En la torre de Gryffindor nadie pudo dormir aquella noche. Sabían que el castillo estaba
volviendo a ser rastreado y todo el colegio permaneció despierto en la sala común.
esperando a saber si habían atrapado a Black o no. La profesora McGonagall volvió al
amanecer para decir que se había vuelto a escapar.
Por cualquier sitio por el que pasaran al día siguiente encontraban medidas de
seguridad más rigurosas. El profesor Flitwick instruía a las puertas principales para que
reconocieran una foto de Sirius Black. Filch iba por los pasillos, tapándolo todo con
tablas, desde las pequeñas grietas de las paredes hasta las ratoneras. Sir Cadogan fue
despedido. Lo devolvieron al solitario descansillo del piso séptimo y lo reemplazó la
señora gorda. Había sido restaurada magistralmente, pero continuaba muy nerviosa, y
accedió a regresar a su trabajo sólo si contaba con protección. Contrataron a un grupo de
hoscos troles de seguridad para protegerla. Recorrían el pasillo formando un grupo
amenazador; hablando entre gruñidos y comparando el tamaño de sus porras.
Harry no pudo dejar de notar que la estatua de la bruja tuerta del tercer piso seguía
sin protección y despejada. Parecía que Fred y George estaban en lo cierto al pensar que
ellos, y ahora Harry, Ron y Hermione, eran los únicos que sabían que allí estaba la
entrada de un pasadizo secreto.
—¿Crees que deberíamos decírselo a alguien? —preguntó Harry a Ron.
—Sabemos que no entra por Honeydukes —dijo Ron—. Si hubieran forzado la
entrada de la tienda, lo habríamos oído.
Harry se alegró de que Ron lo viera así. Si la bruja tuerta se tapara también con
tablas, le intruso ya no podría volver a Hogsmeade.
Ron se convirtió de repente en una celebridad. Por primera vez, la gente le prestaba
más atención a él que a Harry, y era evidente que a Ron le complacía. Aunque seguía
asustado por lo de aquella noche, le encantaba contarle a todo el mundo los pormenores
de lo ocurrido.
—Estaba dormido y oí rasgar las cortinas, pero creí que ocurría en un sueño.
Entonces sentí una corriente... Me desperté y vi que una de las cortinas de mi cama
estaba caída... Me di la vuelta y lo vi ante mí, como un esqueleto, con toneladas de pelo
muy sucio... empuñando un cuchillo largo y tremendo, debía de medir treinta
centímetros, me miraba, lo miré, entonces grité y salió huyendo.
—Pero ¿por qué se fue? —preguntó Ron a Harry cuando se marcharon las chicas
de segundo que lo habían estado escuchando.
Harry se preguntaba lo mismo. ¿Por qué Black, que se había equivocado de cama,
no había decidido silenciar a Ron y luego dirigirse hacia la de Harry? Black había
demostrado doce años antes que no le importaba matar a personas inocentes, y en
aquella ocasión se enfrentaba a cinco chavales indefensos, cuatro de los cuales estaban
dormidos.
—Quizá se diera cuenta de que le iba a costar salir del castillo cuando gritaste y
despertaste a los demás —dijo Harry pensativamente—. Habría tenido que matar a todo
el colegio para salir a través del retrato... Y entonces se habría encontrado con los
profesores...
Neville había caído en desgracia. La profesora McGonagall estaba tan furiosa con
él que le había suprimido las futuras visitas a Hogsmeade, le había impuesto un castigo
y había prohibido a los demás que le dieran la contraseña para entrar en la torre. El
pobre Neville se veía obligado a esperar cada noche la llegada de alguien con quien
entrar, mientras los troles de seguridad lo miraban burlona y desagradablemente.
Ninguno de aquellos castigos, sin embargo, era ni sombra del que su abuela le
reservaba; dos días después de la intrusión de Black, envió a Neville lo peor que un
alumno de Hogwarts podía recibir durante el desayuno: un vociferador.
Las lechuzas del colegio entraron como flechas en el Gran Comedor; llevando el
correo como de costumbre, y Neville se atragantó cuando una enorme lechuza aterrizó
ante él, con un sobre rojo en el pico. Harry y Ron, que estaban sentados al otro lado de
la mesa, reconocieron enseguida la carta. También Ron había recibido el año anterior un
vociferador de su madre.
—¡Cógelo y vete, Neville! —le aconsejó Ron.
Neville no necesitó oírlo dos veces. Cogió el sobre y, sujetándolo como si se tratara
de una bomba, salió del Gran Comedor corriendo, mientras la mesa de Slytherin, al
verlo, estallaba en carcajadas. Oyeron el vociferador en el vestíbulo. La voz de la abuela
de Neville, amplificada cien veces por medio de la magia, gritaba a Neville que había
llevado la vergúenza a la familia.
