Como si su cerebro se hubiera pasado la noche discurriendo, Harry se levantó temprano
a la mañana siguiente con un plan perfectamente concebido. Se vistió a la pálida luz del
alba, salió del dormitorio sin despertar a Ron y bajó a la sala común, en la que aún no
había nadie. Allí cogió un trozo de pergamino de la mesa en la que todavía estaba su
trabajo para la clase de Adivinación, y escribió en él la siguiente carta:
Querido Sirius:
Creo que lo de que me dolía la cicatriz fue algo que me imaginé, nada
más. Estaba medio dormido la última vez que te escribí. No tiene sentido que
vengas, aquí todo va perfectamente. No te preocupes por mí, mi cabeza está
bien.
Harry
Salió por el hueco del retrato, subió por la escalera del castillo, que estaba sumido
en el silencio (sólo lo retrasó Peeves, que intentó vaciar un jarrón grande encima de él,
en medio del corredor del cuarto piso), y finalmente llego a la lechucería, que estaba
situada en la parte superior de la torre oeste.
La lechucería era un habitáculo circular con muros de piedra, bastante frío y con
muchas corrientes de aire, puesto que ninguna de las ventanas tenía cristales. El suelo
estaba completamente cubierto de paja, excrementos de lechuza y huesos regurgitados
de ratones y campañoles. Sobre las perchas, fijadas a largos palos que llegaban hasta el
techo de la torre, descansaban cientos y cientos de lechuzas de todas las razas
imaginables, casi todas dormidas, aunque Harry podía distinguir aquí y allá algún ojo
ambarino fijo en él. Vio a Hedwig acurrucada entre una lechuza común y un cárabo, y
se fue aprisa hacia ella, resbalando un poco en los excrementos esparcidos por el suelo.
Le costó bastante rato persuadirla de que abriera los ojos y, luego, de que los
dirigiera hacia él en vez de caminar de un lado a otro de la percha arrastrando las garras
y dándole la espalda. Evidentemente, seguía dolida por la falta de gratitud mostrada por
Harry la noche anterior. Al final, Harry sugirió en voz alta que tal vez estuviera
demasiado cansada y que sería mejor pedirle a Ron que le prestara a Pigwidgeon, y fue
entonces cuando Hedwig levantó la pata para que le atara la carta.
—Tienes que encontrarlo, ¿vale? —le dijo Harry, acariciándole la espalda mientras
la llevaba posada en su brazo hasta uno de los agujeros del muro—. Tienes que
encontrarlo antes que los dementores.
Ella le pellizcó el dedo, quizá más fuerte de lo habitual, pero ululó como siempre,
suavemente, como diciéndole que se quedara tranquilo. Luego extendió las alas y salió
al mismo tiempo que lo hacía el sol. Harry la contempló mientras se perdía de vista,
sintiendo la ya habitual molestia en el estómago. Había estado demasiado seguro de que
la respuesta de Sirius lo aliviaría de las preocupaciones en vez de incrementárselas.
—Le has dicho una mentira, Harry —le espetó Hermione en el desayuno, después que
él les contó lo que había hecho—. No te imaginaste que la cicatriz te doliera, y lo sabes.
—¿Y qué? —repuso Harry—. No quiero que vuelva a Azkaban por culpa mía.
—Déjalo —le dijo Ron a Hermione bruscamente, cuando ella abrió la boca para
argumentar contra Harry. Y, por una vez, Hermione le hizo caso y se quedó callada.
Durante las dos semanas siguientes, Harry intentó no preocuparse por Sirius. La
verdad era que cada mañana, cuando llegaban las lechuzas, no podía dejar de mirar muy
nervioso en busca de Hedwig, y por las noches, antes de ir a dormir, tampoco podía
evitar representarse horribles visiones de Sirius acorralado por los dementores en alguna
oscura calle de Londres; pero, entre una cosa y otra, intentaba apartar sus pensamientos
de su padrino. Hubiera querido poder jugar al quidditch para distraerse. Nada le iba
mejor a una mente atribulada que una buena sesión de entrenamiento. Por otro lado, las
clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa
Contra las Artes Oscuras.
Para su sorpresa, el profesor Moody anunció que les echaría la maldición imperius
por turno, tanto para mostrarles su poder como para ver si podían resistirse a sus
efectos.
—Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesor —le dijo una vacilante
Hermione, al tiempo que Moody apartaba las mesas con un movimiento de la varita,
dejando un amplio espacio en el medio del aula—. Usted dijo que usarlo contra otro ser
humano estaba...
—Dumbledore quiere que os enseñe cómo es —la interrumpió Moody, girando
hacia Hermione el ojo mágico y fijándolo sin parpadear en una mirada
sobrecogedora—. Si alguno de vosotros prefiere aprenderlo del modo más duro, cuando
alguien le eche la maldición para controlarlo completamente, por mí de acuerdo. Puede
salir del aula.
