de las preocupaciones en vez de incrementárselas.
—Le has dicho una mentira, Harry —le espetó Hermione en el desayuno, después que
él les contó lo que había hecho—. No te imaginaste que la cicatriz te doliera, y lo sabes.
—¿Y qué? —repuso Harry—. No quiero que vuelva a Azkaban por culpa mía.
—Déjalo —le dijo Ron a Hermione bruscamente, cuando ella abrió la boca para
argumentar contra Harry. Y, por una vez, Hermione le hizo caso y se quedó callada.
Durante las dos semanas siguientes, Harry intentó no preocuparse por Sirius. La
verdad era que cada mañana, cuando llegaban las lechuzas, no podía dejar de mirar muy
nervioso en busca de Hedwig, y por las noches, antes de ir a dormir, tampoco podía
evitar representarse horribles visiones de Sirius acorralado por los dementores en alguna
oscura calle de Londres; pero, entre una cosa y otra, intentaba apartar sus pensamientos
de su padrino. Hubiera querido poder jugar al quidditch para distraerse. Nada le iba
mejor a una mente atribulada que una buena sesión de entrenamiento. Por otro lado, las
clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa
Contra las Artes Oscuras.
Para su sorpresa, el profesor Moody anunció que les echaría la maldición imperius
por turno, tanto para mostrarles su poder como para ver si podían resistirse a sus
efectos.
—Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesor —le dijo una vacilante
Hermione, al tiempo que Moody apartaba las mesas con un movimiento de la varita,
dejando un amplio espacio en el medio del aula—. Usted dijo que usarlo contra otro ser
humano estaba...
—Dumbledore quiere que os enseñe cómo es —la interrumpió Moody, girando
hacia Hermione el ojo mágico y fijándolo sin parpadear en una mirada
sobrecogedora—. Si alguno de vosotros prefiere aprenderlo del modo más duro, cuando
alguien le eche la maldición para controlarlo completamente, por mí de acuerdo. Puede
salir del aula.
Señaló la puerta con un dedo nudoso. Hermione se puso muy colorada, y murmuró
algo de que no había querido decir que deseara irse. Harry y Ron se sonrieron el uno al
otro. Sabían que Hermione preferiría beber pus de bubotubérculo antes que perderse una
clase tan importante.
Moody empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición
imperius. Harry vio cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más
extrañas bajo su influencia: Dean Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando
el himno nacional, Lavender Brown imitó una ardilla y Neville ejecutó una serie de movimientos
gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente
incapaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ninguna resistencia
a la maldición, y se recobraban sólo cuando Moody la anulaba.
—Potter —gruñó Moody—, ahora te toca a ti.
Harry se adelantó hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas.
Moody levantó la varita mágica, lo apuntó con ella y dijo:
—¡Imperio!
Fue una sensación maravillosa. Harry se sintió como flotando cuando toda
preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa
que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente
relajado, apenas consciente de que todos lo miraban.
Y luego oyó la voz de Ojoloco Moody, retumbando en alguna remota región de su
vacío cerebro: Salta a la mesa... salta a la mesa...
Harry, obedientemente, flexionó las rodillas, preparado a dar el salto.
Salta a la mesa...
«Pero ¿por qué?»
Otra voz susurró desde la parte de atrás de su cerebro. «Qué idiotez, la verdad»,
dijo la voz.
Salta a la mesa...
«No, creo que no lo haré, gracias —dijo la otra voz, con un poco más de firmeza—.
No, realmente no quiero...»
¡Salta! ¡Ya!
Lo siguiente que notó Harry fue mucho dolor. Había tratado al mismo tiempo de
saltar y de resistirse a saltar. El resultado había sido pegarse de cabeza contra la mesa,
que se volcó, y, a juzgar por el dolor de las piernas, fracturarse las rótulas.
—Bien, ¡por ahí va la cosa! —gruñó la voz de Moody.
De pronto Harry sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza.
Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó.
—¡Mirad esto, todos vosotros... Potter se ha resistido! Se ha resistido, ¡y el
condenado casi lo logra! Lo volveremos a intentar, Potter, y todos los demás prestad
atención. Miradlo a los ojos, ahí es donde podéis verlo. ¡Muy bien, Potter, de verdad
que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!
—Por la manera en que habla —murmuró Harry una hora más tarde, cuando salía
cojeando del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras (Moody se había empeñado en
hacerle repetir cuatro veces la experiencia, hasta que logró resistirse completamente a la
maldición imperius)—, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a
otro.
—Sí, es verdad —dijo Ron, dando alternativamente un paso y un brinco: había
tenido muchas más dificultades con la maldición que Harry, aunque Moody le aseguró
que los efectos se habrían pasado para la hora de la comida—. Hablando de paranoias...
—Ron echó una mirada nerviosa por encima del hombro para comprobar que Moody no
estaba en ningún lugar en que pudiera oírlo, y prosiguió—, no me extraña que en el
Ministerio estuvieran tan contentos de desembarazarse de él: ¿no le oíste contarle a
Seamus lo que le hizo a la bruja que le gritó «¡bu!» por detrás el día de los inocentes?
¿Y cuándo se supone que vamos a ponernos al tanto de la maldición imperius con todas
las otras cosas que tenemos que hacer?
Todos los alumnos de cuarto habían apreciado un evidente incremento en la
cantidad de trabajo para aquel trimestre. La profesora McGonagall les explicó a qué se
debía, cuando la clase recibió con quejas los deberes de Transformaciones que ella
acababa de ponerles.
—¡Estáis entrando en una fase muy importante de vuestra educación mágica!
—declaró con ojos centelleantes—. Se acercan los exámenes para el TIMO.
—¡Pero si no tendremos el TIMO hasta el quinto curso! —objetó Dean Thomas.
—Es verdad, Thomas, pero créeme: ¡tenéis que prepararos lo más posible! La
señorita Granger sigue siendo la única persona de la clase que ha logrado convertir un
erizo en un alfiletero como Dios manda. ¡Permíteme recordarte que el tuyo, Thomas,
aún se hace una pelota cada vez que alguien se le acerca con un alfiler!
Hermione, que se había ruborizado, trató de no parecer demasiado satisfecha de sí
misma.
A Harry y Ron les costó contener la risa en la siguiente clase de Adivinación
cuando la profesora Trelawney les dijo que les había puesto sobresaliente en los
trabajos. Leyó pasajes enteros de sus predicciones, elogiándolos por la indiferencia con
que aceptaban los horrores que les deparaba el futuro inmediato. Pero no les hizo tanta
gracia cuando ella les mandó repetir el trabajo para el mes siguiente: a los dos se les
había agotado el repertorio de desgracias.
El profesor Binns, el fantasma que enseñaba Historia de la Magia, les mandaba
redacciones todas las semanas sobre las revueltas de los duendes en el siglo XVIII; el
profesor Snape los obligaba a descubrir antídotos, y se lo tomaron muy en serio porque
había dado a entender que envenenaría a uno de ellos antes de Navidad para ver si el
antídoto funcionaba; y el profesor Flitwick les había ordenado leer tres libros más como
preparación a su clase de encantamientos convocadores.
Hasta Hagrid los cargaba con un montón de trabajo. Los escregutos de cola
explosiva crecían a un ritmo sorprendente aunque nadie había descubierto todavía qué
comían. Hagrid estaba encantado y, como parte del proyecto, les sugirió ir a la cabaña
una tarde de cada dos para observar los escregutos y tomar notas sobre su extraordinario
comportamiento.
—No lo haré —se negó rotundamente Malfoy cuando Hagrid les propuso aquello
con el aire de un Papá Noel que sacara de su saco un nuevo juguete—. Ya tengo
bastante con ver esos bichos durante las clases, gracias.
De la cara de Hagrid desapareció la sonrisa.
—Harás lo que te digo —gruñó—, o seguiré el ejemplo del profesor Moody... Me
han dicho que eres un hurón magnifico, Malfoy.
Los de Gryffindor estallaron en carcajadas. Malfoy enrojeció de cólera, pero dio la
impresión de que el recuerdo del castigo que le había infligido Moody era lo bastante
doloroso para impedirle replicar. Harry, Ron y Hermione volvieron al castillo al final de
la clase de muy buen humor: haber visto que Hagrid ponía en su sitio a Malfoy era
especialmente gratificante, sobre todo porque éste había hecho todo lo posible el año
anterior para que despidieran a Hagrid.
Cuando llegaron al vestíbulo, no pudieron pasar debido a la multitud de estudiantes
que estaban arremolinados al pie de la escalinata de mármol, alrededor de un gran
letrero. Ron, el más alto de los tres, se puso de puntillas para echar un vistazo por
encima de las cabezas de la multitud, y leyó en voz alta el cartel:
TORNEO DE LOS TRES MAGOS
Los representantes de Beauxbatons y Durmstrang llegarán a las seis en punto
del viernes 30 de octubre. Las clases se interrumpirán media hora antes.
—¡Estupendo! —dijo Harry—. ¡La última clase del viernes es Pociones! ¡A Snape
no le dará tiempo de envenenarnos a todos!
Los estudiantes deberán llevar sus libros y mochilas a los dormitorios y
reunirse a la salida del castillo para recibir a nuestros huéspedes antes del
banquete de bienvenida.
—¡Sólo falta una semana! —dijo emocionado Ernie Macmillan, un alumno de
Hufflepuff, saliendo de la aglomeración—. Me pregunto si Cedric estará enterado. Me
parece que voy a decírselo...
—¿Cedric? —dijo Ron sin comprender, mientras Ernie se iba a toda prisa.
—Diggory —explicó Harry—. Querrá participar en el Torneo.
—¿Ese idiota, campeón de Hogwarts? —gruñó Ron mientras se abrían camino
hacia la escalera por entre la bulliciosa multitud.
—No es idiota. Lo que pasa es que no te gusta porque venció al equipo de
Gryffindor en el partido de quidditch —repuso Hermione—. He oído que es un
estudiante realmente bueno. Y es prefecto.
Lo dijo como si eso zanjara la cuestión.
—Sólo te gusta porque es guapo —dijo Ron mordazmente.
—Perdona, a mí no me gusta la gente sólo porque sea guapa —repuso Hermione
indignada.
Ron fingió que tosía, y su tos sonó algo así como: «¡Lockhart!»
El cartel del vestíbulo causó un gran revuelo entre los habitantes del castillo.
Durante la semana siguiente, y fuera donde fuera Harry, no había más que un tema de
conversación: el Torneo de los tres magos. Los rumores pasaban de un alumno a otro
como gérmenes altamente contagiosos: quién se iba a proponer para campeón de
Hogwarts, en qué consistiría el Torneo, en qué se diferenciaban de ellos los alumnos de
Beauxbatons y Durmstrang...
Harry notó, además, que el castillo parecía estar sometido a una limpieza
especialmente concienzuda. Habían restregado algunos retratos mugrientos, para
irritación de los retratados, que se acurrucaban dentro del marco murmurando cosas y
muriéndose de vergüenza por el color sonrosado de su cara. Las armaduras aparecían de
repente brillantes y se movían sin chirriar, y Argus Filch, el conserje, se mostraba tan
feroz con cualquier estudiante que olvidara limpiarse los zapatos que aterrorizó a dos
alumnas de primero hasta la histeria.
Los profesores también parecían algo nerviosos.
—¡Longbottom, ten la amabilidad de no decir delante de nadie de Durmstrang que
no eres capaz de llevar a cabo un sencillo encantamiento permutador! —gritó la
profesora McGonagall al final de una clase especialmente difícil en la que Neville se
había equivocado y le había injertado a un cactus sus propias orejas.
Cuando bajaron a desayunar la mañana del 30 de octubre, descubrieron que durante
la noche habían engalanado el Gran Comedor. De los muros colgaban unos enormes
estandartes de seda que representaban las diferentes casas de Hogwarts: rojos con un
león dorado los de Gryffindor, azules con un águila de color bronce los de Ravenclaw,
amarillos con un tejón negro los de Hufflepuff, y verdes con una serpiente plateada los
de Slytherin. Detrás de la mesa de los profesores, un estandarte más grande que los
demás mostraba el escudo de Hogwarts: el león, el águila, el tejón y la serpiente se
unían en torno a una enorme hache.
Harry, Ron y Hermione vieron a Fred y George en la mesa de Gryffindor. Una vez
más, y contra lo que había sido siempre su costumbre, estaban apartados y conversaban
en voz baja. Ron fue hacia ellos, seguido de los demás.
—Es un peñazo de verdad —le decía George a Fred con tristeza—. Pero si no nos
habla personalmente, tendremos que enviarle la carta. O metérsela en la mano. No nos
puede evitar eternamente.
—¿Quién os evita? —quiso saber Ron, sentándose a su lado.
—Me gustaría que fueras tú —contestó Fred, molesto por la interrupción.
—¿Qué te parece un peñazo? —preguntó Ron a George.
—Tener de hermano a un imbécil entrometido como tú —respondió George.
—¿Ya se os ha ocurrido algo para participar en el Torneo de los tres magos?
—inquirió Harry—. ¿Habéis pensado alguna otra cosa para entrar?
—Le pregunté a McGonagall cómo escogían a los campeones, pero no me lo dijo
—repuso George con amargura—. Me mandó callar y seguir con la transformación del
mapache.
—Me gustaría saber cuáles serán las pruebas —comentó Ron pensativo—. Porque
yo creo que nosotros podríamos hacerlo, Harry. Hemos hecho antes cosas muy
peligrosas.
—No delante de un tribunal —replicó Fred—. McGonagall dice que puntuarán a
los campeones según cómo lleven a cabo las pruebas.
—¿Quiénes son los jueces? —preguntó Harry.
—Bueno, los directores de los colegios participantes deben de formar parte del
tribunal —declaró Hermione, y todos se volvieron hacia ella, bastante sorprendidos—,
porque los tres resultaron heridos durante el torneo de mil setecientos noventa y dos,
cuando se soltó un basilisco que tenían que atrapar los campeones.
Ella advirtió cómo la miraban y, con su acostumbrado aire de impaciencia cuando
veía que nadie había leído los libros que ella conocía, explicó:
—Está todo en Historia de Hogwarts. Aunque, desde luego, ese libro no es muy de
fiar. Un título más adecuado sería «Historia censurada de Hogwarts», o bien «Historia
tendenciosa y selectiva de Hogwarts, que pasa por alto los aspectos menos
favorecedores del colegio».