Harry estaba demasiado absorto apiadándose de Neville para darse cuenta de que
también él tenía carta. Hedwig llamó su atención dándole un picotazo en la muñeca.
—¡Ay! Ah, Hedwig, gracias.
Harry rasgó el sobre mientras Hedwig picoteaba entre los copos de maíz de
Neville. La nota que había dentro decía:
Queridos Harry y Ron:
¿Os apetece tornar el té conmigo esta tarde, a eso de las seis? Iré a
recogeros al castillo. ESPERADME EN EL VESTÍBULO. NO TENÉIS
PERMISO PARA SALIR SOLOS.
Un saludo,
Hagrid
—Probablemente quiere saber los detalles de lo de Black —dijo Ron.
Así que aquella tarde, a las seis, Harry y Ron salieron de la torre de Gryffindor,
pasaron corriendo por entre los troles de seguridad y se dirigieron al vestíbulo. Hagrid
los aguardaba ya.
—Bien, Hagrid —dijo Ron—. Me imagino que quieres que te cuente lo de la noche
del sábado, ¿no?
—Ya me lo han contado —dijo Hagrid, abriendo la puerta principal y saliendo con
ellos.
—Vaya —dijo Ron, un poco ofendido.
Lo primero que vieron al entrar en la cabaña de Hagrid fue a Buckbeak, que estaba
estirado sobre el edredón de retales de Hagrid, con las enormes alas plegadas y
comiéndose un abundante plato de hurones muertos. Al apartar los ojos de la
desagradable visión, Harry vio un traje gigantesco de una tela marrón peluda y una
espantosa corbata amarilla y naranja, colgados de la puerta del armario.
—¿Para qué son, Hagrid? —preguntó Harry.
—Buckbeak tiene que presentarse ante la Comisión para las Criaturas Peligrosas
—dijo Hagrid—. Será este viernes. Iremos juntos a Londres. He reservado dos camas en
el autobús noctámbulo...
Harry se avergonzó. Se había olvidado por completo de que el juicio de Buckbeak
estaba próximo, y a juzgar por la incomodidad evidente de Ron, él también lo había
olvidado. Habían olvidado igualmente que habían prometido que lo ayudarían a
preparar la defensa de Buckbeak. La llegada de la Saeta de Fuego lo había borrado de la
cabeza de ambos.
Hagrid les sirvió té y les ofreció un plato de bollos de Bath. Pero los conocían
demasiado bien para aceptarlos. Ya tenían experiencia con la cocina de Hagrid.
—Tengo algo que comentaros —dijo Hagrid, sentándose entre ellos, con una
seriedad que resultaba rara en él.
—¿Qué? —preguntó Harry.
—Hermione —dijo Hagrid.
—¿Qué le pasa? —preguntó Ron.
—Está muy mal, eso es lo que le pasa. Me ha venido a visitar con mucha
frecuencia desde las Navidades. Se encuentra sola. Primero no le hablabais por lo de la
Saeta de Fuego. Ahora no le habláis por culpa del gato.
—¡Se comió a Scabbers! —exclamó Ron de malhumor.
—¡Porque su gato hizo lo que todos los gatos! —prosiguió Hagrid—. Ha llorado,
¿sabéis? Está pasando momentos muy difíciles. Creo que trata de abarcar más de lo que
puede. Demasiado trabajo. Aún encontró tiempo para ayudarme con el caso Buckbeak.
Por supuesto, me ha encontrado algo muy útil... Creo que ahora va a tener bastantes
posibilidades...
—Nosotros también tendríamos que haberte ayudado. Hagrid, lo siento —balbuceó
Harry
—¡No os culpo! —dijo Hagrid con un movimiento de la mano—. Ya sé que habéis
estado muy ocupados Os he visto entrenar día y noche. Pero tengo que deciros que creía
que valorabais más a vuestra amiga que a las escobas o las ratas. Nada más. —Harry y
Ron se miraron azorados—. Sufrió mucho cuando se enteró de que Black había estado a
punto de matarte, Ron. Hermione tiene buen corazón. Y vosotros dos sin dirigirle la
palabra...
—Si se deshiciera de ese gato, le volvería a hablar —dijo Ron enfadado—. Pero
todavía lo defiende. Está loco, y ella no admite una palabra en su contra.
—Ah, bueno, la gente suele ponerse un poco tonta con sus animales de compañía
—dijo Hagrid prudentemente.
Buckbeak escupió unos huesos de hurón sobre la almohada de Hagrid.
