jueves, 24 de enero de 2013

1 La Mansión de los Ryddle

Los aldeanos de Pequeño Hangleton seguían llamándola «la Mansión de los Ryddle»
aunque hacía ya muchos años que los Ryddle no vivían en ella. Erigida sobre una colina
que dominaba la aldea, tenía cegadas con tablas algunas ventanas, al tejado le faltaban
tejas y la hiedra se extendía a sus anchas por la fachada. En otro tiempo había sido una
mansión hermosa y, con diferencia, el edificio más señorial y de mayor tamaño en un
radio de varios kilómetros, pero ahora estaba abandonada y ruinosa, y nadie vivía en
ella.
En Pequeño Hangleton todos coincidían en que la vieja mansión era siniestra.
Medio siglo antes había ocurrido en ella algo extraño y horrible, algo de lo que todavía
gustaban hablar los habitantes de la aldea cuando los temas de chismorreo se agotaban.
Habían relatado tantas veces la historia y le habían añadido tantas cosas, que nadie
estaba ya muy seguro de cuál era la verdad. Todas las versiones, no obstante,
comenzaban en el mismo punto: cincuenta años antes, en el amanecer de una soleada
mañana de verano, cuando la Mansión de los Ryddle aún conservaba su imponente
apariencia, la criada había entrado en la sala y había hallado muertos a los tres Ryddle.
La mujer había bajado corriendo y gritando por la colina hasta llegar a la aldea,
despertando a todos los que había podido.
—¡Están allí echados con los ojos muy abiertos! ¡Están fríos como el hielo! ¡Y
llevan todavía la ropa de la cena!
Llamaron a la policía, y toda la aldea se convirtió en un hervidero de curiosidad, de
espanto y de emoción mal disimulada. Nadie hizo el menor esfuerzo en fingir que le
apenaba la muerte de los Ryddle, porque nadie los quería. El señor y la señora Ryddle
eran ricos, esnobs y groseros, aunque no tanto como Tom, su hijo ya crecido. Los
aldeanos se preguntaban por la identidad del asesino, porque era evidente que tres
personas que gozan, aparentemente, de buena salud no se mueren la misma noche de
muerte natural.
El Ahorcado, que era como se llamaba la taberna de la aldea, hizo su agosto aquella
noche, ya que todo el mundo acudió para comentar el triple asesinato. Para ello habían
dejado el calor de sus hogares, pero se vieron recompensados con la llegada de la
cocinera de los Ryddle, que entró en la taberna con un golpe de efecto y anunció a la
concurrencia, repentinamente callada, que acababan de arrestar a un hombre llamado
Frank Bryce.
—¡Frank! —gritaron algunos—. ¡No puede ser!
Frank Bryce era el jardinero de los Ryddle y vivía solo en una humilde casita en la
finca de sus amos. Había regresado de la guerra con la pierna rígida y una clara aversión
a las multitudes y a los ruidos fuertes. Desde entonces, había trabajado para los Ryddle.
Varios de los presentes se apresuraron a pedir una bebida para la cocinera, y todos
se dispusieron a oír los detalles.
—Siempre pensé que era un tipo raro —explicó la mujer a los lugareños, que la
escuchaban expectantes, después de apurar la cuarta copa de jerez—. Era muy huraño.
Debo de haberlo invitado cien veces a una copa, pero no le gustaba el trato con la gente,
no señor.
—Bueno —dijo una aldeana que estaba junto a la barra—, el pobre Frank lo pasó
mal en la guerra, y le gusta la tranquilidad. Ése no es motivo para...
—¿Y quién aparte de él tenía la llave de la puerta de atrás? —la interrumpió la
cocinera levantando la voz—. ¡Siempre ha habido un duplicado de la llave colgado en la
casita del jardinero, que yo recuerde! ¡Y anoche nadie forzó la puerta! ¡No hay ninguna
ventana rota! Frank no tuvo más que subir hasta la mansión mientras todos dormíamos...