—¿De qué hablas? —preguntó Ron, aunque Harry creyó saber a qué se refería.
—¡De los elfos domésticos! —dijo Hermione en voz alta, lo que le confirmó a
Harry que no se había equivocado—. ¡Ni una sola vez, en más de mil páginas, hace la
Historia de Hogwarts una sola mención a que somos cómplices de la opresión de un
centenar de esclavos!
Harry movió la cabeza a un lado y otro con desaprobación y se dedicó a los huevos
revueltos que tenía en el plato. Su carencia de entusiasmo y la de Ron no había
refrenado lo más mínimo la determinación de Hermione de luchar a favor de los elfos
domésticos. Era cierto que tanto uno como otro habían puesto los dos sickles que daban
derecho a una insignia de la P.E.D.D.O., pero lo habían hecho tan sólo para no
molestarla. Sin embargo, habían malgastado el dinero, ya que si habían logrado algo era
que Hermione se volviera más radical. Les había estado dando la lata desde aquel
momento, primero para que se pusieran las insignias, luego para que persuadieran a
otros de que hicieran lo mismo, y cada noche Hermione paseaba por la sala común de
Gryffindor acorralando a la gente y haciendo sonar la hucha ante sus narices.
—¿Sois conscientes de que son criaturas mágicas que no perciben sueldo y trabajan
en condiciones de esclavitud las que os cambian las sábanas, os encienden el fuego, os
limpian las aulas y os preparan la comida? —les decía furiosa.
Algunos, como Neville, habían pagado sólo para que Hermione dejara de mirarlo
con el entrecejo fruncido. Había quien parecía moderadamente interesado en lo que ella
decía pero se negaba a asumir un papel más activo en la campaña. A muchos todo
aquello les parecía una broma.
Ron alzó los ojos al techo, donde brillaba la luz de un sol otoñal, y Fred se mostró
enormemente interesado en su trozo de tocino (los gemelos se habían negado a adquirir
su insignia de la P.E.D.D.O.). George, sin embargo, se aproximó a Hermione un poco.
—Escucha, Hermione, ¿has estado alguna vez en las cocinas?
—No, claro que no —dijo Hermione de manera cortante—. Se supone que los
alumnos no...
—Bueno, pues nosotros sí —la interrumpió George, señalando a Fred—, un
montón de veces, para mangar comida. Y los conocemos, y sabemos que son felices.
Piensan que tienen el mejor trabajo del mundo.
—¡Eso es porque no están educados! Les han lavado el cerebro y... —comenzó a
decir Hermione acaloradamente, pero las siguientes palabras quedaron ahogadas por el
ruido de batir de alas encima de sus cabezas que anunciaba la llegada de las lechuzas
mensajeras.
Harry levantó la vista inmediatamente, y vio a Hedwig, que volaba hacia él.
Hermione se calló de repente. Ella y Ron miraron nerviosos a Hedwig, que revoloteó
hasta el hombro de Harry, plegó las alas y levantó la pata con cansancio.
Harry le desprendió la respuesta de Sirius de la pata y le ofreció a Hedwig los
restos de su tocino, que comió agradecida. Luego, tras asegurarse de que Fred y George
habían vuelto a sumergirse en nuevas discusiones sobre el Torneo de los tres magos,
Harry les leyó a Ron y a Hermione la carta de Sirius en un susurro:
Esa mentira te honra, Harry.
Ya he vuelto al país y estoy bien escondido. Quiero que me envíes
lechuzas contándome cuanto sucede en Hogwarts. No uses a Hedwig. Emplea
diferentes lechuzas, y no te preocupes por mí: cuida de ti mismo. No olvides lo
que te dije de la cicatriz.
Sirius
—¿Por qué tienes que usar diferentes lechuzas? —preguntó Ron en voz baja.
—Porque Hedwig atrae demasiado la atención —respondió Hermione de
inmediato—. Es muy llamativa. Una lechuza blanca yendo y viniendo a donde quiera
que se haya ocultado... Como no es un ave autóctona...
Harry enrolló la carta y se la metió en la túnica, preguntándose si se sentía más o
menos preocupado que antes. Consideró que ya era algo que Sirius hubiera conseguido
entrar en el país sin que lo atraparan. Tampoco podía negarse que la idea de que Sirius
estuviera mucho más cerca era tranquilizadora. Por lo menos, no tendría que esperar la
respuesta tanto tiempo cada vez que le escribiera.
—Gracias, Hedwig —dijo acariciándola. Ella ululó medio dormida, metió el pico
un instante en la copa de zumo de naranja de Harry, y se fue, evidentemente ansiosa de
echar una larga siesta en la lechucería.
Aquel día había en el ambiente una agradable impaciencia. Nadie estuvo muy
atento a las clases, porque estaban mucho más interesados en la llegada aquella noche
de la gente de Beauxbatons y Durmstrang. Hasta la clase de Pociones fue más llevadera
de lo usual, porque duró media hora menos. Cuando, antes de lo acostumbrado, sonó la
campana, Harry, Ron y Hermione salieron a toda prisa hacia la torre de Gryffindor,
dejaron allí las mochilas y los libros tal como les habían indicado, se pusieron las capas
y volvieron al vestíbulo.
Los jefes de las casas colocaban a sus alumnos en filas.
—Weasley, ponte bien el sombrero —le ordenó la profesora McGonagall a Ron—.
Patil, quítate esa cosa ridícula del pelo.
Parvati frunció el entrecejo y se quitó una enorme mariposa de adorno del extremo
de la trenza.
—Seguidme, por favor —dijo la profesora McGonagall—. Los de primero delante.
Sin empujar...
Bajaron en fila por la escalinata de la entrada y se alinearon delante del castillo. Era
una noche fría y clara. Oscurecía, y una luna pálida brillaba ya sobre el bosque
prohibido. Harry, de pie entre Ron y Hermione en la cuarta fila, vio a Dennis Creevey
temblando de emoción entre otros alumnos de primer curso.
—Son casi las seis —anunció Ron, consultando el reloj y mirando el camino que
iba a la verja de entrada—. ¿Cómo pensáis que llegarán? ¿En el tren?
—No creo —contestó Hermione.
—¿Entonces cómo? ¿En escoba? —dijo Harry, levantando la vista al cielo
estrellado.
—No creo tampoco... no desde tan lejos...
—¿En traslador? —sugirió Ron—. ¿Pueden aparecerse? A lo mejor en sus países
está permitido aparecerse antes de los diecisiete años.
—Nadie puede aparecerse dentro de los terrenos de Hogwarts. ¿Cuántas veces os lo
tengo que decir? —exclamó Hermione perdiendo la paciencia.
Escudriñaron nerviosos los terrenos del colegio, que se oscurecían cada vez más.
No se movía nada por allí. Todo estaba en calma, silencioso y exactamente igual que
siempre. Harry empezaba a tener un poco de frío, y confió en que se dieran prisa. Quizá
los extranjeros preparaban una llegada espectacular... Recordó lo que había dicho el
señor Weasley en el cámping, antes de los Mundiales: «Siempre es igual. No podemos
resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos...»
Y entonces, desde la última fila, en la que estaban todos los profesores,
Dumbledore gritó:
—¡Ajá! ¡Si no me equivoco, se acercan los representantes de Beauxbatons!
—¿Por dónde? —preguntaron muchos con impaciencia, mirando en diferentes
direcciones.
—¡Por allí! —gritó uno de sexto, señalando hacia el bosque.
Una cosa larga, mucho más larga que una escoba (y, de hecho, que cien escobas),
se acercaba al castillo por el cielo azul oscuro, haciéndose cada vez más grande.
—¡Es un dragón! —gritó uno de los de primero, perdiendo los estribos por
completo.
—No seas idiota... ¡es una casa volante! —le dijo Dennis Creevey.
La suposición de Dennis estaba más cerca de la realidad. Cuando la gigantesca
forma negra pasó por encima de las copas de los árboles del bosque prohibido casi
rozándolas, y la luz que provenía del castillo la iluminó, vieron que se trataba de un
carruaje colosal, de color azul pálido y del tamaño de una casa grande, que volaba hacia
ellos tirado por una docena de caballos alados de color tostado pero con la crin y la cola
blancas, cada uno del tamaño de un elefante.
Las tres filas delanteras de alumnos se echaron para atrás cuando el carruaje
descendió precipitadamente y aterrizó a tremenda velocidad. Entonces golpearon el
suelo los cascos de los caballos, que eran más grandes que platos, metiendo tal ruido
que Neville dio un salto y pisó a un alumno de Slytherin de quinto curso. Un segundo
más tarde el carruaje se posó en tierra, rebotando sobre las enormes ruedas, mientras los
caballos sacudían su enorme cabeza y movían unos grandes ojos rojos.
Antes de que la puerta del carruaje se abriera, Harry vio que llevaba un escudo: dos
varitas mágicas doradas cruzadas, con tres estrellas que surgían de cada una.
Un muchacho vestido con túnica de color azul pálido saltó del carruaje al suelo,
hizo una inclinación, buscó con las manos durante un momento algo en el suelo del
carruaje y desplegó una escalerilla dorada. Respetuosamente, retrocedió un paso.
Entonces Harry vio un zapato negro brillante, con tacón alto, que salía del interior del
carruaje. Era un zapato del mismo tamaño que un trineo infantil. Al zapato le siguió,
casi inmediatamente, la mujer más grande que Harry había visto nunca. Las
dimensiones del carruaje y de los caballos quedaron inmediatamente explicadas.
Algunos ahogaron un grito.
En toda su vida, Harry sólo había visto una persona tan gigantesca como aquella
mujer, y ése era Hagrid. Le parecía que eran exactamente igual de altos, pero aun así (y
tal vez porque estaba habituado a Hagrid) aquella mujer —que ahora observaba desde el
pie de la escalerilla a la multitud, que a su vez la miraba atónita a ella— parecía aún
más grande. Al dar unos pasos entró de lleno en la zona iluminada por la luz del
vestíbulo, y ésta reveló un hermoso rostro de piel morena, unos ojos cristalinos grandes
y negros, y una nariz afilada. Llevaba el pelo recogido por detrás, en la base del cuello,
en un moño reluciente. Sus ropas eran de satén negro, y una multitud de cuentas de
ópalo brillaban alrededor de la garganta y en sus gruesos dedos.
Dumbledore comenzó a aplaudir. Los estudiantes, imitando a su director,
aplaudieron también, muchos de ellos de puntillas para ver mejor a la mujer.
Sonriendo graciosamente, ella avanzó hacia Dumbledore y extendió una mano
reluciente. Aunque Dumbledore era alto, apenas tuvo que inclinarse para besársela.
—Mi querida Madame Maxime —dijo—, bienvenida a Hogwarts.
—«Dumbledog» —repuso Madame Maxime, con una voz profunda—, «espego»
que esté bien.
—En excelente forma, gracias —respondió Dumbledore.
—Mis alumnos —dijo Madame Maxime, señalando tras ella con gesto lánguido.
Harry, que no se había fijado en otra cosa que en Madame Maxime, notó que unos
doce alumnos, chicos y chicas, todos los cuales parecían hallarse cerca de los veinte
años, habían salido del carruaje y se encontraban detrás de ella. Estaban tiritando, lo que
no era nada extraño dado que las túnicas que llevaban parecían de seda fina, y ninguno
de ellos tenía capa. Algunos se habían puesto bufandas o chales por la cabeza. Por lo
que alcanzaba a distinguir Harry (ya que los tapaba la enorme sombra proyectada por
Madame Maxime), todos miraban el castillo de Hogwarts con aprensión.
—¿Ha llegado ya «Kagkagov»? —preguntó Madame Maxime.
—Se presentará de un momento a otro —aseguró Dumbledore—. ¿Prefieren
esperar aquí para saludarlo o pasar a calentarse un poco?
—Lo segundo, me «paguece» —respondió Madame Maxime—. «Pego» los
caballos...
—Nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas se encargará de ellos
encantado —declaró Dumbledore—, en cuanto vuelva de solucionar una pequeña
dificultad que le ha surgido con alguna de sus otras... obligaciones.
—Con los escregutos —le susurró Ron a Harry.
—Mis «cogceles guequieguen»... eh... una mano «podegosa» —dijo Madame
Maxime, como si dudara que un simple profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas fuera
capaz de hacer el trabajo—. Son muy «fuegtes»...
—Le aseguro que Hagrid podrá hacerlo —dijo Dumbledore, sonriendo.
—Muy bien —asintió Madame Maxime, haciendo una leve inclinación—. Y, «pog
favog», dígale a ese «pgofesog Haggid» que estos caballos solamente beben whisky de
malta «pugo».
—Descuide —dijo Dumbledore, inclinándose a su vez.
—Allons-y! —les dijo imperiosamente Madame Maxime a sus estudiantes, y los
alumnos de Hogwarts se apartaron para dejarlos pasar y subir la escalinata de piedra.
—¿Qué tamaño calculáis que tendrán los caballos de Durmstrang? —dijo Seamus
Finnigan, inclinándose para dirigirse a Harry y Ron entre Lavender y Parvati.
—Si son más grandes que éstos, ni siquiera Hagrid podrá manejarlos —contestó
Harry—. Y eso si no lo han atacado los escregutos. Me pregunto qué le habrá ocurrido.
—A lo mejor han escapado —dijo Ron, esperanzado.
—¡Ah, no digas eso! —repuso Hermione, con un escalofrío—. Me imagino a todos
esos sueltos por ahí...
Para entonces ya tiritaban de frío esperando la llegada de la representación de
Durmstrang. La mayoría miraba al cielo esperando ver algo. Durante unos minutos, el
silencio sólo fue roto por los bufidos y el piafar de los enormes caballos de Madame
Maxime. Pero entonces...
—¿No oyes algo? —preguntó Ron repentinamente.
Harry escuchó. Un ruido misterioso, fuerte y extraño llegaba a ellos desde las
tinieblas. Era un rumor amortiguado y un sonido de succión, como si una inmensa
aspiradora pasara por el lecho de un río...