Pasaron el resto del tiempo hablando de las crecientes posibilidades de Gryffindor
de ganar la copa de quidditch. A las nueve en punto, Hagrid los acompañó al castillo.
Cuando volvieron a la sala común, un grupo numeroso de gente se amontonaba
delante del tablón de anuncios.
—¡Hogsmeade el próximo fin de semana! —dijo Ron, estirando el cuello para leer
la nueva nota por encima de las cabezas ajenas—. ¿Qué vas a hacer? —preguntó a
Harry en voz baja, al sentarse.
—Bueno, Filch no ha tapado la entrada del pasadizo que lleva a Honeydukes
—dijo Harry aún más bajo.
—Harry —dijo una voz en su oído derecho. Harry se sobresaltó. Se volvió y vio a
Hermione, sentada a la mesa que tenían detrás, por un hueco que había en el muro de
libros que la ocultaba—, Harry, si vuelves otra vez a Hogsmeade... le contaré a la
profesora McGonagall lo del mapa.
—¿Oyes a alguien, Harry? —masculló Ron, sin mirar a Hermione.
—Ron, ¿cómo puedes dejarle que vaya? ¡Después de lo que estuvo a punto de
hacerte Sirius Black! Hablo en serio. Le contaré...
—¡Así que ahora quieres que expulsen a Harry! —dijo Ron, furioso—. ¿Es que no
has hecho ya bastante daño este curso?
Hermione abrió la boca para responder, pero Crookshanks saltó sobre su regazo
con un leve bufido. Hermione se asustó de la expresión de Ron, cogió a Crookshanks y
se fue corriendo hacia los dormitorios de las chicas.
—Entonces ¿qué te parece? —preguntó Ron a Harry, como si no hubiera habido
ninguna interrupción—. Venga, la última vez no viste nada. ¡Ni siquiera has estado
todavía en Zonko!
Harry miró a su alrededor para asegurarse de que Hermione no podía oír sus
palabras:
—De acuerdo —dijo—. Pero esta vez cogeré la capa invisible.
El sábado por la mañana, Harry metió en la mochila la capa invisible, guardó en el
bolsillo el mapa del merodeador y bajó a desayunar con los otros. Hermione no dejaba
de mirarlo con suspicacia, pero él evitaba su mirada y se aseguró de que ella lo viera
subir la escalera de mármol del vestíbulo mientras todos los demás se dirigían a las
puertas principales.
—¡Adiós, Harry! —le dijo en voz alta—. ¡Hasta la vuelta!
Ron se sonrió y guiñó un ojo.
Harry subió al tercer piso a toda prisa, sacando el mapa del merodeador mientras
corría. Se puso en cuclillas detrás de la bruja tuerta y extendió el mapa. Un puntito
diminuto se movía hacia él. Harry lo examinó entornando los ojos. La minúscula
inscripción que acompañaba al puntito decía: «NEVILLE LONGBOTTOM.»
Harry sacó la varita rápidamente, musitó «Dissendio» y metió la mochila en la
estatua, pero antes de que pudiera entrar por ella Neville apareció por la esquina:
—¡Harry! Había olvidado que tú tampoco ibas a Hogsmeade.
—Hola, Neville —dijo Harry, separándose rápidamente de la estatua y volviendo a
meterse el mapa en el bolsillo—. ¿Qué haces?
—Nada —dijo Neville, encogiéndose de hombros—. ¿Te apetece una partida de
snap explosivo?
—Ahora no... Iba a la biblioteca a hacer el trabajo sobre los vampiros, para Lupin.
—¡Voy contigo! —dijo Neville con entusiasmo—. ¡Yo tampoco lo he hecho!
—Eh... ¡Pero si lo terminé anoche! ¡Se me había olvidado!
—¡Estupendo, entonces podrás ayudarme! —dijo Neville—. No me entra todo eso
del ajo. ¿Se lo tienen que comer o...?
Neville se detuvo con un estremecimiento, mirando por encima del hombro de
Harry.
Era Snape. Neville se puso rápidamente detrás de Harry.
—¿Qué hacéis aquí los dos? —dijo Snape, deteniéndose y mirando primero a uno y
después al otro—. Un extraño lugar para reunirse...
Ante el desasosiego de Harry, los ojos negros de Snape miraron hacia las puertas
que había a cada lado y luego a la bruja tuerta.
—No nos hemos reunido aquí —explicó Harry—. Sólo nos hemos encontrado por
casualidad.
—¿De veras? —dijo Snape—. Tienes la costumbre de aparecer en lugares
inesperados, Potter; y raramente te encuentras en ellos sin motivo. Os sugiero que
volváis a la torre de Gryffindor, que es donde debéis estar.