Los aldeanos intercambiaron miradas sombrías.
—Siempre pensé que había algo desagradable en él, desde luego —dijo, gruñendo,
un hombre sentado a la barra.
—La guerra lo convirtió en un tipo raro, si os interesa mi opinión —añadió el
dueño de la taberna.
—Te dije que no me gustaría tener a Frank de enemigo. ¿A que te lo dije, Dot?
—apuntó, nerviosa, una mujer desde el rincón.
—Horroroso carácter —corroboró Dot, moviendo con brío la cabeza de arriba
abajo—. Recuerdo que cuando era niño...
A la mañana siguiente, en Pequeño Hangleton, a nadie le cabía ninguna duda de
que Frank Bryce había matado a los Ryddle.
Pero en la vecina ciudad de Gran Hangleton, en la oscura y sórdida comisaría,
Frank repetía tercamente, una y otra vez, que era inocente y que la única persona a la
que había visto cerca de la mansión el día de la muerte de los Ryddle había sido un
adolescente, un forastero de piel clara y pelo oscuro. Nadie más en la aldea había visto a
semejante muchacho, y la policía tenía la convicción de que eran invenciones de Frank.
Entonces, cuando las cosas se estaban poniendo peor para él, llegó el informe
forense y todo cambió.
La policía no había leído nunca un informe tan extraño. Un equipo de médicos
había examinado los cuerpos y llegado a la conclusión de que ninguno de los Ryddle
había sido envenenado, ahogado, estrangulado, apuñalado ni herido con arma de fuego
y, por lo que ellos podían ver, ni siquiera había sufrido daño alguno. De hecho,
proseguía el informe con manifiesta perplejidad, los tres Ryddle parecían hallarse en
perfecto estado de salud, pasando por alto el hecho de que estaban muertos. Decididos a
encontrar en los cadáveres alguna anormalidad, los médicos notaron que los Ryddle
tenían una expresión de terror en la cara; pero, como dijeron los frustrados policías,
¿quién había oído nunca que se pudiera aterrorizar a tres personas hasta matarlas?
Como no había la más leve prueba de que los Ryddle hubieran sido asesinados, la
policía no tuvo más remedio que dejar libre a Frank. Se enterró a los Ryddle en el
cementerio de Pequeño Hangleton, y durante una temporada sus tumbas siguieron
siendo objeto de curiosidad. Para sorpresa de todos y en medio de un ambiente de
desconfianza, Frank Bryce volvió a su casita en la mansión.
—Para mí él fue el que los mató, y me da igual lo que diga la policía —sentenció
Dot en El Ahorcado—. Y, sabiendo que sabemos que fue él, si tuviera un poco de
vergüenza se iría de aquí.
Pero Frank no se fue. Se quedó cuidando el jardín para la familia que habitó a
continuación en la Mansión de los Ryddle, y luego para los siguientes inquilinos,
porque nadie permaneció mucho tiempo allí. Quizá era en parte a causa de Frank por lo
que cada nuevo propietario aseguró que se percibía algo horrendo en aquel lugar, el
cual, al quedar deshabitado, fue cayendo en el abandono.
El potentado que en aquellos días poseía la Mansión de los Ryddle no vivía en ella ni le
daba uso alguno; en el pueblo se comentaba que la había adquirido por «motivos
fiscales», aunque nadie sabía muy bien cuáles podían ser esos motivos. Sin embargo, el
potentado continuó pagando a Frank para que se encargara del jardín. A punto de
cumplir los setenta y siete años, Frank estaba bastante sordo y su pierna rígida se había
vuelto más rígida que nunca, pero todavía, cuando hacía buen tiempo, se lo veía entre
los macizos de flores haciendo un poco de esto y un poco de aquello, si bien la mala
hierba le iba ganando la partida.