—¡El lago! —gritó Lee Jordan, señalando hacia él—. ¡Mirad el lago!
Desde su posición en lo alto de la ladera, desde la que se divisaban los terrenos del
colegio, tenían una buena perspectiva de la lisa superficie negra del agua. Y en aquellos
momentos esta superficie no era lisa en absoluto. Algo se agitaba bajo el centro del
lago. Aparecieron grandes burbujas, y luego se formaron unas olas que iban a morir a
las embarradas orillas. Por último surgió en medio del lago un remolino, como si al
fondo le hubieran quitado un tapón gigante...
Del centro del remolino comenzó a salir muy despacio lo que parecía un asta negra,
y luego Harry vio las jarcias...
—¡Es un mástil! —exclamó.
Lenta, majestuosamente, el barco fue surgiendo del agua, brillando a la luz de la
luna. Producía una extraña impresión de cadáver, como si fuera un barco hundido y
resucitado, y las pálidas luces que relucían en las portillas daban la impresión de ojos
fantasmales. Finalmente, con un sonoro chapoteo, el barco emergió en su totalidad,
balanceándose en las aguas turbulentas, y comenzó a surcar el lago hacia tierra. Un
momento después oyeron la caída de un ancla arrojada al bajío y el sordo ruido de una
tabla tendida hasta la orilla.
A la luz de las portillas del barco, vieron las siluetas de la gente que desembarcaba.
Todos ellos, según le pareció a Harry, tenían la constitución de Crabbe y Goyle... pero
luego, cuando se aproximaron más, subiendo por la explanada hacia la luz que provenía
del vestíbulo, vio que su corpulencia se debía en realidad a que todos llevaban puestas
unas capas de algún tipo de piel muy tupida. El que iba delante llevaba una piel de
distinto tipo: lisa y plateada como su cabello.
—¡Dumbledore! —gritó efusivamente mientras subía la ladera—. ¿Cómo estás, mi
viejo compañero, cómo estás?
—¡Estupendamente, gracias, profesor Karkarov! —respondió Dumbledore.
Karkarov tenía una voz pastosa y afectada. Cuando llegó a una zona bien
iluminada, vieron que era alto y delgado como Dumbledore, pero llevaba corto el
blanco cabello, y la perilla (que terminaba en un pequeño rizo) no ocultaba del todo el
mentón poco pronunciado. Al llegar ante Dumbledore, le estrechó la mano.
—El viejo Hogwarts —dijo, levantando la vista hacia el castillo y sonriendo. Tenía
los dientes bastante amarillos, y Harry observó que la sonrisa no incluía los ojos, que
mantenían su expresión de astucia y frialdad—. Es estupendo estar aquí, es estupendo...
Viktor, ve para allá, al calor... ¿No te importa, Dumbledore? Es que Viktor tiene un leve
resfriado...
Karkarov indicó por señas a uno de sus estudiantes que se adelantara. Cuando el
muchacho pasó, Harry vio su nariz, prominente y curva, y las espesas cejas negras. Para
reconocer aquel perfil no necesitaba el golpe que Ron le dio en el brazo, ni tampoco que
le murmurara al oído:
—¡Harry...! ¡Es Krum!

6 El traslador

Cuando, en la habitación de Ron, la señora Weasley lo zarandeó para despertarlo, a
Harry le pareció que acababa de acostarse.
—Es la hora de irse, Harry, cielo —le susurró, dejándolo para ir a despertar a Ron.
Harry buscó las gafas con la mano, se las puso y se sentó en la cama. Fuera todavía
estaba oscuro. Ron decía algo incomprensible mientras su madre lo levantaba. A los
pies del colchón vio dos formas grandes y despeinadas que surgían de sendos líos de
mantas.
—¿Ya es la hora? —preguntó Fred, más dormido que despierto.
Se vistieron en silencio, demasiado adormecidos para hablar, y luego, bostezando y
desperezándose, los cuatro bajaron la escalera camino de la cocina.
La señora Weasley removía el contenido de una olla puesta sobre el fuego, y el
señor Weasley, sentado a la mesa, comprobaba un manojo de grandes entradas de
pergamino. Levantó la vista cuando los chicos entraron y extendió los brazos para que
pudieran verle mejor la ropa. Llevaba lo que parecía un jersey de golf y unos vaqueros
muy viejos que le venían algo grandes y que sujetaba a la cintura con un grueso cinturón
de cuero.
—¿Qué os parece? —pregunto—. Se supone que vamos de incógnito... ¿Parezco
un muggle, Harry?
—Sí —respondió Harry, sonriendo—. Está muy bien.
—¿Dónde están Bill y Charlie y Pe... Pe... Percy? —preguntó George, sin lograr
reprimir un descomunal bostezo.
—Bueno, van a aparecerse, ¿no? —dijo la señora Weasley, cargando con la olla
hasta la mesa y comenzando a servir las gachas de avena en los cuencos con un cazo—,
así que pueden dormir un poco más.
Harry sabía que aparecerse era algo muy difícil; había que desaparecer de un lugar
y reaparecer en otro casi al mismo tiempo.
—O sea, que siguen en la cama... —dijo Fred de malhumor, acercándose su cuenco
de gachas—. ¿Y por qué no podemos aparecernos nosotros también?
—Porque no tenéis la edad y no habéis pasado el examen —contestó bruscamente
la señora Weasley—. ¿Y dónde se han metido esas chicas?
Salió de la cocina y la oyeron subir la escalera.
—¿Hay que pasar un examen para poder aparecerse? —preguntó Harry.
—Desde luego —respondió el señor Weasley, poniendo a buen recaudo las
entradas en el bolsillo trasero del pantalón—. El Departamento de Transportes Mágicos
tuvo que multar el otro día a un par de personas por aparecerse sin tener el carné. La
aparición no es fácil, y cuando no se hace como se debe puede traer complicaciones
muy desagradables. Esos dos que os digo se escindieron.
Todos hicieron gestos de desagrado menos Harry.
—¿Se escindieron? —repitió Harry, desorientado.
—La mitad del cuerpo quedó atrás —explicó el señor Weasley, echándose con la
cuchara un montón de melaza en su cuenco de gachas—. Y, por supuesto, estaban
inmovilizados. No tenían ningún modo de moverse. Tuvieron que esperar a que llegara
el Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos y los recompusiera. Hubo que hacer un
montón de papeleo, os lo puedo asegurar, con tantos muggles que vieron los trozos que
habían dejado atrás...
Harry se imaginó en ese instante un par de piernas y un ojo tirados en la acera de
Privet Drive.
—¿Quedaron bien? —preguntó Harry, asustado.
—Sí —respondió el señor Weasley con tranquilidad—. Pero les cayó una buena
multa, y me parece que no van a repetir la experiencia por mucha prisa que tengan. Con
la aparición no se juega. Hay muchos magos adultos que no quieren utilizarla. Prefieren
la escoba: es más lenta, pero más segura.
—¿Pero Bill, Charlie y Percy sí que pueden?
—Charlie tuvo que repetir el examen —dijo Fred, con una sonrisita—. La primera
vez se lo cargaron porque apareció ocho kilómetros más al sur de donde se suponía que
tenía que ir. Apareció justo encima de unos viejecitos que estaban haciendo la compra,
¿os acordáis?
—Bueno, pero aprobó a la segunda —dijo la señora Weasley, entre un estallido de
carcajadas, cuando volvió a entrar en la cocina.
—Percy lo ha conseguido hace sólo dos semanas —dijo George—. Desde
entonces, se ha aparecido todas las mañanas en el piso de abajo para demostrar que es
capaz de hacerlo.
Se oyeron unos pasos y Hermione y Ginny entraron en la cocina, pálidas y
somnolientas.
—¿Por qué nos hemos levantado tan temprano? —preguntó Ginny, frotándose los
ojos y sentándose a la mesa.
—Tenemos por delante un pequeño paseo —explicó el señor Weasley.
—¿Paseo? —se extrañó Harry—. ¿Vamos a ir andando hasta la sede de los
Mundiales?
—No, no, eso está muy lejos —repuso el señor Weasley, sonriendo—. Sólo hay
que caminar un poco. Lo que pasa es que resulta difícil que un gran número de magos se
reúnan sin llamar la atención de los muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos
a la hora de viajar, y en una ocasión como la de los Mundiales de quidditch...
—¡George! —exclamó bruscamente la señora Weasley, sobresaltando a todos.
—¿Qué? —preguntó George, en un tono de inocencia que no engañó a nadie.
—¿Qué tienes en el bolsillo?
—¡Nada!
—¡No me mientas!
La señora Weasley apuntó con la varita al bolsillo de George y dijo:
—¡Accio!
Varios objetos pequeños de colores brillantes salieron zumbando del bolsillo de
George, que en vano intentó agarrar algunos: se fueron todos volando hasta la mano
extendida de la señora Weasley.
—¡Os dijimos que los destruyerais! —exclamó, furiosa, la señora Weasley,
sosteniendo en la mano lo que, sin lugar a dudas, eran más caramelos longuilinguos—.
¡Os dijimos que os deshicierais de todos! ¡Vaciad los bolsillos, vamos, los dos!
Fue una escena desagradable. Evidentemente, los gemelos habían tratado de sacar
de la casa, ocultos, tantos caramelos como podían, y la señora Weasley tuvo que usar el
encantamiento convocador para encontrarlos todos.
—¡Accio! ¡Accio! ¡Accio! —fue diciendo, y los caramelos salieron de los lugares
más imprevisibles, incluido el forro de la chaqueta de George y el dobladillo de los
vaqueros de Fred.
—¡Hemos pasado seis meses desarrollándolos! —le gritó Fred a su madre, cuando
ella los tiró.
—¡Ah, una bonita manera de pasar seis meses! —exclamó ella—. ¡No me extraña
que no tuvierais mejores notas!
El ambiente estaba tenso cuando se despidieron. La señora Weasley aún tenía el
entrecejo fruncido cuando besó en la mejilla a su marido, aunque no tanto como los
gemelos, que se pusieron las mochilas a la espalda y salieron sin dirigir ni una palabra a
su madre.
—Bueno, pasadlo bien —dijo la señora Weasley—, y portaos como Dios manda —
añadió dirigiéndose a los gemelos, pero ellos no se volvieron ni respondieron—. Os
enviaré a Bill, Charlie y Percy hacia mediodía —añadió, mientras el señor Weasley,
Harry, Ron, Hermione y Ginny se marchaban por el oscuro patio precedidos por Fred y
George.
Hacía fresco y todavía brillaba la luna. Sólo un pálido resplandor en el horizonte, a
su derecha, indicaba que el amanecer se hallaba próximo. Harry, que había estado
pensando en los miles de magos que se concentrarían para ver los Mundiales de
quidditch, apretó el paso para caminar junto al señor Weasley.
—Entonces, ¿cómo vamos a llegar todos sin que lo noten los muggles? —preguntó.
—Ha sido un enorme problema de organización —dijo el señor Weasley con un
suspiro—. La cuestión es que unos cien mil magos están llegando para presenciar los
Mundiales, y naturalmente no tenemos un lugar mágico lo bastante grande para
acomodarlos a todos. Hay lugares donde no pueden entrar los muggles, pero imagínate
que intentáramos meter a miles de magos en el callejón Diagon o en el andén nueve y
tres cuartos... Así que teníamos que encontrar un buen páramo desierto y poner tantas
precauciones antimuggles como fuera posible. Todo el Ministerio ha estado trabajando
en ello durante meses. En primer lugar, por supuesto, había que escalonar las llegadas.
La gente con entradas más baratas ha tenido que llegar dos semanas antes. Un número
limitado utiliza transportes muggles, pero no podemos abarrotar sus autobuses y trenes.
Ten en cuenta que los magos vienen de todas partes del mundo. Algunos se aparecen,
claro, pero ha habido que encontrar puntos seguros para su aparición, bien alejados de
los muggles. Creo que están utilizando como punto de aparición un bosque cercano.
Para los que no quieren aparecerse, o no tienen el carné, utilizamos trasladores. Son
objetos que sirven para transportar a los magos de un lugar a otro a una hora prevista de
antemano. Si es necesario, se puede transportar a la vez un grupo numeroso de personas.
Han dispuesto doscientos puntos trasladores en lugares estratégicos a lo largo de Gran
Bretaña, y el más próximo lo tenemos en la cima de la colina de Stoatshead. Es allí
adonde nos dirigimos.
El señor Weasley señaló delante de ellos, pasado el pueblo de Ottery St. Catchpole,
donde se alzaba una enorme montaña negra.
—¿Qué tipo de objetos son los trasladores? —preguntó Harry con curiosidad.
—Bueno, pueden ser cualquier cosa —respondió el señor Weasley—. Cosas que no
llamen la atención, desde luego, para que los muggles no las cojan y jueguen con ellas...
Cosas que a ellos les parecerán simplemente basura.
Caminaron con dificultad por el oscuro, frío y húmedo sendero hacia el pueblo.
Sólo sus pasos rompían el silencio; el cielo se iluminaba muy despacio, pasando del
negro impenetrable al azul intenso, mientras se acercaban al pueblo. Harry tenía las
manos y los pies helados. El señor Weasley miraba el reloj continuamente.
Cuando emprendieron la subida de la colina de Stoatshead no les quedaban fuerzas
para hablar, y a menudo tropezaban en las escondidas madrigueras de conejos o
resbalaban en las matas de hierba espesa y oscura. A Harry le costaba respirar, y las
piernas le empezaban a fallar cuando por fin los pies encontraron suelo firme.
—¡Uf! —jadeó el señor Weasley, quitándose las gafas y limpiándoselas en el
jersey—. Bien, hemos llegado con tiempo. Tenemos diez minutos...
Hermione llegó en último lugar a la cresta de la colina, con la mano puesta en un
costado para calmarse el dolor que le causaba el flato.
—Ahora sólo falta el traslador —dijo el señor Weasley volviendo a ponerse las
gafas y buscando a su alrededor—. No será grande... Vamos...
Se desperdigaron para buscar. Sólo llevaban un par de minutos cuando un grito
rasgó el aire.
—¡Aquí, Arthur! Aquí, hijo, ya lo tenemos.
Al otro lado de la cima de la colina, se recortaban contra el cielo estrellado dos
siluetas altas.