Señaló la puerta con un dedo nudoso. Hermione se puso muy colorada, y murmuró
algo de que no había querido decir que deseara irse. Harry y Ron se sonrieron el uno al
otro. Sabían que Hermione preferiría beber pus de bubotubérculo antes que perderse una
clase tan importante.
Moody empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición
imperius. Harry vio cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más
extrañas bajo su influencia: Dean Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando
el himno nacional, Lavender Brown imitó una ardilla y Neville ejecutó una serie de movimientos
gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente
incapaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ninguna resistencia
a la maldición, y se recobraban sólo cuando Moody la anulaba.
—Potter —gruñó Moody—, ahora te toca a ti.
Harry se adelantó hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas.
Moody levantó la varita mágica, lo apuntó con ella y dijo:
—¡Imperio!
Fue una sensación maravillosa. Harry se sintió como flotando cuando toda
preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa
que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente
relajado, apenas consciente de que todos lo miraban.
Y luego oyó la voz de Ojoloco Moody, retumbando en alguna remota región de su
vacío cerebro: Salta a la mesa... salta a la mesa...
Harry, obedientemente, flexionó las rodillas, preparado a dar el salto.
Salta a la mesa...
«Pero ¿por qué?»
Otra voz susurró desde la parte de atrás de su cerebro. «Qué idiotez, la verdad»,
dijo la voz.
Salta a la mesa...
«No, creo que no lo haré, gracias —dijo la otra voz, con un poco más de firmeza—.
No, realmente no quiero...»
¡Salta! ¡Ya!
Lo siguiente que notó Harry fue mucho dolor. Había tratado al mismo tiempo de
saltar y de resistirse a saltar. El resultado había sido pegarse de cabeza contra la mesa,
que se volcó, y, a juzgar por el dolor de las piernas, fracturarse las rótulas.
—Bien, ¡por ahí va la cosa! —gruñó la voz de Moody.
De pronto Harry sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza.
Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó.
—¡Mirad esto, todos vosotros... Potter se ha resistido! Se ha resistido, ¡y el
condenado casi lo logra! Lo volveremos a intentar, Potter, y todos los demás prestad
atención. Miradlo a los ojos, ahí es donde podéis verlo. ¡Muy bien, Potter, de verdad
que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!
—Por la manera en que habla —murmuró Harry una hora más tarde, cuando salía
cojeando del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras (Moody se había empeñado en
hacerle repetir cuatro veces la experiencia, hasta que logró resistirse completamente a la
maldición imperius)—, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a
otro.
—Sí, es verdad —dijo Ron, dando alternativamente un paso y un brinco: había
tenido muchas más dificultades con la maldición que Harry, aunque Moody le aseguró
que los efectos se habrían pasado para la hora de la comida—. Hablando de paranoias...
—Ron echó una mirada nerviosa por encima del hombro para comprobar que Moody no
estaba en ningún lugar en que pudiera oírlo, y prosiguió—, no me extraña que en el
Ministerio estuvieran tan contentos de desembarazarse de él: ¿no le oíste contarle a
Seamus lo que le hizo a la bruja que le gritó «¡bu!» por detrás el día de los inocentes?
¿Y cuándo se supone que vamos a ponernos al tanto de la maldición imperius con todas
las otras cosas que tenemos que hacer?
Todos los alumnos de cuarto habían apreciado un evidente incremento en la
cantidad de trabajo para aquel trimestre. La profesora McGonagall les explicó a qué se
debía, cuando la clase recibió con quejas los deberes de Transformaciones que ella
acababa de ponerles.
—¡Estáis entrando en una fase muy importante de vuestra educación mágica!
—declaró con ojos centelleantes—. Se acercan los exámenes para el TIMO.
—¡Pero si no tendremos el TIMO hasta el quinto curso! —objetó Dean Thomas.
—Es verdad, Thomas, pero créeme: ¡tenéis que prepararos lo más posible! La
señorita Granger sigue siendo la única persona de la clase que ha logrado convertir un
erizo en un alfiletero como Dios manda. ¡Permíteme recordarte que el tuyo, Thomas,
aún se hace una pelota cada vez que alguien se le acerca con un alfiler!
Hermione, que se había ruborizado, trató de no parecer demasiado satisfecha de sí
misma.
A Harry y Ron les costó contener la risa en la siguiente clase de Adivinación
cuando la profesora Trelawney les dijo que les había puesto sobresaliente en los
trabajos. Leyó pasajes enteros de sus predicciones, elogiándolos por la indiferencia con
que aceptaban los horrores que les deparaba el futuro inmediato. Pero no les hizo tanta
gracia cuando ella les mandó repetir el trabajo para el mes siguiente: a los dos se les
había agotado el repertorio de desgracias.