Pero la mala hierba no era lo único contra lo que tenía que bregar Frank. Los niños
de la aldea habían tomado la costumbre de tirar piedras a las ventanas de la Mansión de
los Ryddle, y pasaban con las bicicletas por encima del césped que con tanto esfuerzo
Frank mantenía en buen estado. En una o dos ocasiones habían entrado en la casa a raíz
de una apuesta. Sabían que el viejo jardinero profesaba veneración a la casa y a la finca,
y les divertía verlo por el jardín cojeando, blandiendo su cayado y gritándoles con su
ronca voz. Frank, por su parte, pensaba que los niños querían castigarlo porque, como
sus padres y abuelos, creían que era un asesino. Así que cuando se despertó una noche
de agosto y vio algo raro arriba en la vieja casa, dio por supuesto que los niños habían
ido un poco más lejos que otras veces en su intento de mortificarlo.
Lo que lo había despertado era su pierna mala, que en su vejez le dolía más que
nunca. Se levantó y bajó cojeando por la escalera hasta la cocina, con la idea de rellenar
la botella de agua caliente para aliviar la rigidez de la rodilla. De pie ante la pila,
mientras llenaba de agua la tetera, levantó la vista hacia la Mansión de los Ryddle y vio
luz en las ventanas superiores. Frank entendió de inmediato lo que sucedía: los niños
habían vuelto a entrar en la Mansión de los Ryddle y, a juzgar por el titileo de la luz,
habían encendido fuego.
Frank no tenía teléfono y, de todas maneras, desconfiaba de la policía desde que se
lo habían llevado para interrogarlo por la muerte de los Ryddle. Así que dejó la tetera y
volvió a subir la escalera tan rápido como le permitía la pierna mala; regresó
completamente vestido a la cocina, y cogió una llave vieja y herrumbrosa del gancho
que había junto a la entrada. Tomó su cayado, que estaba apoyado contra la pared, y
salió de la casita en medio de la noche.
La puerta principal de la Mansión de los Ryddle no mostraba signo alguno de haber
sido forzada, ni tampoco ninguna de las ventanas. Frank fue cojeando hacia la parte de
atrás de la casa hasta llegar a una entrada casi completamente cubierta por la hiedra,
sacó la vieja llave, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta sigilosamente.
Penetró en la cavernosa cocina. A pesar de que hacia años que Frank no pisaba en
ella y de que la oscuridad era casi total, recordaba dónde se hallaba la puerta que daba al
vestíbulo y se abrió camino hacia ella a tientas, mientras percibía el olor a decrepitud y
aguzaba el oído para captar cualquier sonido de pasos o de voces que viniera de arriba.
Llegó al vestíbulo, un poco más iluminado gracias a las amplias ventanas divididas por
parteluces que flanqueaban la puerta principal, y comenzó a subir por la escalera, dando
gracias a la espesa capa de polvo que cubría los escalones porque amortiguaba el ruido
de los pies y del cayado.
En el rellano, Frank torció a la derecha y vio de inmediato dónde se hallaban los
intrusos: al final del corredor había una puerta entornada, y una luz titilante brillaba a
través del resquicio, proyectando sobre el negro suelo una línea dorada. Frank se fue
acercando pegado a la pared, con el cayado firmemente asido. Cuando se hallaba a un
metro de la entrada distinguió una estrecha franja de la estancia que había al otro lado.
Pudo ver entonces que estaba encendido el fuego en la chimenea, cosa que lo
sorprendió. Se quedó inmóvil y escuchó con toda atención, porque del interior de la
estancia llegaba la voz de un hombre que parecía tímido y acobardado.
—Queda un poco más en la botella, señor, si seguís hambriento.
—Luego —dijo una segunda voz. También ésta era de hombre, pero extrañamente
aguda y tan iría como una repentina ráfaga de viento helado. Algo tenía aquella voz que
erizó los escasos pelos de la nuca de Frank—. Acércame más al fuego, Colagusano.