—¡Amos! —dijo sonriendo el señor Weasley mientras se dirigía a zancadas hacia
el hombre que había gritado. Los demás lo siguieron.
El señor Weasley le dio la mano a un mago de rostro rubicundo y barba escasa de
color castaño, que sostenía una bota vieja y enmohecida.
—Éste es Amos Diggory —anunció el señor Weasley—. Trabaja para el
Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas. Y creo que ya
conocéis a su hijo Cedric.
Cedric Diggory, un chico muy guapo de unos diecisiete años, era capitán y
buscador del equipo de quidditch de la casa Hufflepuff, en Hogwarts.
—Hola —saludó Cedric, mirándolos a todos.
Todos le devolvieron el saludo, salvo Fred y George, que se limitaron a hacer un
gesto de cabeza. Aún no habían perdonado a Cedric que venciera al equipo de
Gryffindor en el partido de quidditch del año anterior.
—¿Ha sido muy larga la caminata, Arthur? —preguntó el padre de Cedric.
—No demasiado —respondió el señor Weasley—. Vivimos justo al otro lado de
ese pueblo. ¿Y vosotros?
—Hemos tenido que levantarnos a las dos, ¿verdad, Ced? ¡Qué felicidad cuando
tenga por fin el carné de aparición! Pero, bueno, no nos podemos quejar. No nos
perderíamos los Mundiales de quidditch ni por un saco de galeones... que es lo que nos
han costado las entradas, más o menos. Aunque, en fin, no me ha salido tan caro como a
otros...
Amos Diggory echó una mirada bonachona a los hijos del señor Weasley, a Harry
y a Hermione.
—¿Son todos tuyos, Arthur?
—No, sólo los pelirrojos —aclaró el señor Weasley, señalando a sus hijos—. Ésta
es Hermione, amiga de Ron... y éste es Harry, otro amigo...
—¡Por las barbas de Merlín! —exclamó Amos Diggory abriendo los ojos—.
¿Harry? ¿Harry Potter?
—Ehhh... sí —contestó Harry.
Harry ya estaba acostumbrado a la curiosidad de la gente y a la manera en que los
ojos de todo el mundo se iban inmediatamente hacia la cicatriz en forma de rayo que
tenía en la frente, pero seguía sintiéndose incómodo.
—Ced me ha hablado de ti, por supuesto —dijo Amos Diggory—. Nos ha contado
lo del partido contra tu equipo, el año pasado... Se lo dije, le dije: esto se lo contarás a
tus nietos... Les contarás... ¡que venciste a Harry Potter!
A Harry no se le ocurrió qué contestar, de forma que se calló. Fred y George
volvieron a fruncir el entrecejo. Cedric parecía incómodo.
—Harry se cayó de la escoba, papá —masculló—. Ya te dije que fue un
accidente...
—Sí, pero tú no te caíste, ¿a que no? —dijo Amos de manera cordial, dando a su
hijo una palmada en la espalda—. Siempre modesto, mi Ced, tan caballero como de
costumbre... Pero ganó el mejor, y estoy seguro de que Harry diría lo mismo, ¿a que sí?
Uno se cae de la escoba, el otro aguanta en ella... ¡No hay que ser un genio para saber
quién es el mejor!
—Ya debe de ser casi la hora —se apresuró a decir el señor Weasley, volviendo a
sacar el reloj—. ¿Sabes si esperamos a alguien más, Amos?
—No. Los Lovegood ya llevan allí una semana, y los Fawcett no consiguieron
entradas —repuso el señor Diggory—. No hay ninguno más de los nuestros en esta
zona, ¿o sí?
—No que yo sepa —dijo el señor Weasley—. Queda un minuto. Será mejor que
nos preparemos.
Miró a Harry y a Hermione.
—No tenéis más que tocar el traslador. Nada más: con poner un dedo será
suficiente.
Con cierta dificultad, debido a las voluminosas mochilas que llevaban, los nueve se
reunieron en torno a la bota vieja que agarraba Amos Diggory.
Todos permanecieron en pie, en un apretado círculo, mientras una brisa fría barría
la cima de la colina. Nadie habló. Harry pensó de repente lo rara que le parecería
aquella imagen a cualquier muggle que se presentara en aquel momento por allí: nueve
personas, entre las cuales había dos hombres adultos, sujetando en la oscuridad aquella
bota sucia, vieja y asquerosa, esperando...
—Tres... —masculló el señor Weasley, mirando al reloj—, dos... uno...
Ocurrió inmediatamente: Harry sintió como si un gancho, justo debajo del ombligo,
tirara de él hacia delante con una fuerza irresistible. Sus pies se habían despegado de la
tierra; pudo notar a Ron y a Hermione, cada uno a un lado, porque sus hombros
golpeaban contra los suyos. Iban todos a enorme velocidad en medio de un remolino de
colores y de una ráfaga de viento que aullaba en sus oídos. Tenía el índice pegado a la
bota, como por atracción magnética. Y entonces...
Tocó tierra con los pies. Ron se tambaleó contra él y lo hizo caer. El traslador
golpeó con un ruido sordo en el suelo, cerca de su cabeza.
Harry levantó la vista. Cedric y los señores Weasley y Diggory permanecían de pie
aunque el viento los zarandeaba. Todos los demás se habían caído al suelo.
—Desde la colina de Stoatshead a las cinco y siete —anunció una voz.

5 Sortilegios Weasley

Harry dio vueltas cada vez más rápido con los codos pegados al cuerpo. Borrosas
chimeneas pasaban ante él a la velocidad del rayo, hasta que se sintió mareado y cerró
los ojos. Cuando por fin le pareció que su velocidad aminoraba, estiró los brazos, a
tiempo para evitar darse de bruces contra el suelo de la cocina de los Weasley al salir de
la chimenea.
—¿Se lo comió? —preguntó Fred ansioso mientras le tendía a Harry la mano para
ayudarlo a levantarse.
—Sí —respondió Harry poniéndose en pie—. ¿Qué era?
—Caramelo longuilinguo —explicó Fred, muy contento—. Los hemos inventado
George y yo, y nos hemos pasado el verano buscando a alguien en quien probarlos...
Todos prorrumpieron en carcajadas en la pequeña cocina; Harry miró a su
alrededor, y vio que Ron y George estaban sentados a una mesa de madera desgastada
de tanto restregarla, con dos pelirrojos a los que Harry no había visto nunca, aunque no
tardó en suponer quiénes serían: Bill y Charlie, los dos hermanos mayores Weasley.
—¿Qué tal te va, Harry? —preguntó el más cercano a él, dirigiéndole una amplia
sonrisa y tendiéndole una mano grande que Harry estrechó. Estaba llena de callos y
ampollas. Aquél tenía que ser Charlie, que trabajaba en Rumania con dragones. Su
constitución era igual a la de los gemelos, y diferente de la de Percy y Ron, que eran
más altos y delgados. Tenía una cara ancha de expresión bonachona, con la piel curtida
por el clima de Rumania y tan llena de pecas que parecía bronceada; los brazos eran
musculosos, y en uno de ellos se veía una quemadura grande y brillante.
Bill se levantó sonriendo y también le estrechó la mano a Harry, quien se
sorprendió. Sabía que Bill trabajaba para Gringotts, el banco del mundo mágico, y que
había sido Premio Anual de Hogwarts, y siempre se lo había imaginado como una
versión crecida de Percy: quisquilloso en cuanto al incumplimiento de las normas e
inclinado a mandar a todo el mundo. Sin embargo, Bill era (no había otra palabra para
definirlo) guay: era alto, tenía el pelo largo y recogido en una coleta, llevaba un colmillo
de pendiente e iba vestido de manera apropiada para un concierto de rock, salvo por las
botas (que, según reconoció Harry, no eran de cuero sino de piel de dragón).
Antes de que ninguno de ellos pudiera añadir nada, se oyó un pequeño estallido y
el señor Weasley apareció de pronto al lado de George. Harry no lo había visto nunca
tan enfadado.
—¡No ha tenido ninguna gracia, Fred! ¿Qué demonios le diste a ese niño muggle?
—No le di nada —respondió Fred, con otra sonrisa maligna—. Sólo lo dejé caer...
Ha sido culpa suya: lo cogió y se lo comió. Yo no le dije que lo hiciera.
—¡Lo dejaste caer a propósito! —vociferó el señor Weasley—. Sabías que se lo
comería porque estaba a dieta...
—¿Cuánto le creció la lengua? —preguntó George, con mucho interés.
—Cuando sus padres me permitieron acortársela había alcanzado más de un metro
de largo.
Harry y los Weasley prorrumpieron de nuevo en una sonora carcajada.
—¡No tiene gracia! —gritó el señor Weasley—. ¡Ese tipo de comportamiento
enturbia muy seriamente las relaciones entre magos y muggles! Me paso la mitad de la
vida luchando contra los malos tratos a los muggles, y resulta que mis propios hijos...
—¡No se lo dimos porque fuera muggle! —respondió Fred, indignado.
—No. Se lo dimos porque es un asqueroso bravucón —explicó George—. ¿No es
verdad, Harry?
—Sí, lo es —contestó Harry seriamente.
—¡Ésa no es la cuestión! —repuso enfadado el señor Weasley—. Ya veréis cuando
se lo diga a vuestra madre.
—¿Cuando me digas qué? —preguntó una voz tras ellos.
La señora Weasley acababa de entrar en la cocina. Era bajita, rechoncha y tenía una
cara generalmente muy amable, aunque en aquellos momentos la sospecha le hacía
entornar los ojos.
—¡Ah, hola, Harry! —dijo sonriéndole al advertir que estaba allí. Luego volvió
bruscamente la mirada a su mando—. ¿Qué es lo que tienes que decirme?
El señor Weasley dudó. Harry se dio cuenta de que, a pesar de estar tan enfadado
con Fred y George, no había tenido verdadera intención de contarle a la señora Weasley
lo ocurrido. Se hizo un silencio mientras el señor Weasley observaba nervioso a su
mujer. Entonces aparecieron dos chicas en la puerta de la cocina, detrás de la señora
Weasley: una, de pelo castaño y espeso e incisivos bastante grandes, era Hermione
Granger, la amiga de Harry y Ron; la otra, menuda y pelirroja, era Ginny, la hermana
pequeña de Ron. Las dos sonrieron a Harry, y él les sonrió a su vez, lo que provocó que
Ginny se sonrojara: Harry le había gustado desde su primera visita a La Madriguera.
—¿Qué tienes que decirme, Arthur? —repitió la señora Weasley en un tono de voz
que daba miedo.
—Nada, Molly —farfulló el señor Weasley—. Fred y George sólo... He tenido
unas palabras con ellos...
—¿Qué han hecho esta vez? —preguntó la señora Weasley—. Si tiene que ver con
los «Sortilegios Weasley»...
—¿Por qué no le enseñas a Harry dónde va a dormir, Ron? —propuso Hermione
desde la puerta.
—Ya lo sabe —respondió Ron—. En mi habitación. Durmió allí la última...
—Podemos ir todos —dijo Hermione, con una significativa mirada.
—¡Ah! —exclamó Ron, cayendo en la cuenta—. De acuerdo.
—Sí, nosotros también vamos —dijo George.
—¡Vosotros os quedáis donde estáis! —gruñó la señora Weasley.
Harry y Ron salieron despacio de la cocina y, acompañados por Hermione y Ginny,
emprendieron el camino por el estrecho pasillo y subieron por la desvencijada escalera
que zigzagueaba hacia los pisos superiores.
—¿Qué es eso de los «Sortilegios Weasley»? —preguntó Harry mientras subían.
Ron y Ginny se rieron, pero Hermione no.
—Mi madre ha encontrado un montón de cupones de pedido cuando limpiaba la
habitación de Fred y George —explicó Ron en voz baja—. Largas listas de precios de
cosas que ellos han inventado. Artículos de broma, ya sabes: varitas falsas y caramelos
con truco, montones de cosas. Es estupendo: nunca me imaginé que hubieran estado
inventando todo eso...
—Hace mucho tiempo que escuchamos explosiones en su habitación, pero nunca
supusimos que estuvieran fabricando algo —dijo Ginny—. Creíamos que simplemente
les gustaba el ruido.
—Lo que pasa es que la mayor parte de los inventos... bueno, todos, en realidad...
son algo peligrosos y, ¿sabes?, pensaban venderlos en Hogwarts para sacar dinero. Mi
madre se ha puesto furiosa con ellos. Les ha prohibido seguir fabricando nada y ha
quemado todos los cupones de pedido... Además está enfadada con ellos porque no han
conseguido tan buenas notas como esperaba...
—Y también ha habido broncas porque mi madre quiere que entren en el
Ministerio de Magia como nuestro padre, y ellos le han dicho que lo único que quieren
es abrir una tienda de artículos de broma —añadió Ginny.
Entonces se abrió una puerta en el segundo rellano y asomó por ella una cara con
gafas de montura de hueso y expresión de enfado.
—Hola, Percy —saludó Harry.
—Ah, hola, Harry —contestó Percy—. Me preguntaba quién estaría armando tanto
jaleo. Intento trabajar, ¿sabéis? Tengo que terminar un informe para la oficina, y resulta
muy difícil concentrarse cuando la gente no para de subir y bajar la escalera haciendo
tanto ruido.
—No hacemos tanto ruido —replicó Ron, enfadado—. Estamos subiendo con paso
normal. Lamentamos haber entorpecido los asuntos reservados del Ministerio.
—¿En qué estás trabajando? —quiso saber Harry.
—Es un informe para el Departamento de Cooperación Mágica Internacional
—respondió Percy con aires de suficiencia—. Estamos intentando estandarizar el grosor
de los calderos. Algunos de los calderos importados son algo delgados, y el goteo se ha
incrementado en una proporción cercana al tres por ciento anual...
—Eso cambiará el mundo —intervino Ron—. Ese informe será un bombazo. Ya
me lo imagino en la primera página de El Profeta: «Calderos con agujeros.»
Percy se sonrojó ligeramente.
—Puede que te parezca una tontería, Ron —repuso acaloradamente—, pero si no se
aprueba una ley internacional bien podríamos encontrar el mercado inundado de
productos endebles y de culo demasiado delgado que pondrían seriamente en peligro...