Harry y Neville se pusieron en camino sin decir nada. Al doblar la esquina, Harry
miró atrás. Snape pasaba una mano por la cabeza de la bruja tuerta, examinándola
detenidamente. Harry se las arregló para deshacerse de Neville en el retrato de la señora
gorda, diciendo la contraseña y simulando que se había dejado el trabajo sobre los
vampiros en la biblioteca y que volvía por él. Después de perder de vista a los troles de
seguridad, volvió a sacar el mapa.
El corredor del tercer piso parecía desierto. Harry examinó el mapa con
detenimiento y vio con alivio que la minúscula mota con la inscripción «SEVERUS
SNAPE» estaba otra vez en el despacho.
Echó una carrera hasta la estatua de la bruja, abrió la entrada de la joroba y se
deslizó hasta encontrar la mochila al final de aquella especie de tobogán de piedra.
Borró el mapa del merodeador y echó a correr.
Completamente oculto por la capa invisible, Harry salió a la luz del sol por la puerta de
Honeydukes y dio un codazo a Ron en la espalda.
—Soy yo —susurro.
—¿Por qué has tardado tanto? —dijo Ron entre dientes.
—Snape rondaba por allí.
Echaron a andar por High Street.
—¿Dónde estás? —le preguntaba Ron de vez en cuando, por la comisura de la
boca—. ¿Sigues ahí? Qué raro resulta esto...
Fueron a la oficina de correos. Ron hizo como que miraba el precio de una lechuza
que iba hasta Egipto, donde estaba Bill, y de esa manera Harry pudo hartarse de
curiosear. Por lo menos trescientas lechuzas ululaban suavemente, desde las grises
grandes hasta las pequeñísimas scops («Sólo entregas locales»), que cabían en la palma
de la mano de Harry.
Luego visitaron la tienda de Zonko, que estaba tan llena de estudiantes de
Hogwarts que Harry tuvo que tener mucho cuidado para no pisar a nadie y no provocar
el pánico. Había artículos de broma para satisfacer hasta los sueños más descabellados
de Fred y George. Harry susurró a Ron lo que quería que le comprara y le pasó un poco
de oro por debajo de la capa. Salieron de Zonko con los monederos bastante más vacíos
que cuando entraron, pero con los bolsillos abarrotados de bombas fétidas, dulces de
hipotós, jabón de huevos de rana y una taza que mordía la nariz.
El día era agradable, con un poco de brisa, y a ninguno de los dos le apetecía
meterse dentro de ningún sitio, así que siguieron caminando, dejaron atrás Las Tres
Escobas y subieron una cuesta para ir a visitar la Casa de los Gritos, el edificio más
embrujado de Gran Bretaña. Estaba un poco separada y más elevada que el resto del
pueblo, e incluso a la luz del día resultaba escalofriante con sus ventanas cegadas y su
jardín húmedo, sombrío y cuajado de maleza.
—Hasta los fantasmas de Hogwarts la evitan —explicó Ron, apoyado como Harry
en la valla, levantando la vista hacia ella—. Le he preguntado a Nick Casi Decapitado...
Dice que ha oído que aquí residen unos fantasmas muy bestias. Nadie puede entrar.
Fred y George lo intentaron, claro, pero todas las entradas están tapadas.
Harry, agotado por la subida, estaba pensando en quitarse la capa durante unos
minutos cuando oyó voces cercanas. Alguien subía hacia la casa por el otro lado de la
colina. Un momento después apareció Malfoy, seguido de cerca por Crabbe y Goyle.
Malfoy decía:
—... en cualquier momento recibiré una lechuza de mi padre. Tengo que ir al juicio
para declarar por lo de mi brazo. Tengo que explicar que lo tuve inutilizado durante tres
meses...
Crabbe y Goyle se rieron.
—Ojalá pudiera oír a ese gigante imbécil y peludo defendiéndose: «Es inofensivo,
de verdad. Ese hipogrifo es tan bueno como un...» —Malfoy vio a Ron de repente. Hizo
una mueca malévola—. ¿Qué haces, Weasley? —Levantó la vista hacia la casa en
ruinas que había detrás de Ron—: Supongo que te encantaría vivir ahí, ¿verdad, Ron?
¿Sueñas con tener un dormitorio para ti solo? He oído decir que en tu casa dormís todos
en una habitación, ¿es cierto?
Harry sujetó a Ron por la túnica para impedirle que saltara sobre Malfoy.
—Déjamelo a mí— le susurró al oído.
La oportunidad era demasiado buena para no aprovecharla. Harry se acercó
sigilosamente a Malfoy, Crabbe y Goyle, por detrás; se agachó y cogió un puñado de
barro del camino.
—Ahora mismo estábamos hablando de tu amigo Hagrid —dijo Malfoy a Ron—.