Frank volvió hacia la puerta su oreja derecha, que era la buena. Oyó que posaban
una botella en una superficie dura, y luego el ruido sordo que hacía un mueble pesado al
ser arrastrado por el suelo. Frank vislumbró a un hombre pequeño que, de espaldas a la
puerta, empujaba una butaca para acercarla a la chimenea. Vestía una capa larga y
negra, y tenía la coronilla calva. Enseguida volvió a desaparecer de la vista.
—¿Dónde está Nagini? —dijo la voz iría.
—No... no lo sé, señor —respondió temblorosa la primera voz—. Creo que ha ido a
explorar la casa...
—Tendrás que ordeñarla antes de que nos retiremos a dormir, Colagusano —dijo la
segunda voz—. Necesito tomar algo de alimento por la noche. El viaje me ha fatigado
mucho.
Frunciendo el entrecejo, Frank acercó más la oreja buena a la puerta. Hubo una
pausa, y tras ella volvió a hablar el hombre llamado Colagusano.
—Señor, ¿puedo preguntar cuánto tiempo permaneceremos aquí?
—Una semana —contestó la fría voz—. O tal vez más. Este lugar es cómodo
dentro de lo que cabe, y todavía no podemos llevar a cabo el plan. Sería una locura
hacer algo antes de que acaben los Mundiales de quidditch.
Frank se hurgó la oreja con uno de sus nudosos dedos. Sin duda debido a un tapón
de cera, había oído la palabra «quidditch», que no existía.
—¿Los... los Mundiales de quidditch, señor? —preguntó Colagusano. Frank se
hurgó aún con más fuerza—. Perdonadme, pero... no comprendo. ¿Por qué tenemos que
esperar a que acaben los Mundiales?
—Porque en este mismo momento están llegando al país magos provenientes del
mundo entero, idiota, y todos los mangoneadores del Ministerio de Magia estarán al
acecho de cualquier signo de actividad anormal, comprobando y volviendo a comprobar
la identidad de todo el mundo. Estarán obsesionados con la seguridad, para evitar que
los muggles se den cuenta de algo. Por eso tenemos que esperar.
Frank desistió de intentar destaponarse el oído. Le habían llegado con toda claridad
las palabras «magos», «muggles» y «Ministerio de Magia». Evidentemente, cada una de
aquellas expresiones tenía un significado secreto, y Frank pensó que sólo había dos
tipos de personas que hablaran en clave: los espías y los criminales. Así pues, aferró el
cayado y aguzó el oído.
—¿Debo entender que Su Señoría está decidido? —preguntó Colagusano en voz
baja.
—Desde luego que estoy decidido, Colagusano. —Ahora había un tono de
amenaza en la iría voz.
Siguió una ligera pausa, y luego habló Colagusano. Las palabras se le amontonaron
por la prisa, como si quisiera acabar de decir la frase antes de que los nervios se lo
impidieran:
—Se podría hacer sin Harry Potter, señor.
Hubo otra pausa, ahora más prolongada, y luego se escuchó musitar a la segunda
voz:
—¿Sin Harry Potter? Ya veo...
—¡Señor, no lo digo porque me preocupe el muchacho! —exclamó Colagusano,
alzando la voz hasta convertirla en un chillido—. El chico no significa nada para mí,
¡nada en absoluto! Sólo lo digo porque si empleáramos a otro mago o bruja, el que
fuera, se podría llevar a cabo con más rapidez. Si me permitierais ausentarme
brevemente (ya sabéis que se me da muy bien disfrazarme), podría regresar dentro de
dos días con alguien apropiado.
—Podría utilizar a cualquier otro mago —dijo con suavidad la segunda voz—, es
cierto...
—Muy sensato, señor —añadió Colagusano, que parecía sensiblemente aliviado—.
Echarle la mano encima a Harry Potter resultaría muy difícil. Está tan bien protegido...
—¿O sea que te prestas a ir a buscar un sustituto? Me pregunto si tal vez... la tarea
de cuidarme se te ha llegado a hacer demasiado penosa, Colagusano. ¡Quién sabe si tu
propuesta de abandonar el plan no será en realidad un intento de desertar de mi bando!