—Sí, sí, de acuerdo —interrumpió Ron, y siguió subiendo.
Percy cerró la puerta de su habitación dando un portazo. Mientras Harry, Hermione
y Ginny seguían a Ron otros tres tramos, les llegaban ecos de gritos procedentes de la
cocina. El señor Weasley debía de haberle contado a su mujer lo de los caramelos.
La habitación donde dormía Ron en la buhardilla de la casa estaba casi igual que el
verano anterior: los mismos pósters del equipo de quidditch favorito de Ron, los
Chudley Cannons, que daban vueltas y saludaban con la mano desde las paredes y el
techo inclinado; y en la pecera del alféizar de la ventana, que antes contenía huevas de
rana, había una rana enorme. Ya no estaba Scabbers, la vieja rata de Ron, pero su lugar
lo ocupaba la pequeña lechuza gris que había llevado la carta de Ron a Privet Drive para
entregársela a Harry. Daba saltos en una jaulita y gorjeaba como loca.
—¡Cállate, Pig! —le dijo Ron, abriéndose paso entre dos de las cuatro camas que
apenas cabían en la habitación—. Fred y George duermen con nosotros porque Bill y
Charlie ocupan su cuarto —le explicó a Harry—. Percy se queda la habitación toda para
él porque tiene que trabajar.
—¿Por qué llamas Pig a la lechuza? —le preguntó —Harry a Ron.
—Porque es tonto —dijo Ginny—. Su verdadero nombre es Pigwidgeon.
—Sí, y ése no es un nombre tonto —contestó sarcásticamente Ron—. Ginny lo
bautizó. Le parece un nombre adorable. Yo intenté cambiarlo, pero era demasiado tarde:
ya no responde a ningún otro. Así que ahora se ha quedado con Pig. Tengo que tenerlo
aquí porque no gusta a Errol ni a Hermes. En realidad, a mí también me molesta.
Pigwidgeon revoloteaba veloz y alegremente por la jaula, gorjeando de forma
estridente. Harry conocía demasiado a Ron para tomar en serio sus palabras: siempre se
había quejado de su vieja rata Scabbers, pero cuando creyó que Crookshanks, el gato de
Hermione, se la había comido, se disgustó muchísimo.
—¿Dónde está Crookshanks? —preguntó Harry a Hermione.
—Fuera, en el jardín, supongo. Le gusta perseguir a los gnomos; nunca los había
visto.
—Entonces, ¿Percy está contento con el trabajo? —inquirió Harry, sentándose en
una de las camas y observando a los Chudley Cannons, que entraban y salían como
balas de los pósters colgados en el techo.
—¿Contento? —dijo Ron con desagrado—. Creo que no habría vuelto a casa si mi
padre no lo hubiera obligado. Está obsesionado. Pero no le menciones a su jefe. «Según
el señor Crouch... Como le iba diciendo al señor Crouch... El señor Crouch opina... El
señor Crouch me ha dicho...» Un día de éstos anunciarán su compromiso matrimonial.
—¿Has pasado un buen verano, Harry? —quiso saber Hermione—. ¿Recibiste
nuestros paquetes de comida y todo lo demás?
—Sí, muchas gracias —contestó Harry—. Esos pasteles me salvaron la vida.
—¿Y has tenido noticias de...? —comenzó Ron, pero se calló en respuesta a la
mirada de Hermione.
Harry se dio cuenta de que Ron quería preguntarle por Sirius. Ron y Hermione se
habían involucrado tanto en la fuga de Sirius que estaban casi tan preocupados por él
como Harry. Sin embargo, no era prudente hablar de él delante de Ginny. A excepción
de ellos y del profesor Dumbledore, nadie sabía cómo había escapado Sirius ni creía en
su inocencia.
—Creo que han dejado de discutir —dijo Hermione para disimular aquel instante
de apuro, porque Ginny miraba con curiosidad tan pronto a Ron como a Harry—. ¿Qué
tal si bajamos y ayudamos a vuestra madre con la cena?
—De acuerdo —aceptó Ron.
Los cuatro salieron de la habitación de Ron, bajaron la escalera y encontraron a la
señora Weasley sola en la cocina, con aspecto de enfado.
—Vamos a comer en el jardín —les dijo en cuanto entraron—. Aquí no cabemos
once personas. ¿Podríais sacar los platos, chicas? Bill y Charlie están colocando las
mesas. Vosotros dos, llevad los cubiertos —les dijo a Ron y a Harry. Con más fuerza de
la debida, apuntó con la varita a un montón de patatas que había en el fregadero, y éstas
salieron de sus mondas tan velozmente que fueron a dar en las paredes y el techo—.
¡Dios mío! —exclamó, apuntando con la varita al recogedor, que saltó de su lugar y
empezó a moverse por el suelo recogiendo las patatas—. ¡Esos dos! —estalló de pronto,
mientras sacaba cazuelas del armario. Harry comprendió que se refería a Fred y a
George—. No sé qué va a ser de ellos, de verdad que no lo sé. No tienen ninguna
ambición, a menos que se considere ambición dar tantos problemas como pueden.
Depositó ruidosamente en la mesa de la cocina una cazuela grande de cobre y
comenzó a dar vueltas a la varita dentro de la cazuela. De la punta salía una salsa
cremosa conforme iba removiendo.
—No es que no tengan cerebro —prosiguió irritada, mientras llevaba la cazuela a la
cocina y encendía el fuego con otro toque de la varita—, pero lo desperdician, y si no
cambian pronto, se van a ver metidos en problemas de verdad. He recibido más lechuzas
de Hogwarts por causa de ellos que de todos los demás juntos. Si continúan así
terminarán en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia.
La señora Weasley tocó con la varita el cajón de los cubiertos, que se abrió de
golpe. Harry y Ron se quitaron de en medio de un salto cuando algunos de los cuchillos
salieron del cajón, atravesaron volando la cocina y se pusieron a cortar las patatas que el
recogedor acababa de devolver al fregadero.
—No sé en qué nos equivocamos con ellos —dijo la señora Weasley posando la
varita y sacando más cazuelas—. Llevamos años así, una cosa detrás de otra, y no hay
manera de que entiendan... ¡OH, NO, OTRA VEZ!
Al coger la varita de la mesa, ésta lanzó un fuerte chillido y se convirtió en un ratón
de goma gigante.
—¡Otra de sus varitas falsas! —gritó—. ¿Cuántas veces les he dicho a esos dos que
no las dejen por ahí?
Cogió su varita auténtica, y al darse la vuelta descubrió que la salsa humeaba en el
fuego.
—Vamos —le dijo Ron a Harry apresuradamente, cogiendo un puñado de
cubiertos del cajón—. Vamos a echarles una mano a Bill y a Charlie.
Dejaron sola a la señora Weasley y salieron al patio por la puerta de atrás.
Apenas habían dado unos pasos cuando Crookshanks, el gato color canela y
patizambo de Hermione, salió del jardín a toda velocidad con su cola de cepillo enhiesta
y persiguiendo lo que parecía una patata con piernas llenas de barro. Harry recordó que
aquello era un gnomo. Con su palmo de altura, golpeaba en el suelo con los pies como
los palillos en un tambor mientras corría a través del patio, y se zambulló de cabeza en
una de las botas de goma que había junto a la puerta. Harry oyó al gnomo riéndose a
mandíbula batiente mientras Crookshanks metía la pata en la bota intentando atraparlo.
Al mismo tiempo, desde el otro lado de la casa llegó un ruido como de choque.
Comprendieron qué era lo que había causado el ruido cuando entraron en el jardín y
vieron que Bill y Charlie blandían las varitas haciendo que dos mesas viejas y
destartaladas volaran a gran altura por encima del césped, chocando una contra otra e
intentando hacerse retroceder mutuamente. Fred y George gritaban entusiasmados,
Ginny se reía y Hermione rondaba por el seto, aparentemente dividida entre la diversión
y la preocupación.
La mesa de Bill se estrelló contra la de Charlie con un enorme estruendo y le
rompió una de las patas. Se oyó entonces un traqueteo, y, al mirar todos hacia arriba,
vieron a Percy asomando la cabeza por la ventana del segundo piso.
—¿Queréis hacer menos ruido? —gritó.
—Lo siento, Percy —se disculpó Bill con una risita—. ¿Cómo van los culos de los
calderos?
—Muy mal —respondió Percy malhumorado, y volvió a cerrar la ventana dando un
golpe. Riéndose por lo bajo, Bill y Charlie posaron las mesas en el césped, una pegada a
la otra, y luego, con un toquecito de la varita mágica, Bill volvió a pegar la pata rota e
hizo aparecer por arte de magia unos manteles.
A las siete de la tarde, las dos mesas crujían bajo el peso de un sinfín de platos que
contenían la excelente comida de la señora Weasley, y los nueve Weasley, Harry y
Hermione tomaban asiento para cenar bajo el cielo claro, de un azul intenso. Para
alguien que había estado alimentándose todo el verano de tartas cada vez más pasadas,
aquello era un paraíso, y al principio Harry escuchó más que habló mientras se servía
empanada de pollo con jamón, patatas cocidas y ensalada.
Al otro extremo de la mesa, Percy ponía a su padre al corriente de todo lo relativo a
su informe sobre el grosor de los calderos.
—Le he dicho al señor Crouch que lo tendrá listo el martes —explicaba Percy
dándose aires—. Eso es algo antes de lo que él mismo esperaba, pero me gusta hacer las
cosas aún mejor de lo que se espera de mí. Creo que me agradecerá que haya terminado
antes de tiempo. Quiero decir que, como ahora hay tanto que hacer en nuestro
departamento con todos los preparativos para los Mundiales, y la verdad es que no
contamos con el apoyo que necesitaríamos del Departamento de Deportes y Juegos
Mágicos... Ludo Bagman...
—Ludo me cae muy bien —dijo el señor Weasley en un tono afable—. Es el que
nos ha conseguido las entradas para la Copa. Yo le hice un pequeño favor: su hermano,
Otto, se vio metido en un aprieto a causa de una segadora con poderes sobrenaturales, y
arreglé todo el asunto...
—Desde luego, Bagman es una persona muy agradable —repuso Percy
desdeñosamente—, pero no entiendo cómo pudo llegar a director de departamento.
¡Cuando lo comparo con el señor Crouch...! Desde luego, si se perdiera un miembro de
nuestro departamento, el señor Crouch intentaría averiguar qué ha sucedido. ¿Sabes que
Bertha Jorkins lleva desaparecida ya más de un mes? Se fue a Albania de vacaciones y
no ha vuelto...
—Sí, le he preguntado a Ludo —dijo el señor Weasley, frunciendo el entrecejo—.
Dice que Bertha se ha perdido ya un montón de veces. Aunque, si fuera alguien de mi
departamento, me preocuparía...
—Por supuesto, Bertha es un caso perdido —siguió Percy—. Creo que se la han
estado pasando de un departamento a otro durante años: da más problemas de los que
resuelve. Pero, aun así, Ludo debería intentar encontrarla. El señor Crouch se ha
interesado personalmente... Ya sabes que ella trabajó en otro tiempo en nuestro
departamento, y creo que el señor Crouch le tiene estima. Pero Bagman no hace más
que reírse y decir que ella seguramente interpretó mal el mapa y llegó hasta Australia en
vez de Albania. En fin —Percy lanzó un impresionante suspiro y bebió un largo trago
de vino de saúco—, tenemos ya bastantes problemas en el Departamento de
Cooperación Mágica Internacional para que intentemos encontrar al personal de otros
departamentos. Como sabes, hemos de organizar otro gran evento después de los
Mundiales. —Se aclaró la garganta como para llamar la atención de todos, y miró al
otro extremo de la mesa, donde estaban sentados Harry, Ron y Hermione, antes de
continuar—: Ya sabes de qué hablo, papá —levantó ligeramente la voz—: el asunto
ultrasecreto.
Ron puso cara de resignación y les susurró a Harry y a Hermione:
—Ha estado intentando que le preguntemos de qué se trata desde que empezó a
trabajar. Seguramente es una exposición de calderos de culo delgado.
En el medio de la mesa, la señora Weasley discutía con Bill a propósito de su
pendiente, que parecía ser una adquisición reciente.
—... con ese colmillazo horroroso ahí colgando... Pero ¿qué dicen en el banco?
—Mamá, en el banco a nadie le importa un comino lo que me ponga mientras
ganen dinero conmigo —explicó Bill con paciencia.
—Y tu pelo da risa, cielo —dijo la señora Weasley, acariciando su varita—. Si me
dejaras darle un corte...
—A mí me gusta —declaró Ginny, que estaba sentada al lado de Bill—. Tú estás
muy anticuada, mamá. Además, no tienes más que mirar el pelo del profesor
Dumbledore...
Junto a la señora Weasley, Fred, George y Charlie hablaban animadamente sobre
los Mundiales.
—Va a ganar Irlanda —pronosticó Charlie con la boca llena de patata—. En las
semifinales le dieron una paliza a Perú.
—Ya, pero Bulgaria tiene a Viktor Krum —repuso Fred.
—Krum es un buen jugador, pero Irlanda tiene siete estupendos jugadores
—sentenció Charlie—. Ojalá Inglaterra hubiera pasado a la final. Fue vergonzoso, eso
es lo que fue.
—¿Qué ocurrió? —preguntó interesado Harry, lamentando más que nunca su
aislamiento del mundo mágico mientras estaba en Privet Drive. Harry era un apasionado
del quidditch. Jugaba de buscador en el equipo de Gryffindor desde el primer curso, y
tenía una Saeta de Fuego, una de las mejores escobas de carreras del mundo.
—Fue derrotada por Transilvania, por trescientos noventa a diez —repuso Charlie
con tristeza—. Una actuación terrorífica. Y Gales perdió frente a Uganda, y Escocia fue
vapuleada por Luxemburgo.
Antes de que tomaran el postre, helado casero de fresas, el señor Weasley hizo
aparecer mediante un conjuro unas velas para alumbrar el jardín, que se estaba
quedando a oscuras, y para cuando terminaron, las polillas revoloteaban sobre la mesa y
el aire templado olía a césped y a madreselva. Harry había comido maravillosamente y
se sentía en paz con el mundo mientras contemplaba a los gnomos que saltaban entre los
rosales, riendo como locos y corriendo delante de Crookshanks.