Estábamos imaginando lo que dirá ante la Comisión para las Criaturas Peligrosas.
¿Crees que llorará cuando al hipogrifo le corten...?
¡PLAF!
Al golpearle la bola de barro en la cabeza, Malfoy se inclinó hacia delante. Su pelo
rubio platino chorreaba barro de repente.
—¿Qué demo. ..?
Ron se sujetó a la valla para no revolcarse en el suelo de la risa. Malfoy, Crabbe y
Goyle se dieron la vuelta, mirando a todas partes. Malfoy se limpiaba el pelo.
—¿Qué ha sido? ¿Quién lo ha hecho?
—Esto está lleno de fantasmas, ¿verdad? —observó Ron, como quien comenta el
tiempo que hace.
Crabbe y Goyle parecían asustados. Sus abultados músculos no les servían de
mucho contra los fantasmas. Malfoy daba vueltas y miraba como loco el desierto paraje.
Harry se acercó a hurtadillas a un charco especialmente sucio sobre el que había
una capa de fango verdoso de olor nauseabundo.
¡PATAPLAF!
Crabbe y Goyle recibieron algo esta vez. Goyle saltaba sin moverse del sitio,
intentando quitarse el barro de sus ojos pequeños y apagados.
—¡Ha venido de allá! —dijo Malfoy, limpiándose la cara y señalando un punto que
estaba unos dos metros a la izquierda de Harry
Crabbe fue hacia delante dando traspiés, estirando como un zombi sus largos
brazos. Harry lo esquivó, cogió un palo y se lo tiró a Crabbe. Le acertó en la espalda.
Harry retrocedió riendo en silencio mientras Crabbe ejecutaba en el aire una especie de
pirueta para ver quién lo había arrojado. Como Ron era la única persona a la que Crabbe
podía ver, fue a él a quien se dirigió. Pero Harry estiró la pierna. Crabbe tropezó,
trastabilló y su pie grande y plano pisó la capa de Harry, que sintió un tirón y notó que
la capa le resbalaba por la cara.
Durante una fracción de segundo, Malfoy lo miró fijamente.
—¡AAAH! —gritó, señalando la cabeza de Harry
Dio media vuelta y corrió colina abajo como alma que llevara el diablo, con Crabbe
y Goyle detrás.
Harry se puso bien la capa, pero ya era demasiado tarde.
—Harry —dijo Ron, avanzando a trompicones y mirando hacia el lugar en que
había aparecido la cabeza de su amigo—. Más vale que huyas. Si Malfoy se lo cuenta a
alguien... lo mejor será que regreses rápidamente al castillo...
—¡Nos vemos más tarde! —le dijo Harry, y volvió hacia el pueblo a todo correr.
¿Creería Malfoy lo que había visto? ¿Creería alguien a Malfoy? Nadie sabía lo de
la capa invisible. Nadie excepto Dumbledore. Harry sintió un retortijón en el estómago.
Si Malfoy contaba algo, Dumbledore comprendería perfectamente lo ocurrido.
Volvió a Honeydukes, volvió a bajar a la bodega, por el suelo de piedra, volvió a
meterse por la trampilla, se quitó la capa, se la puso debajo del brazo y corrió todo lo
que pudo por el pasadizo... Malfoy llegaría antes. ¿Cuánto tiempo le costaría encontrar a
un profesor? Jadeando, notando un pinchazo en el costado, Harry no dejó de correr
hasta que alcanzó el tobogán de piedra. Tendría que dejar la capa donde antes. Era
demasiado comprometida, en caso de que Malfoy se hubiera chivado a algún profesor.
La ocultó en un rincón oscuro y empezó a escalar con rapidez. Sus manos sudorosas
resbalaban en los flancos del tobogán. Llegó a la parte interior de la joroba de la bruja,
le dio unos golpecitos con la varita, asomó la cabeza y salió. La joroba se cerró y
precisamente cuando Harry salía por la estatua, oyó unos pasos ligeros que se
aproximaban.
Era Snape. Se acercó a Harry con paso rápido, produciendo un frufrú con la toga
negra, y se detuvo ante él.
—¿Y..? —preguntó.
Había en el profesor un aire contenido de triunfo. Harry trató de disimular,
demasiado consciente de que tenía el rostro sudoroso y las manos manchadas de barro,
que se apresuró a esconder en los bolsillos.
—Ven conmigo, Potter —dijo Snape.
Harry lo siguió escaleras abajo, limpiándose las manos en el interior de la túnica
sin que Snape se diera cuenta. Bajaron hasta las mazmorras y entraron en el despacho de
Snape. Harry sólo había entrado en aquel lugar en una ocasión y también entonces se
había visto en un serio aprieto. Desde aquella vez, Snape había comprado más seres
viscosos y repugnantes, y los había metido en tarros. Estaban todos en estanterías,
detrás de la mesa, brillando a la luz del fuego de la chimenea y acentuando el aire
amenazador de la situación.