—¡Señor! Yo... yo no tengo ningún deseo de abandonaros, en absoluto.
—¡No me mientas! —dijo la segunda voz entre dientes—. ¡Sé lo que digo,
Colagusano! Lamentas haber vuelto conmigo. Te doy asco. Veo cómo te estremeces
cada vez que me miras, noto el escalofrío que te recorre cuando me tocas...
—¡No! Mi devoción a Su Señoría...
—Tu devoción no es otra cosa que cobardía. No estarías aquí si tuvieras otro lugar
al que ir. ¿Cómo voy a sobrevivir sin ti, cuando necesito alimentarme cada pocas horas?
¿Quién ordeñará a Nagini?
—Pero ya estáis mucho más fuerte, señor.
—Mentiroso —musitó la segunda voz—. No me encuentro más fuerte, y unos
pocos días bastarían para hacerme perder la escasa salud que he recuperado con tus
torpes atenciones. ¡Silencio!
Colagusano, que había estado barbotando incoherentemente, se calló al instante.
Durante unos segundos, Frank no pudo oír otra cosa que el crepitar de la hoguera.
Luego volvió a hablar el segundo hombre en un siseo que era casi un silbido.
—Tengo mis motivos para utilizar a ese chico, como te he explicado, y no usaré a
ningún otro. He aguardado trece años. Unos meses más darán lo mismo. Por lo que
respecta a la protección que lo rodea, estoy convencido de que mi plan dará resultado.
Lo único que se necesita es un poco de valor por tu parte... Un valor que estoy seguro de
que encontrarás, a menos que quieras sufrir la ira de lord Voldemort.
—¡Señor, dejadme hablar! —dijo Colagusano con una nota de pánico en la voz—.
Durante el viaje le he dado vueltas en la cabeza al plan... Señor, no tardarán en darse
cuenta de la desaparición de Bertha Jorkins. Y, si seguimos adelante, si yo echo la
maldición...
—¿«Si»? —susurró la otra voz—. Si sigues el plan, Colagusano, el Ministerio no
tendrá que enterarse de que ha desaparecido nadie más. Lo harás discretamente, sin
alboroto. Ya me gustaría poder hacerlo por mí mismo, pero en estas condiciones...
Vamos, Colagusano, otro obstáculo menos y tendremos despejado el camino hacia
Harry Potter. No te estoy pidiendo que lo hagas solo. Para entonces, mi fiel vasallo se
habrá unido a nosotros.
—Yo también soy un vasallo fiel —repuso Colagusano con una levísima nota de
resentimiento en la voz.
—Colagusano, necesito a alguien con cerebro, alguien cuya lealtad no haya
flaqueado nunca. Y tú, por desgracia, no cumples ninguno de esos requisitos.
—Yo os encontré —contestó Colagusano, y esta vez había un claro tono de
aspereza en su voz—. Fui el que os encontró, y os traje a Bertha Jorkins.
—Eso es verdad —admitió el segundo hombre, aparentemente divertido—. Un
golpe brillante del que no te hubiera creído capaz, Colagusano. Aunque, a decir verdad,
ni te imaginabas lo útil que nos sería cuando la atrapaste, ¿a que no?
—Pen... pensaba que podía serlo, señor.
—Mentiroso —dijo de nuevo la otra voz con un regocijo cruel más evidente que
nunca—. Sin embargo, no niego que su información resultó enormemente valiosa. Sin
ella, yo nunca habría podido maquinar nuestro plan, y por eso recibirás tu recompensa,
Colagusano. Te permitiré llevar a cabo una labor esencial para mí; muchos de mis
seguidores darían su mano derecha por tener el honor de desempeñarla...
—¿De... de verdad, señor? —Colagusano parecía de nuevo aterrorizado—. ¿Y
qué...?
—¡Ah, Colagusano, no querrás que te lo descubra y eche a perder la sorpresa! Tu
parte llegará al final de todo... pero te lo prometo: tendrás el honor de resultar tan útil
como Bertha Jorkins.