Ron observó con atención al resto de su familia para asegurarse de que estaban
todos distraídos hablando y le preguntó a Harry en voz muy baja:
—¿Has tenido últimamente noticias de Sirius?
Hermione vigilaba a los demás mientras no se perdía palabra.
—Sí —dijo Harry también en voz baja—, dos veces. Parece que está muy bien.
Anteayer le escribí. Es probable que envíe la contestación mientras estamos aquí.
Recordó de pronto el motivo por el que había escrito a Sirius y, por un instante,
estuvo a punto de contarles a Ron y a Hermione que la cicatriz le había vuelto a doler y
el sueño que había tenido... pero no quiso preocuparlos precisamente en aquel momento
en que él mismo se sentía tan tranquilo y feliz.
—Mirad qué hora es —dijo de pronto la señora Weasley, consultando su reloj de
pulsera—. Ya tendríais que estar todos en la cama, porque mañana os tendréis que
levantar con el alba para llegar a la Copa. Harry, si me dejas la lista de la escuela, te
puedo comprar las cosas mañana en el callejón Diagon. Voy a comprar las de todos los
demás porque a lo mejor no queda tiempo después de la Copa. La última vez el partido
duró cinco días.
—¡Jo! ¡Espero que esta vez sea igual! —dijo Harry entusiasmado.
—Bueno, pues yo no —replicó Percy en tono moralista—. Me horroriza pensar
cómo estaría mi bandeja de asuntos pendientes si faltara cinco días del trabajo.
—Desde luego, alguien podría volver a ponerte una caca de dragón, ¿eh, Percy?
—dijo Fred.
—¡Era una muestra de fertilizante proveniente de Noruega! —respondió Percy,
poniéndose muy colorado—. ¡No era nada personal!
—Sí que lo era —le susurró Fred a Harry, cuando se levantaban de la mesa—. Se la
enviamos nosotros.

4 Retorno a La Madriguera

A las doce del día siguiente, el baúl de Harry ya estaba lleno de sus cosas del colegio y
de sus posesiones más apreciadas: la capa invisible heredada de su padre, la escoba
voladora que le había regalado Sirius y el mapa encantado de Hogwarts que le habían
dado Fred y George el curso anterior. Había vaciado de todo comestible el espacio
oculto debajo de la tabla suelta de su habitación y repasado dos veces hasta el último
rincón de su dormitorio para no dejarse olvidados ninguna pluma ni ningún libro de
embrujos, y había despegado de la pared el calendario en que marcaba los días que
faltaban para el 1 de septiembre, el día de la vuelta a Hogwarts.
El ambiente en el número 4 de Privet Drive estaba muy tenso. La inminente llegada
a la casa de un grupo de brujos ponía nerviosos e irritables a los Dursley. Tío Vernon se
asustó mucho cuando Harry le informó de que los Weasley llegarían al día siguiente a
las cinco en punto.
—Espero que le hayas dicho a esa gente que se vista adecuadamente —gruñó de
inmediato—. He visto cómo van. Deberían tener la decencia de ponerse ropa normal.
Harry tuvo un presentimiento que le preocupó. Muy raramente había visto a los
padres de Ron vistiendo algo que los Dursley pudieran calificar de «normal». Los hijos
a veces se ponían ropa muggle durante las vacaciones, pero los padres llevaban
generalmente túnicas largas en diversos estados de deterioro. A Harry no le inquietaba
lo que pensaran los vecinos, pero sí lo desagradables que podían resultar los Dursley
con los Weasley si aparecían con el aspecto que aquéllos reprobaban en los brujos.
Tío Vernon se había puesto su mejor traje. Alguien podría interpretarlo como un
gesto de bienvenida, pero Harry sabía que lo había hecho para impresionar e intimidar.
Dudley, por otro lado, parecía algo disminuido, lo cual no se debía a que su dieta
estuviera por fin dando resultado, sino al pánico. La última vez que Dudley se había
encontrado con un mago adulto salió ganando una cola de cerdo que le sobresalía de los
pantalones, y tía Petunia y tío Vernon tuvieron que llevarlo a un hospital privado de
Londres para que se la extirparan. Por eso no era sorprendente que Dudley se pasara
todo el tiempo restregándose la mano nerviosamente por la rabadilla y caminando de
una habitación a otra como los cangrejos, con la idea de no presentar al enemigo el
mismo objetivo.
La comida (queso fresco y apio rallado) transcurrió casi en total silencio. Dudley ni
siquiera protestó por ella. Tía Petunia no probó bocado. Tenía los brazos cruzados, los
labios fruncidos, y se mordía la lengua como masticando la furiosa reprimenda que
hubiera querido echarle a Harry.
—Vendrán en coche, espero —dijo a voces tío Vernon desde el otro lado de la
mesa.
—Ehhh... —Harry no supo qué contestar.
La verdad era que no había pensado en aquel detalle. ¿Cómo irían a buscarlo los
Weasley? Ya no tenían coche, porque el viejo Ford Anglia que habían poseído corría
libre y salvaje por el bosque prohibido de Hogwarts. Sin embargo, el año anterior el
Ministerio de Magia le había prestado un coche al señor Weasley. ¿Haría lo mismo en
aquella ocasión?
—Creo que sí —respondió al final.
El bigote de tío Vernon se alborotó con su resoplido. Normalmente hubiera
preguntado qué coche tenía el señor Weasley, porque solía juzgar a los demás hombres
por el tamaño y precio de su automóvil. Pero, en opinión de Harry, a tío Vernon no le
gustaría el señor Weasley aunque tuviera un Ferrari.
Harry pasó la mayor parte de la tarde en su habitación. No podía soportar la visión
de tía Petunia escudriñando a través de los visillos cada pocos segundos como si
hubieran avisado que andaba suelto un rinoceronte. A las cinco menos cuarto Harry
volvió a bajar y entró en la sala. Tía Petunia colocaba y recolocaba los cojines de
manera compulsiva. Tío Vernon hacía como que leía el periódico, pero no movía los
minúsculos ojos, y Harry supuso que en realidad escuchaba con total atención por si oía
el ruido de un coche. Dudley estaba hundido en un sillón, con las manos de cerdito
puestas debajo de él y agarrándose firmemente la rabadilla. Incapaz de aguantar la
tensión que había en el ambiente, Harry salió de la habitación y se fue al recibidor, a
sentarse en la escalera, con los ojos fijos en el reloj y el corazón latiéndole muy rápido
por la emoción y los nervios.
Pero llegaron las cinco en punto... y pasaron. Tío Vernon, sudando ligeramente
dentro de su traje, abrió la puerta de la calle, escudriñó a un lado y a otro, y volvió a
meter la cabeza en la casa.
—¡Se retrasan! —le gruñó a Harry.
—Ya lo sé —murmuró Harry—. A lo mejor hay problemas de tráfico, yo qué sé.
Las cinco y diez... las cinco y cuarto... Harry ya empezaba a preocuparse. A las
cinco y media oyó a tío Vernon y a tía Petunia rezongando en la sala de estar.
—No tienen consideración.
—Podríamos haber tenido un compromiso.
—Tal vez creen que llegando tarde los invitaremos a cenar.
—Ni soñarlo —dijo tío Vernon. Harry lo oyó ponerse en pie y caminar
nerviosamente por la sala—. Recogerán al chico y se irán. No se entretendrán. Eso... si
es que vienen. A lo mejor se han confundido de día. Me atrevería a decir que la gente de
su clase no le da mucha importancia a la puntualidad. O bien es que en vez de coche
tienen una cafetera que se les ha avena... ¡Ahhhhhhhhhhhhh!
Harry pegó un salto. Del otro lado de la puerta de la sala le llegó el ruido que
hacían los Dursley moviéndose aterrorizados y descontroladamente por la sala. Un
instante después, Dudley entró en el recibidor como una bala, completamente lívido.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry—. ¿Qué ocurre? Pero Dudley parecía incapaz de
hablar y, con movimientos de pato y agarrándose todavía las nalgas con las manos,
entró en la cocina. En el interior de la chimenea de los Dursley, que tenía empotrada una
estufa eléctrica que simulaba un falso fuego, se oían golpes y rasguños.
—¿Qué es eso? —preguntó jadeando tía Petunia, que había retrocedido hacia la
pared y miraba aterrorizada la estufa—. ¿Qué es, Vernon?
La duda sólo duró un segundo. Desde dentro de la chimenea cegada se podían oír
voces.
—¡Ay! No, Fred... Vuelve, vuelve. Ha habido algún error. Dile a George que no...
¡Ay! No, George, no hay espacio. Regresa enseguida y dile a Ron...
—A lo mejor Harry nos puede oír, papá... A lo mejor puede ayudarnos a salir...
Se oyó golpear fuerte con los puños al otro lado de la estufa.
—¡Harry! Harry, ¿nos oyes?
Los Dursley rodearon a Harry como un par de lobos hambrientos.
—¿Qué es eso? —gruñó tío Vernon—. ¿Qué pasa?
—Han... han intentado llegar con polvos flu —explicó Harry, conteniendo unas
ganas locas de reírse—. Pueden viajar de una chimenea a otra... pero no se imaginaban
que la chimenea estaría obstruida. Un momento...
Se acercó a la chimenea y gritó a través de las tablas:
—¡Señor Weasley! ¿Me oye?
El martilleo cesó. Alguien, dentro de la chimenea, chistó: «¡Shh!»
—¡Soy Harry, señor Weasley. ..! La chimenea está cegada. No podrán entrar por
aquí.
—¡Maldita sea! —dijo la voz del señor Weasley—. ¿Para qué diablos taparon la
chimenea?
—Tienen una estufa eléctrica —explicó Harry.
—¿De verdad? —preguntó emocionado el señor Weasley—. ¿Has dicho ecléctica?
¿Con enchufe? ¡Santo Dios! ¡Eso tengo que verlo...! Pensemos... ¡Ah, Ron!
La voz de Ron se unió a la de los otros.
—¿Qué hacemos aquí? ¿Algo ha ido mal?
—No, Ron, qué va —dijo sarcásticamente la voz de Fred—. Éste es exactamente el
sitio al que queríamos venir.
—Sí, nos lo estamos pasando en grande —añadió George, cuya voz sonaba
ahogada, como si lo estuvieran aplastando contra la pared.
—Muchachos, muchachos... —dijo vagamente el señor Weasley—. Estoy
intentando pensar qué podemos hacer... Sí... el único modo... Harry, échate atrás.
Harry se retiró hasta el sofá, pero tío Vernon dio un paso hacia delante.
—¡Esperen un momento! —bramó en dirección a la chimenea—. ¿Qué es lo que
pretenden...?
¡BUM!
La estufa eléctrica salió disparada hasta el otro extremo de la sala cuando todas las
tablas que tapaban la chimenea saltaron de golpe y expulsaron al señor Weasley, Fred,
George y Ron entre una nube de escombros y gravilla suelta. Tía Petunia dio un grito y
cayó de espaldas sobre la mesita del café. Tío Vernon la cogió antes de que pegara
contra el suelo, y se quedó con la boca abierta, sin habla, mirando a los Weasley, todos
con el pelo de color rojo vivo, incluyendo a Fred y George, que eran idénticos hasta el
último detalle.
—Así está mejor —dijo el señor Weasley, jadeante, sacudiéndose el polvo de la
larga túnica verde y colocándose bien las gafas—. ¡Ah, ustedes deben de ser los tíos de
Harry!
Alto, delgado y calvo, se dirigió hacia tío Vernon con la mano tendida, pero tío
Vernon retrocedió unos pasos para alejarse de él, arrastrando a tía Petunia e incapaz de
pronunciar una palabra. Tenía su mejor traje cubierto de polvo blanco, así como el
cabello y el bigote, lo que lo hacía parecer treinta años más viejo.
—Eh... bueno... disculpe todo esto —dijo el señor Weasley, bajando la mano y
observando por encima del hombro el estropicio de la chimenea—. Ha sido culpa mía:
no se me ocurrió que podía estar cegada. Hice que conectaran su chimenea a la Red Flu,
¿sabe? Sólo por esta tarde, para que pudiéramos recoger a Harry. Se supone que las
chimeneas de los muggles no deben conectarse... pero tengo un conocido en el Equipo
de Regulación de la Red Flu que me ha hecho el favor. Puedo dejarlo como estaba en un
segundo, no se preocupe. Encenderé un fuego para que regresen los muchachos, y
repararé su chimenea antes de desaparecer yo mismo.
Harry sabía que los Dursley no habían entendido ni una palabra. Seguían mirando
al señor Weasley con la boca abierta, estupefactos. Con dificultad, tía Petunia se alzó y
se ocultó detrás de tío Vernon.
—¡Hola, Harry! —saludó alegremente el señor Weasley—. ¿Tienes listo el baúl?
—Arriba, en la habitación —respondió Harry, devolviéndole la sonrisa.
—Vamos por él —dijo Fred de inmediato. Él y George salieron de la sala
guiñándole un ojo a Harry. Sabían dónde estaba su habitación porque en una ocasión lo
habían ayudado a fugarse de ella en plena noche. A Harry le dio la impresión de que
Fred y George esperaban echarle un vistazo a Dudley, porque les había hablado mucho
de él.
—Bueno —dijo el señor Weasley, balanceando un poco los brazos mientras trataba
de encontrar palabras con las que romper el incómodo silencio—. Tie... tienen ustedes
una casa muy agradable.
Como la sala habitualmente inmaculada se hallaba ahora cubierta de polvo y trozos
de ladrillo, este comentario no agradó demasiado a los Dursley. El rostro de tío Vernon
se tiñó otra vez de rojo, y tía Petunia volvió a quedarse boquiabierta. Pero tanto uno
como otro estaban demasiado asustados para decir nada.
El señor Weasley miró a su alrededor. Le fascinaba todo lo relacionado con los
muggles. Harry lo notó impaciente por ir a examinar la televisión y el vídeo.
—Funcionan por eclectricidad, ¿verdad? —dijo en tono de entendido—. ¡Ah, sí, ya
veo los enchufes! Yo colecciono enchufes —añadió dirigiéndose a tío Vernon—. Y
pilas. Tengo una buena colección de pilas. Mi mujer cree que estoy chiflado, pero ya ve.