—Siéntate —dijo Snape.
Harry se sentó. Snape, sin embargo, permaneció de pie.
—El señor Malfoy acaba de contarme algo muy extraño, Potter —dijo Snape.
Harry no abrió la boca.
—Me ha contado que se encontró con Weasley junto a la Casa de los Gritos. Al
parecer; Weasley estaba solo.
Harry siguió sin decir nada.
—El señor Malfoy asegura que estaba hablando con Weasley cuando una gran
cantidad de barro le golpeó en la parte posterior de la cabeza. ¿Cómo crees que pudo
ocurrir?
Harry trató de parecer sorprendido:
—No lo sé, profesor.
Snape taladraba a Harry con los ojos. Era igual que mirar a los ojos a un hipogrifo:
Harry hizo un gran esfuerzo para no parpadear.
—Entonces, el señor Malfoy presenció una extraordinaria aparición. ¿Se te ocurre
qué pudo ser; Potter?
—No —contestó Harry, intentando aparentar una curiosidad inocente.
—Tu cabeza, Potter. Flotando en el aire.
Hubo un silencio prolongado.
—Tal vez debería acudir a la señora Pomfrey. Si ve cosas como...
—¿Qué estaría haciendo tu cabeza en Hogsmeade, Potter? —dijo Snape con voz
suave—. Tu cabeza no tiene permiso para ir a Hogsmeade. Ninguna parte de tu cuerpo,
en realidad.
—Lo sé —dijo Harry, haciendo un esfuerzo para que ni la culpa ni el miedo se
reflejaran en su rostro—. Parece que Malfoy tiene alucina...
—Malfoy no tiene alucinaciones —gruñó Snape, y se inclinó hacia delante,
apoyando las manos en los brazos del asiento de Harry, para que sus caras quedasen a
un palmo de distancia—. Si tu cabeza estaba en Hogsmeade, también estaba el resto.
—He estado arriba, en la torre de Gryffindor —dijo Harry—. Como usted me
mandó.
—¿Hay alguien que pueda testificarlo?
Harry no dijo nada. Los finos labios de Snape se torcieron en una horrible sonrisa.
—Bien —dijo, incorporándose—. Todo el mundo, desde el ministro de Magia para
abajo, trata de proteger de Sirius Black al famoso Harry Potter. Pero el famoso Harry
Potter hace lo que le da la gana. ¡Que la gente vulgar se preocupe de su seguridad! El
famoso Harry Potter va donde le apetece sin pensar en las consecuencias.
Harry guardó silencio. Snape le provocaba para que revelara la verdad. Pero no iba
a hacerlo. Snape aún no tenía pruebas.
—¡Cómo te pareces a tu padre! —dijo de repente Snape, con los ojos
relampagueantes—. También él era muy arrogante. No era malo jugando al quidditch y
eso le hacía creerse superior a los demás. Se pavoneaba por todas partes con sus amigos
y admiradores. El parecido es asombroso.
—Mi padre no se pavoneaba —dijo Harry, sin poderse contener—. Y yo tampoco.
—Tu padre tampoco respetaba mucho las normas —prosiguió Snape, en sus trece,
con el delgado rostro lleno de malicia—. Las normas eran para la gente que estaba por
debajo, no para los ganadores de la copa de quidditch. Era tan engreído...
—¡CÁLLESE!
Harry se puso en pie. Lo invadía una rabia que no había sentido desde su última
noche en Privet Drive. No le importaba que Snape se hubiera puesto rígido ni que sus
ojos negros lo miraran con un fulgor amenazante:
—¿Qué has dicho, Potter?
—¡Le he dicho que deje de hablar de mi padre! Conozco la verdad. Él le salvó a
usted la vida. ¡Dumbledore me lo contó! ¡Si no hubiera sido por mi padre, usted ni
siquiera estaría aquí!
La piel cetrina de Snape se puso del color de la leche agria.
—¿Y el director te contó las circunstancias en que tu padre me salvó la vida?
—susurró—. ¿O consideró que esos detalles eran demasiado desagradables para los
delicados oídos de su estimadísimo Potter?
Harry se mordió el labio. No sabía cómo había ocurrido y no quería admitir que no
lo sabía. Pero parecía que Snape había adivinado la verdad.