El profesor Binns, el fantasma que enseñaba Historia de la Magia, les mandaba
redacciones todas las semanas sobre las revueltas de los duendes en el siglo XVIII; el
profesor Snape los obligaba a descubrir antídotos, y se lo tomaron muy en serio porque
había dado a entender que envenenaría a uno de ellos antes de Navidad para ver si el
antídoto funcionaba; y el profesor Flitwick les había ordenado leer tres libros más como
preparación a su clase de encantamientos convocadores.
Hasta Hagrid los cargaba con un montón de trabajo. Los escregutos de cola
explosiva crecían a un ritmo sorprendente aunque nadie había descubierto todavía qué
comían. Hagrid estaba encantado y, como parte del proyecto, les sugirió ir a la cabaña
una tarde de cada dos para observar los escregutos y tomar notas sobre su extraordinario
comportamiento.
—No lo haré —se negó rotundamente Malfoy cuando Hagrid les propuso aquello
con el aire de un Papá Noel que sacara de su saco un nuevo juguete—. Ya tengo
bastante con ver esos bichos durante las clases, gracias.
De la cara de Hagrid desapareció la sonrisa.
—Harás lo que te digo —gruñó—, o seguiré el ejemplo del profesor Moody... Me
han dicho que eres un hurón magnifico, Malfoy.
Los de Gryffindor estallaron en carcajadas. Malfoy enrojeció de cólera, pero dio la
impresión de que el recuerdo del castigo que le había infligido Moody era lo bastante
doloroso para impedirle replicar. Harry, Ron y Hermione volvieron al castillo al final de
la clase de muy buen humor: haber visto que Hagrid ponía en su sitio a Malfoy era
especialmente gratificante, sobre todo porque éste había hecho todo lo posible el año
anterior para que despidieran a Hagrid.
Cuando llegaron al vestíbulo, no pudieron pasar debido a la multitud de estudiantes
que estaban arremolinados al pie de la escalinata de mármol, alrededor de un gran
letrero. Ron, el más alto de los tres, se puso de puntillas para echar un vistazo por
encima de las cabezas de la multitud, y leyó en voz alta el cartel:
TORNEO DE LOS TRES MAGOS
Los representantes de Beauxbatons y Durmstrang llegarán a las seis en punto
del viernes 30 de octubre. Las clases se interrumpirán media hora antes.
—¡Estupendo! —dijo Harry—. ¡La última clase del viernes es Pociones! ¡A Snape
no le dará tiempo de envenenarnos a todos!
Los estudiantes deberán llevar sus libros y mochilas a los dormitorios y
reunirse a la salida del castillo para recibir a nuestros huéspedes antes del
banquete de bienvenida.
—¡Sólo falta una semana! —dijo emocionado Ernie Macmillan, un alumno de
Hufflepuff, saliendo de la aglomeración—. Me pregunto si Cedric estará enterado. Me
parece que voy a decírselo...
—¿Cedric? —dijo Ron sin comprender, mientras Ernie se iba a toda prisa.
—Diggory —explicó Harry—. Querrá participar en el Torneo.
—¿Ese idiota, campeón de Hogwarts? —gruñó Ron mientras se abrían camino
hacia la escalera por entre la bulliciosa multitud.
—No es idiota. Lo que pasa es que no te gusta porque venció al equipo de
Gryffindor en el partido de quidditch —repuso Hermione—. He oído que es un
estudiante realmente bueno. Y es prefecto.
Lo dijo como si eso zanjara la cuestión.
—Sólo te gusta porque es guapo —dijo Ron mordazmente.
—Perdona, a mí no me gusta la gente sólo porque sea guapa —repuso Hermione
indignada.
Ron fingió que tosía, y su tos sonó algo así como: «¡Lockhart!»
El cartel del vestíbulo causó un gran revuelo entre los habitantes del castillo.
Durante la semana siguiente, y fuera donde fuera Harry, no había más que un tema de
conversación: el Torneo de los tres magos. Los rumores pasaban de un alumno a otro
como gérmenes altamente contagiosos: quién se iba a proponer para campeón de
Hogwarts, en qué consistiría el Torneo, en qué se diferenciaban de ellos los alumnos de
Beauxbatons y Durmstrang...
Harry notó, además, que el castillo parecía estar sometido a una limpieza
especialmente concienzuda. Habían restregado algunos retratos mugrientos, para
irritación de los retratados, que se acurrucaban dentro del marco murmurando cosas y
muriéndose de vergüenza por el color sonrosado de su cara. Las armaduras aparecían de
repente brillantes y se movían sin chirriar, y Argus Filch, el conserje, se mostraba tan
feroz con cualquier estudiante que olvidara limpiarse los zapatos que aterrorizó a dos
alumnas de primero hasta la histeria.