Era evidente que tío Vernon era de la misma opinión que la señora Weasley. Se
movió ligeramente hacia la derecha para ponerse delante de tía Petunia, como si pensara
que el señor Weasley podía atacarlos de un momento a otro.
Dudley apareció de repente en la sala. Harry oyó el golpeteo del baúl en los
peldaños y comprendió que el ruido había hecho salir a Dudley de la cocina. Fue
caminando pegado a la pared, vigilando al señor Weasley con ojos desorbitados, e
intentó ocultarse detrás de sus padres. Por desgracia, las dimensiones de tío Vernon, que
bastaban para ocultar a la delgada tía Petunia, de ninguna manera podían hacer lo
mismo con Dudley.
—¡Ah, éste es tu primo!, ¿no, Harry? —dijo el señor Weasley, tratando de entablar
conversación.
—Sí —dijo Harry—, es Dudley.
Él y Ron se miraron y luego apartaron rápidamente la vista. La tentación de echarse
a reír fue casi irresistible. Dudley seguía agarrándose el trasero como si tuviera miedo
de que se le cayera. El señor Weasley, en cambio, parecía sinceramente preocupado por
el peculiar comportamiento de Dudley. Por el tono de voz que empleó al volver a
hablar, Harry comprendió que el señor Weasley suponía a Dudley tan mal de la cabeza
como los Dursley lo suponían a él, con la diferencia de que el señor Weasley sentía
hacia el muchacho más conmiseración que miedo.
—¿Estás pasando unas buenas vacaciones, Dudley? —preguntó cortésmente.
Dudley gimoteó. Harry vio que se agarraba aún con más fuerza el enorme trasero.
Fred y George regresaron a la sala, transportando el baúl escolar de Harry. Miraron
a su alrededor en el momento en que entraron y distinguieron a Dudley. Se les iluminó
la cara con idéntica y maligna sonrisa.
—¡Ah, bien! —dijo el señor Weasley—. Será mejor darse prisa.
Se remangó la túnica y sacó la varita. Harry vio a los Dursley echarse atrás contra
la pared, como si fueran uno solo.
—¡Incendio! —exclamó el señor Weasley, apuntando con su varita al orificio que
había en la pared.
De inmediato apareció una hoguera que crepitó como si llevara horas encendida. El
señor Weasley se sacó del bolsillo un saquito, lo desanudó, cogió un pellizco de polvos
de dentro y lo echó a las llamas, que adquirieron un color verde esmeralda y llegaron
más alto que antes.
—Tú primero, Fred —indicó el señor Weasley.
—Voy —dijo Fred—. ¡Oh, no! Esperad...
A Fred se le cayó del bolsillo una bolsa de caramelos, y su contenido rodó en todas
direcciones: grandes caramelos con envoltorios de vivos colores.
Fred los recogió a toda prisa y los metió de nuevo en los bolsillos; luego se
despidió de los Dursley con un gesto de la mano y avanzó hacia el fuego diciendo: «¡La
Madriguera!» Tía Petunia profirió un leve grito de horror. Se oyó una especie de rugido
en la hoguera, y Fred desapareció.
—Ahora tú, George —dijo el señor Weasley—. Con el baúl.
Harry ayudó a George a llevar el baúl hasta la hoguera, y lo puso de pie para que
pudiera sujetarlo mejor. Luego, gritó «¡La Madriguera!», se volvió a oír el rugido de las
llamas y George desapareció a su vez.
—Te toca, Ron —indicó el señor Weasley.
—Hasta luego —se despidió alegremente Ron. Tras dirigirle a Harry una amplia
sonrisa, entró en la hoguera, gritó «¡La Madriguera!» y desapareció.
Ya sólo quedaban Harry y el señor Weasley.
—Bueno... Pues adiós —les dijo Harry a los Dursley.
Pero ellos no respondieron. Harry avanzó hacia el fuego; pero, justo cuando llegaba
ante él, el señor Weasley lo sujetó con una mano. Observaba atónito a los Dursley.
—Harry les ha dicho adiós —dijo—. ¿No lo han oído?
—No tiene importancia —le susurró Harry al señor Weasley—. De verdad, me da
igual.
Pero el señor Weasley no le quitó la mano del hombro.
—No va a ver a su sobrino hasta el próximo verano —dijo indignado a tío
Vernon—. ¿No piensa despedirse de él?
El rostro de tío Vernon expresó su ira. La idea de que un hombre que había armado
aquel estropicio en su sala de estar le enseñara modales era insoportable. Pero el señor
Weasley seguía teniendo la varita en la mano, y tío Vernon clavó en ella sus diminutos
ojos antes de contestar con tono de odio:
—Adiós.
—Hasta luego —respondió Harry, introduciendo un pie en la hoguera de color
verde, que resultaba de una agradable tibieza. Pero en aquel momento oyó detrás de él
un horrible sonido como de arcadas y a tía Petunia que se ponía a gritar.
Harry se dio la vuelta. Dudley ya no trataba de ocultarse detrás de sus padres, sino
que estaba arrodillado junto a la mesita del café, resoplando y dando arcadas ante una
cosa roja y delgada de treinta centímetros de largo que le salía de la boca. Tras un
instante de perplejidad, Harry comprendió que aquella cosa era la lengua de Dudley... y
vio que delante de él, en el suelo, había un envoltorio de colores brillantes.
Tía Petunia se lanzó al suelo, al lado de Dudley, agarró el extremo de su larga
lengua y trató de arrancársela; como es lógico, Dudley gritó y farfulló más que antes,
intentando que ella desistiera. Tío Vernon daba voces y agitaba los brazos, y el señor
Weasley no tuvo más remedio que gritar para hacerse oír.
—¡No se preocupen, puedo arreglarlo! —chilló, avanzando hacia Dudley con la
mano tendida.
Pero tía Petunia gritó aún más y se arrojó sobre Dudley para servirle de escudo.
—¡No se pongan así! —dijo el señor Weasley, desesperado—. Es un proceso muy
simple. Era el caramelo. Mi hijo Fred... es un bromista redomado. Pero no es más que
un encantamiento aumentador... o al menos eso creo. Déjenme, puedo deshacerlo...
Pero, lejos de tranquilizarse, los Dursley estaban cada vez más aterrorizados: tía
Petunia sollozaba como una histérica y tiraba de la lengua de Dudley dispuesta a
arrancársela; Dudley parecía estar ahogándose bajo la doble presión de su madre y de su
lengua; y tío Vernon, que había perdido completamente el control de sí mismo, cogió
una figura de porcelana del aparador y se la tiró al señor Weasley con todas sus fuerzas.
Éste se agachó, y la figura de porcelana fue a estrellarse contra la descompuesta
chimenea.
—¡Vaya! —exclamó el señor Weasley, enfadado y blandiendo la varita—. ¡Yo
sólo trataba de ayudar!
Aullando como un hipopótamo herido, tío Vernon agarró otra pieza de adorno.
—¡Vete, Harry! ¡Vete ya! —gritó el señor Weasley, apuntando con la varita a tío
Vernon—. ¡Yo lo arreglaré!
Harry no quería perderse la diversión, pero un segundo adorno le pasó rozando la
oreja izquierda, y decidió que sería mejor dejar que el señor Weasley resolviera la
situación. Entró en el fuego dando un paso, sin dejar de mirar por encima del hombro
mientras decía «¡La Madriguera!». Lo último que alcanzó a ver en la sala de estar fue
cómo el señor Weasley esquivaba con la varita el tercer adorno que le arrojaba tío
Vernon mientras tía Petunia chillaba y cubría con su cuerpo a Dudley, cuya lengua,
como una serpiente pitón larga y delgada, se le salía de la boca. Un instante después,
Harry giraba muy rápido, y la sala de estar de los Dursley se perdió de vista entre el
estrépito de llamas de color esmeralda.

3 La invitación

Los tres Dursley ya se encontraban sentados a la mesa cuando Harry llegó a la cocina.
Ninguno de ellos levantó la vista cuando él entró y se sentó. El rostro de tío Vernon,
grande y colorado, estaba oculto detrás de un periódico sensacionalista, y tía Petunia
cortaba en cuatro trozos un pomelo, con los labios fruncidos contra sus dientes de
conejo.
Dudley parecía furioso, y daba la sensación de que ocupaba más espacio del
habitual, que ya es decir, porque él siempre abarcaba un lado entero de la mesa
cuadrada. Cuando tía Petunia le puso en el plato uno de los trozos de pomelo sin azúcar
con un temeroso «Aquí tienes, Dudley, cariñín», él la miró ceñudo. Su vida se había
vuelto bastante más desagradable desde que había llegado con el informe escolar de fin
de curso.
Como de costumbre, tío Vernon y tía Petunia habían logrado encontrar disculpas
para las malas notas de su hijo: tía Petunia insistía siempre en que Dudley era un
muchacho de gran talento incomprendido por sus profesores, en tanto que tío Vernon
aseguraba que no quería «tener por hijo a uno de esos mariquitas empollones».
Tampoco dieron mucha importancia a las acusaciones de que su hijo tenía un
comportamiento violento. («¡Es un niño un poco inquieto, pero no le haría daño a una
mosca!», dijo tía Petunia con lágrimas en los ojos.)
Pero al final del informe había unos bien medidos comentarios de la enfermera del
colegio que ni siquiera tío Vernon y tía Petunia pudieron soslayar. Daba igual que tía
Petunia lloriqueara diciendo que Dudley era de complexión recia, que su peso era en
realidad el propio de un niñito saludable, y que estaba en edad de crecer y necesitaba
comer bien: el caso era que los que suministraban los uniformes ya no tenían pantalones
de su tamaño. La enfermera del colegio había visto lo que los ojos de tía Petunia (tan
agudos cuando se trataba de descubrir marcas de dedos en las brillantes paredes de su
casa o de espiar las idas y venidas de los vecinos) sencillamente se negaban a ver: que,
muy lejos de necesitar un refuerzo nutritivo, Dudley había alcanzado ya el tamaño y
peso de una ballena asesina joven.
Y de esa manera, después de muchas rabietas y discusiones que hicieron temblar el
suelo del dormitorio de Harry y de muchas lágrimas derramadas por tía Petunia, dio
comienzo el nuevo régimen de comidas. Habían pegado a la puerta del frigorífico la
dieta enviada por la enfermera del colegio Smeltings, y el frigorífico mismo había sido
vaciado de las cosas favoritas de Dudley (bebidas gaseosas, pasteles, tabletas de
chocolate y hamburguesas) y llenado en su lugar con fruta y verdura y todo aquello que
tío Vernon llamaba «comida de conejo». Para que Dudley no lo llevara tan mal, tía
Petunia había insistido en que toda la familia siguiera el régimen. En aquel momento le
sirvió su trozo de pomelo a Harry, quien notó que era mucho más pequeño que el de
Dudley. A juzgar por las apariencias, tía Petunia pensaba que la mejor manera de
levantar la moral a Dudley era asegurarse de que, por lo menos, podía comer más que
Harry.
Pero tía Petunia no sabía lo que se ocultaba bajo la tabla suelta del piso de arriba.
No tenía ni idea de que Harry no estaba siguiendo el régimen. En cuanto éste se había
enterado de que tenía que pasar el verano alimentándose de tiras de zanahoria, había
enviado a Hedwig a casa de sus amigos pidiéndoles socorro, y ellos habían cumplido
maravillosamente: Hedwig había vuelto de casa de Hermione con una caja grande llena
de cosas sin azúcar para picar (los padres de Hermione eran dentistas); Hagrid, el
guardabosque de Hogwarts, le había enviado una bolsa llena de bollos de frutos secos
hechos por él (Harry ni siquiera los había tocado: ya había experimentado las dotes
culinarias de Hagrid); en cuanto a la señora Weasley, le había enviado a la lechuza de la
familia, Errol, con un enorme pastel de frutas y pastas variadas. El pobre Errol, que era
viejo y débil, tardó cinco días en recuperarse del viaje. Y luego, el día de su cumpleaños
(que los Dursley habían pasado olímpicamente por alto), había recibido cuatro tartas
estupendas enviadas por Ron, Hermione, Hagrid y Sirius. Todavía le quedaban dos, y
por eso, impaciente por tomarse un desayuno de verdad cuando volviera a su habitación,
empezó a comerse el pomelo sin una queja.
Tío Vernon dejó el periódico a un lado con un resoplido de disgusto y observó su
trozo de pomelo.
—¿Esto es el desayuno? —preguntó de mal humor a tía Petunia.
Ella le dirigió una severa mirada y luego asintió con la cabeza, mirando de forma
harto significativa a Dudley, que había terminado ya su parte de pomelo y observaba el
de Harry con una expresión muy amarga en sus pequeños ojos de cerdito.
Tío Vernon lanzó un intenso suspiro que le alborotó el poblado bigote y cogió la
cuchara.
Llamaron al timbre de la puerta. Tío Vernon se levantó con mucho esfuerzo y fue
al recibidor. Veloz como un rayo, mientras su madre preparaba el té, Dudley le robó a
su padre lo que le quedaba de pomelo.
Harry oyó un murmullo en la entrada, a alguien riéndose y a tío Vernon
respondiendo de manera cortante. Luego se cerró la puerta y oyó rasgar un papel en el
recibidor.
Tía Petunia posó la tetera en la mesa y miró a su alrededor preguntándose dónde se
había metido tío Vernon. No tardó en averiguarlo: regresó un minuto después, lívido.
—Tú —le gritó a Harry—. Ven a la sala, ahora mismo.
Desconcertado, preguntándose qué demonios había hecho en aquella ocasión,
Harry se levantó, salió de la cocina detrás de tío Vernon y fue con él hasta la habitación
contigua. Tío Vernon cerró la puerta con fuerza detrás de ellos.
—Vaya —dijo, yendo hasta la chimenea y volviéndose hacia Harry como si
estuviera a punto de pronunciar la sentencia de su arresto—. Vaya.
A Harry le hubiera encantado preguntar «¿Vaya qué?», pero no juzgó prudente
poner a prueba el humor de tío Vernon tan temprano, y menos teniendo en cuenta que
éste se encontraba sometido a una fuerte tensión por la carencia de alimento. Así que
decidió adoptar una expresión de cortés desconcierto.