—Lamentaría que salieras de aquí con una falsa idea de tu padre —añadió con una
horrible mueca—. ¿Imaginabas algún acto glorioso de heroísmo? Pues permíteme que te
desengañe. Tu santo padre y sus amigos me gastaron una broma muy divertida, que
habría acabado con mi vida si tu padre no hubiera tenido miedo en el último momento y
no se hubiera echado atrás. No hubo nada heroico en lo que hizo. Estaba salvando su
propia piel tanto como la mía. Si su broma hubiera tenido éxito, lo habrían echado de
Hogwarts.
Snape enseñó los dientes, irregulares y amarillos.
—¡Da la vuelta a tus bolsillos, Potter! —le ordenó de repente.
Harry no se movió. Oía los latidos que le retumbaban en los oídos.
—¡Da la vuelta a tus bolsillos o vamos directamente al director! ¡Dales la vuelta,
Potter!
Temblando de miedo, Harry sacó muy lentamente la bolsa de artículos de broma de
Zonko y el mapa del merodeador.
Snape cogió la bolsa de Zonko.
—Todo me lo ha dado Ron —dijo Harry, esperando tener la posibilidad de poner a
Ron al corriente antes de que Snape lo viera—. Me lo trajo de Hogsmeade la última
vez...
—¿De verdad? ¿Y lo llevas encima desde entonces? ¡Qué enternecedor...! ¿Y esto
qué es?
Snape acababa de coger el mapa. Harry hizo un enorme esfuerzo por mantenerse
impasible.
—Un trozo de pergamino que me sobró —dijo encogiéndose de hombros.
Snape le dio la vuelta, con los ojos puestos en Harry.
—Supongo que no necesitarás un trozo de pergamino tan viejo —dijo—. ¿Puedo
tirarlo?
Acercó la mano al fuego.
—¡No! —exclamó Harry rápidamente.
—¿Cómo? —dijo Snape. Las aletas de la nariz le vibraban—. ¿Es otro precioso
regalo del señor Weasley? ¿O es... otra cosa? ¿Quizá una carta escrita con tinta
invisible? ¿O tal vez... instrucciones para llegar a Hogsmeade evitando a los
dementores?
Harry parpadeó. Los ojos de Snape brillaban.
—Veamos, veamos... —susurró, sacando la varita y desplegando el mapa sobre la
mesa—. ¡Revela tu secreto! —dijo, tocando el pergamino con la punta de la varita.
No ocurrió nada. Harry enlazó las manos para evitar que temblaran.
—¡Muéstrate! —dijo Snape, golpeando el mapa con energía.
Siguió en blanco. Harry respiró aliviado.
—¡Severus Snape, profesor de este colegio, te ordena enseñar la información que
ocultas! —dijo Snape, volviendo a golpear el mapa con la varita.
Como si una mano invisible escribiera sobre él, en la lisa superficie del mapa
fueron apareciendo algunas palabras: «El señor Lunático presenta sus respetos al
profesor Snape y le ruega que aparte la narizota de los asuntos que no le atañen.»
Snape se quedó helado. Harry contempló el mensaje estupefacto. Pero el mapa no
se detuvo allí. Aparecieron más cosas escritas debajo de las primeras líneas: «El señor
Cornamenta está de acuerdo con el señor Lunático y sólo quisiera añadir que el profesor
Snape es feo e imbécil.»
Habría resultado muy gracioso en otra situación menos grave. Y había más: «El
señor Canuto quisiera hacer constar su estupefacción ante el hecho de que un idiota
semejante haya llegado a profesor.»
Harry cerró los ojos horrorizado. Al abrirlos, el mapa había añadido las últimas
palabras: «El señor Colagusano saluda al profesor Snape y le aconseja que se lave el
pelo, el muy guarro.»
Harry aguardó el golpe.
—Bueno... —dijo Snape con voz suave—. Ya veremos.
Se dirigió al fuego con paso decidido, cogió de un tarro un puñado de polvo
brillante y lo arrojó a las llamas.
—¡Lupin! —gritó Snape dirigiéndose al fuego—. ¡Quiero hablar contigo!
Totalmente asombrado, Harry se quedó mirando el fuego. Una gran forma apareció
en él, revolviéndose muy rápido.
Unos segundos más tarde, el profesor Lupin salía de la chimenea sacudiéndose las
cenizas de la toga raída.
—¿Llamabas, Severus? —preguntó Lupin, amablemente.
—Sí —respondió Snape, con el rostro crispado por la furia y regresando a su mesa
con amplias zancadas—. Le he dicho a Potter que vaciara los bolsillos y llevaba esto.
Snape señaló el pergamino en el que todavía brillaban las palabras de los señores
Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta. En el rostro de Lupin apareció una
expresión extraña y hermética.
—¿Qué te parece? —dijo Snape. Lupin siguió mirando el mapa. Harry tenía la
impresión de que Lupin estaba muy concentrado—. ¿Qué te parece? —repitió Snape—.