—Vos... Vos... —La voz de Colagusano sonó repentinamente ronca, como si se le
hubiera quedado la boca completamente seca—. Vos... ¿vais a matarme... también a mí?
—Colagusano, Colagusano —dijo la voz iría, que ahora había adquirido una gran
suavidad—, ¿por qué tendría que matarte? Maté a Bertha porque tenía que hacerlo.
Después de mi interrogatorio ya no servía para nada, absolutamente para nada. Y, sin
duda, si hubiera vuelto al Ministerio con la noticia de que te había conocido durante las
vacaciones, le habrían hecho unas preguntas muy embarazosas. Los magos que han sido
dados por muertos deberían evitar encontrarse con brujas del Ministerio de Magia en las
posadas del camino...
Colagusano murmuró algo en voz tan baja que Frank no pudo oírlo, pero lo que
fuera hizo reír al segundo hombre: una risa completamente amarga, y tan fría como su
voz.
—¿Que podríamos haber modificado su memoria? Es verdad, pero un mago con
grandes poderes puede romper los encantamientos desmemorizantes, como te demostré
al interrogarla. Sería un insulto a su recuerdo no dar uso a la información que le
sonsaqué, Colagusano.
Fuera, en el corredor, Frank se dio cuenta de que la mano que agarraba el cayado
estaba empapada en sudor. El hombre de la voz fría había matado a una mujer, y
hablaba de ello sin ningún tipo de remordimiento, con regocijo. Era peligroso, un loco.
Y planeaba más asesinatos: aquel muchacho, Harry Potter, quienquiera que fuese, se
hallaba en peligro.
Frank supo lo que tenía que hacer. Aquél era, sin duda, el momento de ir a la
policía. Saldría sigilosamente de la casa e iría directo a la cabina telefónica de la aldea.
Pero la voz fría había vuelto a hablar, y Frank permaneció donde estaba, inmóvil,
escuchando con toda su atención.
—Una maldición más... mi fiel vasallo en Hogwarts... Harry Potter es
prácticamente mío, Colagusano. Está decidido. No lo discutiremos más. Silencio... Creo
que oigo a Nagini...
Y la voz del segundo hombre cambió. Comenzó a emitir unos sonidos que Frank
no había oído nunca; silbaba y escupía sin tomar aliento. Frank supuso que le estaba
dando un ataque.
Y entonces Frank oyó que algo se movía detrás de él, en el oscuro corredor. Se
volvió a mirar, y el terror lo paralizó.
Algo se arrastraba hacia él por el suelo y, cuando se acercó a la línea de luz, vio,
estremecido de pavor, que se trataba de una serpiente gigante de al menos cuatro metros
de longitud. Horrorizado, Frank observó cómo su cuerpo sinuoso trazaba un sendero a
través de la espesa capa de polvo del suelo, aproximándose cada vez más. ¿Qué podía
hacer? El único lugar al que podía escapar era la habitación en la que dos hombres
tramaban un asesinato, y, si se quedaba donde estaba, sin duda la serpiente lo mataría.
Antes de que hubiera tomado una decisión, la serpiente había llegado al punto del
corredor en que él se encontraba e, increíble, milagrosamente, pasó de largo; iba
siguiendo los sonido siseantes, como escupitajos, que emitía la voz al otro lado de la
puerta y, al cabo de unos segundos, la punta de su cola adornada con rombos había
desaparecido por el resquicio de la puerta.
Frank tenía la frente empapada en sudor, y la mano con que sostenía el cayado le
temblaba. Dentro de la habitación, la iría voz seguía silbando, y a Frank se le ocurrió
una idea extraña, una idea imposible: que aquel hombre era capaz de hablar con las
serpientes. No comprendía lo que pasaba. Hubiera querido, más que nada en el mundo,
hallarse en su cama con la botella de agua caliente. El problema era que sus piernas no
parecían querer moverse. De repente, mientras seguía allí temblando e intentando
dominarse, la fría voz volvió a utilizar el idioma de Frank.