—Acaba de llegar esto —dijo tío Vernon, blandiendo ante Harry un trozo de papel
de color púrpura—. Una carta. Sobre ti.
El desconcierto de Harry fue en aumento. ¿Quién le escribiría a tío Vernon sobre
él? ¿Conocía a alguien que enviara cartas por correo?
Tío Vernon miró furioso a Harry; luego bajó los ojos al papel y empezó a leer:
Estimados señor y señora Dursley:
No nos conocemos personalmente, pero estoy segura de que Harry les
habrá hablado mucho de mi hijo Ron.
Como Harry les habrá dicho, la final de los Mundiales de quidditch
tendrá lugar el próximo lunes por la noche, y Arthur, mi marido, acaba de
conseguir entradas de primera clase gracias a sus conocidos en el
Departamento de Deportes y Juegos Mágicos.
Espero que nos permitan llevar a Harry al partido, ya que es una
oportunidad única en la vida. Hace treinta años que Gran Bretaña no es la
anfitriona de la Copa y es extraordinariamente difícil conseguir una entrada.
Nos encantaría que Harry pudiera quedarse con nosotros lo que queda de vacaciones
de verano y acompañarlo al tren que lo llevará de nuevo al colegio.
Sería preferible que Harry nos enviara la respuesta de ustedes por el
medio habitual, ya que el cartero muggle nunca nos ha entregado una carta y
me temo que ni siquiera sabe dónde vivimos.
Esperando ver pronto a Harry, se despide cordialmente
Molly Weasley
P. D.: Espero que hayamos puesto bastantes sellos.
Tío Vernon terminó de leer, se metió la mano en el bolsillo superior y sacó otra
cosa.
—Mira esto —gruñó.
Levantó el sobre en que había llegado la carta, y Harry tuvo que hacer un esfuerzo
para contener la risa. Todo el sobre estaba cubierto de sellos salvo un trocito, delante, en
el que la señora Weasley había consignado en letra diminuta la dirección de los Dursley.
—Creo que si que han puesto bastantes sellos —comentó Harry, como si
cualquiera pudiera cometer el error de la señora Weasley.
Hubo un fulgor en los ojos de su tío.
—El cartero se dio cuenta —dijo entre sus dientes apretados—. Estaba muy
interesado en saber de dónde procedía la carta. Por eso llamó al timbre. Daba la
impresión de que le parecía divertido.
Harry no dijo nada. Otra gente podría no entender por qué tío Vernon armaba tanto
escándalo porque alguien hubiera puesto demasiados sellos en un sobre, pero Harry
había vivido demasiado tiempo con ellos para no comprender hasta qué punto les
molestaba cualquier cosa que se saliera de lo ordinario. Nada los aterrorizaba tanto
como que alguien pudiera averiguar que tenían relación (aunque fuera lejana) con gente
como la señora Weasley.
Tío Vernon seguía mirando a Harry, que intentaba mantener su expresión neutra. Si
no hacía ni decía ninguna tontería, podía lograr que lo dejaran asistir al mejor
espectáculo de su vida. Esperó a que tío Vernon añadiera algo, pero simplemente seguía
mirándolo. Harry decidió romper el silencio.
—Entonces, ¿puedo ir? —preguntó.
Un ligero espasmo cruzó el rostro de tío Vernon, grande y colorado. Se le erizó el
bigote. Harry creía saber lo que tenía lugar detrás de aquel mostacho: una furiosa batalla
en la que entraban en conflicto dos de los instintos más básicos en tío Vernon.
Permitirle marchar haría feliz a Harry, algo contra lo que tío Vernon había luchado
durante trece años. Pero, por otro lado, dejar que se fuera con los Weasley lo que
quedaba de verano equivalía a deshacerse de él dos semanas antes de lo esperado, y tío
Vernon aborrecía tener a Harry en casa. Para ganar algo de tiempo, volvió a mirar la
carta de la señora Weasley.
—¿Quién es esta mujer? —inquirió, observando la firma con desagrado.
—La conoces —respondió Harry—. Es la madre de mi amigo Ron. Lo estaba
esperando cuando llegamos en el expreso de Hog... en el tren del colegio al final del
curso.
Había estado a punto de decir «expreso de Hogwarts», y eso habría irritado a tío
Vernon. En casa de los Dursley no se podía mencionar el nombre del colegio de Harry.
Tío Vernon hizo una mueca con su enorme rostro como si tratara de recordar algo
muy desagradable.
—¿Una mujer gorda? —gruñó por fin—. ¿Con un montón de niños pelirrojos?
Harry frunció el entrecejo pensando que tenía gracia que tío Vernon llamara gordo
a alguien cuando su propio hijo, Dudley, acababa de lograr lo que había estado
intentando desde que tenía tres años: ser más ancho que alto.
Tío Vernon volvió a examinar la carta.
—Quidditch —murmuró entre dientes—, quidditch. ¿Qué demonios es eso?
Harry sintió una segunda punzada de irritación.
—Es un deporte —dijo lacónicamente— que se juega sobre esc...
—¡Vale, vale!—interrumpió tío Vernon casi gritando.
Con cierta satisfacción, Harry observó que su tío tenía expresión de miedo. Daba la
impresión de que sus nervios no aguantarían el sonido de las palabras «escobas
voladoras» en la sala de estar. Disimuló volviendo a examinar la carta. Harry descubrió
que movía los labios formando las palabras «que nos enviara la respuesta de ustedes por
el medio habitual».
—¿Qué quiere decir eso de «el medio habitual»? —preguntó irritado.
—Habitual para nosotros —explicó Harry y, antes de que su tío pudiera detenerlo,
añadió—: Ya sabes, lechuzas mensajeras. Es lo normal entre magos.
Tío Vernon parecía tan ofendido como si Harry acabara de soltar una horrible
blasfemia. Temblando de enojo, lanzó una mirada nerviosa por la ventana; parecía
temeroso de ver a algún vecino con la oreja pegada al cristal.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no menciones tu anormalidad bajo este
techo? —dijo entre dientes. Su rostro había adquirido un tono ciruela vivo—. Recuerda
dónde estás, y recuerda que deberías agradecer un poco esa ropa que Petunia y yo te
hemos da...
—Después de que Dudley la usó —lo interrumpió Harry con frialdad; de hecho,
llevaba una sudadera tan grande para él que tenía que dar cinco vueltas a las mangas
para poder utilizar las manos y que le caía hasta más abajo de las rodillas de unos
vaqueros extremadamente anchos.
—¡No consentiré que se me hable en ese tono! —exclamó tío Vernon, temblando
de ira.
Pero Harry no pensaba resignarse. Ya habían pasado los tiempos en que se había
visto obligado a aceptar cada una de las estúpidas disposiciones de los Dursley. No
estaba siguiendo el régimen de Dudley, y no se iba a quedar sin ir a los Mundiales de
quidditch por culpa de tío Vernon si podía evitarlo. Harry respiró hondo para relajarse y
luego dijo:
—Vale, no iré a los Mundiales. ¿Puedo subir ya a mi habitación? Tengo que
terminar una carta para Sirius. Ya sabes... mi padrino.
Lo había hecho, había pronunciado las palabras mágicas. Vio cómo la colorada piel
de tío Vernon palidecía a ronchas, dándole el aspecto de un helado de grosellas mal
mezclado.
—Le... ¿le vas a escribir, de verdad? —dijo tío Vernon, intentando aparentar
tranquilidad. Pero Harry había visto cómo se le contraían de miedo los diminutos ojos.
—Bueno, sí... —contestó Harry, como sin darle importancia—. Hace tiempo que
no ha tenido noticias mías y, bueno, si no le escribo puede pensar que algo va mal.
Se detuvo para disfrutar el efecto de sus palabras. Casi podía ver funcionar los
engranajes del cerebro de tío Vernon debajo de su grueso y oscuro cabello peinado con
una raya muy recta. Si intentaba impedir que Harry escribiera a Sirius, éste pensaría que
lo maltrataban. Si no lo dejaba ir a los Mundiales de quidditch, Harry se lo contaría a
Sirius, y Sirius sabría que lo maltrataban. A tío Vernon sólo le quedaba una salida, y
Harry pudo ver esa conclusión formársele en el cerebro como si el rostro grande
adornado con el bigote fuera transparente. Harry trató de no reírse y de mantener la cara
tan inexpresiva como le fuera posible. Y luego...
—Bien, de acuerdo. Puedes ir a esa condenada... a esa estúpida... a esa Copa del
Mundo. Escríbeles a esos... a esos Weasley para que vengan a recogerte, porque yo no
tengo tiempo para llevarte a ningún lado. Y puedes pasar con ellos el resto del verano. Y
dile a tu... tu padrino... dile... dile que vas.
—Muy bien —asintió Harry, muy contento.
Se volvió y fue hacia la puerta de la sala, reprimiendo el impulso de gritar y dar
saltos. Iba a... ¡Se iba con los Weasley! ¡Iba a presenciar la final de los Mundiales! En el
recibidor estuvo a punto de atropellar a Dudley, que acechaba detrás de la puerta
esperando oír una buena reprimenda contra Harry y se quedó desconcertado al ver su
amplia sonrisa.
—¡Qué buen desayuno!, ¿verdad? —le dijo Harry—. Estoy lleno, ¿tú no?
Riéndose de la cara atónita de Dudley, Harry subió los escalones de tres en tres y
entró en su habitación como un bólido.
Lo primero que vio fue que Hedwig ya había regresado. Estaba en la jaula, mirando
a Harry con sus enormes ojos ambarinos y chasqueando el pico como hacía siempre que
estaba molesta. Harry no tardó en ver qué era lo que le molestaba en aquella ocasión.
—¡Ay! —gritó.
Acababa de pegarle en un lado de la cabeza lo que parecía ser una pelota de tenis
pequeña, gris y cubierta de plumas. Harry se frotó con fuerza la zona dolorida al tiempo
que intentaba descubrir qué era lo que lo había golpeado, y vio una lechuza diminuta, lo
bastante pequeña para ocultarla en la mano, que, como si fuera un cohete buscapiés,
zumbaba sin parar por toda la habitación. Harry se dio cuenta entonces de que la
lechuza había dejado caer a sus pies una carta. Se inclinó para recogerla, reconoció la
letra de Ron y abrió el sobre. Dentro había una nota escrita apresuradamente:
Harry: ¡MI PADRE HA CONSEGUIDO LAS ENTRADAS! Irlanda contra
Bulgaria, el lunes por la noche. Mi madre les ha escrito a los muggles para
pedirles que te dejen venir y quedarte. A lo mejor ya han recibido la carta, no
sé cuánto tarda el correo muggle. De todas maneras, he querido enviarte esta
nota por medio de Pig.
Harry reparó en el nombre «Pig», y luego observó a la diminuta lechuza que
zumbaba dando vueltas alrededor de la lámpara del techo. Nunca había visto nada que
se pareciera menos a un cerdo. Quizá no había entendido bien la letra de Ron. Siguió
leyendo:
Vamos a ir a buscarte tanto si quieren los muggles como si no, porque no
te puedes perder los Mundiales. Lo que pasa es que mis padres pensaban que
era mejor pedirles su consentimiento. Si dicen que te dejan, envía a Pig
inmediatamente con la respuesta, e iremos a recogerte el domingo a las cinco
en punto. Si no te dejan, envía también a Pig e iremos a recogerte de todas
maneras el domingo a las cinco.
Hermione llega esta tarde. Percy ha comenzado a trabajar: en el
Departamento de Cooperación Mágica Internacional. No menciones nada
sobre el extranjero mientras estés aquí a menos que quieras que te mate de
aburrimiento.
Hasta pronto,
Ron
—¡Cálmate! —dijo Harry a la pequeña lechuza, que revoloteaba por encima de su
cabeza gorjeando como loca (Harry supuso que era a causa del orgullo de haber llevado
la carta a la persona correcta)—. ¡Ven aquí! Tienes que llevar la contestación.
La lechuza revoloteó hasta posarse sobre la jaula de Hedwig, que le echó una
mirada fría, como desafiándola a que se acercara más. Harry volvió a coger su pluma de
águila y un trozo de pergamino, y escribió:
Todo perfecto, Ron: los muggles me dejan ir. Hasta mañana a las cinco. ¡Me
muero de impaciencia!
Harry
Plegó la nota hasta hacerla muy pequeña y, con inmensa dificultad, la ató a la
diminuta pata de la lechuza, que aguardaba muy excitada. En cuanto la nota estuvo
asegurada, la lechuza se marchó: salió por la ventana zumbando y se perdió de vista.
Harry se volvió hacia Hedwig.
—¿Estás lista para un viaje largo? —le preguntó. Hedwig ululó henchida de
dignidad.
—¿Puedes hacerme el favor de llevar esto a Sirius? —le pidió, cogiendo la carta—.
Espera: tengo que terminarla.
Volvió a desdoblar el pergamino y añadió rápidamente una postdata:
Si quieres ponerte en contacto conmigo, estaré en casa de mi amigo Ron hasta
el final del verano. ¡Su padre nos ha conseguido entradas para los Mundiales
de quidditch!
Una vez concluida la carta, la ató a una de las patas de Hedwig, que permanecía
más quieta que nunca, como si quisiera mostrar el modo en que debía comportarse una
lechuza mensajera.
—Estaré en casa de Ron cuando vuelvas, ¿de acuerdo? —le dijo Harry.
Ella le pellizcó cariñosamente el dedo con el pico y, a continuación, con un
zumbido, extendió sus grandes alas y salió volando por la ventana.
Harry la observó mientras desaparecía. Luego se metió debajo de la cama, tiró de la
tabla suelta y sacó un buen trozo de tarta de cumpleaños. Se lo comió sentado en el
suelo, disfrutando de la felicidad que lo embargaba: tenía tarta, mientras que Dudley
sólo tenía pomelo; era un radiante día de verano; se iría de casa de los Dursley al día
siguiente, la cicatriz ya había dejado de dolerle e iba a presenciar los Mundiales de
quidditch. Era difícil, precisamente en aquel momento, preocuparse por algo. Ni
siquiera por lord Voldemort.