Este pergamino está claramente encantado con Artes Oscuras. Entra dentro de tu
especialidad, Lupin. ¿Dónde crees que lo pudo conseguir Potter?
Lupin levantó la vista y con una mirada de soslayo a Harry, le advirtió que no lo
interrumpiera.
—¿Con Artes Oscuras? —repitió con voz amable—. ¿De verdad lo crees, Severus?
A mí me parece simplemente un pergamino que ofende al que intenta leerlo. Infantil,
pero seguramente no peligroso. Supongo que Harry lo ha comprado en una tienda de
artículos de broma.
—¿De verdad? —preguntó Snape. Tenía la quijada rígida a causa del enfado—.
¿Crees que una tienda de artículos de broma le vendería algo como esto? ¿No crees que
es más probable que lo consiguiera directamente de los fabricantes?
Harry no entendía qué quería decir Snape. Y daba la impresión de que Lupin
tampoco.
—¿Quieres decir del señor Colagusano o cualquiera de esas personas?
—preguntó—. Harry, ¿conoces a alguno de estos señores?
—No —respondió rápidamente Harry.
—¿Lo ves, Severus? —dijo Lupin, volviéndose hacia Snape—. Creo que es de
Zonko.
En ese momento entró Ron en el despacho. Llegaba sin aliento. Se paró de pronto
delante de la mesa de Snape, con una mano en el pecho e intentando hablar.
—Yo... le di... a Harry... ese objeto —dijo con la voz ahogada—. Lo compré en
Zonko hace mucho tiempo...
—Bien —dijo Lupin, dando una palmada y mirando contento a su alrededor—.
¡Parece que eso lo aclara todo! Me lo llevo, Severus, si no te importa —Plegó el mapa y
se lo metió en la toga—. Harry, Ron, venid conmigo. Tengo que deciros algo
relacionado con el trabajo sobre los vampiros. Discúlpanos, Severus.
Harry no se atrevió a mirar a Snape al salir del despacho. Él, Ron y Lupin hicieron
todo el camino hasta el vestíbulo sin hablar. Luego Harry se volvió a Lupin.
—Señor profesor; yo...
—No quiero disculpas —dijo Lupin. Echó una mirada al vestíbulo vacío y bajó la
voz—. Da la casualidad de que sé que este mapa fue confiscado por el señor Filch hace
muchos años. Sí, sé que es un mapa —dijo ante los asombrados Harry y Ron—. No
quiero saber cómo ha caído en vuestras manos. Me asombra, sin embargo, que no lo
entregarais, especialmente después de lo sucedido en la última ocasión en que un
alumno dejó por ahí información relativa al castillo. No te lo puedo devolver; Harry.
Harry ya lo suponía, y quería explicarse.
—¿Por qué pensó Snape que me lo habían dado los fabricantes?
—Porque... porque los fabricantes de estos mapas habrían querido sacarte del
colegio. Habrían pensado que era muy divertido.
—¿Los conoce? —dijo Harry impresionado.
—Nos hemos visto —dijo Lupin lacónicamente. Miraba a Harry más serio que
nunca—. No esperes que te vuelva a encubrir; Harry. No puedo conseguir que te tomes
en serio a Sirius Black, pero creía que los gritos que oyes cuando se te aproximan los
dementores te habían hecho algún efecto. Tus padres dieron su vida para que tú
siguieras vivo, Harry Y tú les correspondes muy mal... cambiando su sacrificio por una
bolsa de artículos de broma.
Se marchó y Harry se sintió mucho peor que en el despacho de Snape. Despacio,
subieron la escalera de mármol. Al pasar al lado de la estatua de la bruja tuerta, Harry se
acordó de la capa invisible. Seguía allí abajo, pero no se atrevió a ir por ella.
—Es culpa mía —dijo Ron de pronto—. Yo te persuadí de que fueras. Lupin tiene
razón. Fue una idiotez. No debimos hacerlo.
Dejó de hablar. Habían llegado al corredor en que los troles de seguridad estaban
haciendo la ronda y por el que Hermione avanzaba hacia ellos. Al verle la cara, a Harry
no le cupo ninguna duda de que estaba enterada de lo ocurrido. Sintió una enorme
desazón. ¿Se lo habría contado a la profesora McGonagall?
—¿Has venido a darte el gusto? —le preguntó Ron cuando se detuvo la
muchacha—. ¿O acabas de delatarnos?
—No —respondió Hermione. Tenía en las manos una carta y el labio le
temblaba—. Sólo creí que debíais saberlo. Hagrid ha perdido el caso. Van a ejecutar a
Buckbeak.
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