—Nagini tiene interesantes noticias, Colagusano —dijo.
—¿De... de verdad, señor?
—Sí, de verdad —afirmó la voz—. Según Nagini, hay un muggle viejo al otro lado
de la puerta, escuchando todo lo que decimos.
Frank no tuvo posibilidad de ocultarse. Oyó primero unos pasos, y luego la puerta
de la habitación se abrió de golpe.
Un hombre bajo y calvo con algo de pelo gris, nariz puntiaguda y ojos pequeños y
llorosos apareció ante él con una expresión en la que se mezclaban el miedo y la alarma.
—Invítalo a entrar, Colagusano. ¿Dónde está tu buena educación?
La fría voz provenía de la vieja butaca que había delante de la chimenea, pero
Frank no pudo ver al que hablaba. La serpiente estaba enrollada sobre la podrida
alfombra que había al lado del fuego, como una horrible parodia de perro hogareño.
Con una seña, Colagusano ordenó a Frank que entrara. Aunque todavía
profundamente conmocionado, éste agarró el cayado con más fuerza y pasó el umbral
cojeando.
La lumbre era la única fuente de luz en la habitación, y proyectaba sobre las
paredes largas sombras en forma de araña. Frank dirigió la vista al respaldo de la
butaca: el hombre que estaba sentado en ella debía de ser aún más pequeño que su
vasallo, porque Frank ni siquiera podía vislumbrar la parte de atrás de su cabeza.
—¿Lo has oído todo, muggle? —dijo la fría voz.
—¿Cómo me ha llamado? —preguntó Frank desafiante, porque, una vez dentro y
llegado el momento de hacer algo, se sentía más valiente. Así le había ocurrido siempre
en la guerra.
—Te he llamado muggle —explicó la voz con serenidad—. Quiere decir que no
eres mago.
—No sé qué quiere decir con eso de mago —dijo Frank, con la voz cada vez más
firme—. Todo lo que sé es que he oído cosas que merecerían el interés de la policía.
¡Usted ha cometido un asesinato y planea otros! Y le diré otra cosa —añadió, en un
rapto de inspiración—: mi mujer sabe que estoy aquí, y si no he vuelto...
—Tú no tienes mujer —cortó la fría voz, muy suave—. Nadie sabe que estás aquí.
No le has dicho a nadie que venías. No mientas a lord Voldemort, muggle, porque él
sabe... él siempre sabe...
—¿Es verdad eso? —respondió Frank bruscamente—. ¿Es usted un lord? Bien, no
es que sus modales me parezcan muy refinados, milord. Vuélvase y dé la cara como un
hombre. ¿Por qué no lo hace?
—Pero es que yo no soy un hombre, muggle —dijo la fría voz, apenas audible por
encima del crepitar de las llamas—. Soy mucho, mucho más que un hombre. Sin
embargo... ¿por qué no? Daré la cara... Colagusano, ven a girar mi butaca.
El vasallo profirió un quejido.
—Ya me has oído, Colagusano.
Lentamente, con el rostro crispado como si prefiriera hacer cualquier cosa antes
que aproximarse a su señor y a la alfombra en que descansaba la serpiente, el
hombrecillo dio unos pasos hacia delante y comenzó a girar la butaca. La serpiente
levantó su fea cabeza triangular y profirió un silbido cuando las patas del asiento se
engancharon en la alfombra.
Y entonces Frank tuvo la parte delantera de la butaca ante sí y vio lo que había
sentado en ella. El cayado se le resbaló al suelo con estrépito. Abrió la boca y profirió
un grito. Gritó tan alto que no oyó lo que decía la cosa que había en el sillón mientras
levantaba una varita. Vio un resplandor de luz verde y oyó un chasquido antes de
desplomarse. Cuando llegó al suelo, Frank Bryce ya había muerto.
A trescientos kilómetros de distancia, un muchacho llamado Harry Potter se
despertó sobresaltado.

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