Los profesores también parecían algo nerviosos.
—¡Longbottom, ten la amabilidad de no decir delante de nadie de Durmstrang que
no eres capaz de llevar a cabo un sencillo encantamiento permutador! —gritó la
profesora McGonagall al final de una clase especialmente difícil en la que Neville se
había equivocado y le había injertado a un cactus sus propias orejas.
Cuando bajaron a desayunar la mañana del 30 de octubre, descubrieron que durante
la noche habían engalanado el Gran Comedor. De los muros colgaban unos enormes
estandartes de seda que representaban las diferentes casas de Hogwarts: rojos con un
león dorado los de Gryffindor, azules con un águila de color bronce los de Ravenclaw,
amarillos con un tejón negro los de Hufflepuff, y verdes con una serpiente plateada los
de Slytherin. Detrás de la mesa de los profesores, un estandarte más grande que los
demás mostraba el escudo de Hogwarts: el león, el águila, el tejón y la serpiente se
unían en torno a una enorme hache.
Harry, Ron y Hermione vieron a Fred y George en la mesa de Gryffindor. Una vez
más, y contra lo que había sido siempre su costumbre, estaban apartados y conversaban
en voz baja. Ron fue hacia ellos, seguido de los demás.
—Es un peñazo de verdad —le decía George a Fred con tristeza—. Pero si no nos
habla personalmente, tendremos que enviarle la carta. O metérsela en la mano. No nos
puede evitar eternamente.
—¿Quién os evita? —quiso saber Ron, sentándose a su lado.
—Me gustaría que fueras tú —contestó Fred, molesto por la interrupción.
—¿Qué te parece un peñazo? —preguntó Ron a George.
—Tener de hermano a un imbécil entrometido como tú —respondió George.
—¿Ya se os ha ocurrido algo para participar en el Torneo de los tres magos?
—inquirió Harry—. ¿Habéis pensado alguna otra cosa para entrar?
—Le pregunté a McGonagall cómo escogían a los campeones, pero no me lo dijo
—repuso George con amargura—. Me mandó callar y seguir con la transformación del
mapache.
—Me gustaría saber cuáles serán las pruebas —comentó Ron pensativo—. Porque
yo creo que nosotros podríamos hacerlo, Harry. Hemos hecho antes cosas muy
peligrosas.
—No delante de un tribunal —replicó Fred—. McGonagall dice que puntuarán a
los campeones según cómo lleven a cabo las pruebas.
—¿Quiénes son los jueces? —preguntó Harry.
—Bueno, los directores de los colegios participantes deben de formar parte del
tribunal —declaró Hermione, y todos se volvieron hacia ella, bastante sorprendidos—,
porque los tres resultaron heridos durante el torneo de mil setecientos noventa y dos,
cuando se soltó un basilisco que tenían que atrapar los campeones.
Ella advirtió cómo la miraban y, con su acostumbrado aire de impaciencia cuando
veía que nadie había leído los libros que ella conocía, explicó:
—Está todo en Historia de Hogwarts. Aunque, desde luego, ese libro no es muy de
fiar. Un título más adecuado sería «Historia censurada de Hogwarts», o bien «Historia
tendenciosa y selectiva de Hogwarts, que pasa por alto los aspectos menos
favorecedores del colegio».
—¿De qué hablas? —preguntó Ron, aunque Harry creyó saber a qué se refería.
—¡De los elfos domésticos! —dijo Hermione en voz alta, lo que le confirmó a
Harry que no se había equivocado—. ¡Ni una sola vez, en más de mil páginas, hace la
Historia de Hogwarts una sola mención a que somos cómplices de la opresión de un
centenar de esclavos!
Harry movió la cabeza a un lado y otro con desaprobación y se dedicó a los huevos
revueltos que tenía en el plato. Su carencia de entusiasmo y la de Ron no había
refrenado lo más mínimo la determinación de Hermione de luchar a favor de los elfos
domésticos. Era cierto que tanto uno como otro habían puesto los dos sickles que daban
derecho a una insignia de la P.E.D.D.O., pero lo habían hecho tan sólo para no
molestarla. Sin embargo, habían malgastado el dinero, ya que si habían logrado algo era
que Hermione se volviera más radical. Les había estado dando la lata desde aquel
momento, primero para que se pusieran las insignias, luego para que persuadieran a
otros de que hicieran lo mismo, y cada noche Hermione paseaba por la sala común de
Gryffindor acorralando a la gente y haciendo sonar la hucha ante sus narices.
—¿Sois conscientes de que son criaturas mágicas que no perciben sueldo y trabajan
en condiciones de esclavitud las que os cambian las sábanas, os encienden el fuego, os
limpian las aulas y os preparan la comida? —les decía furiosa.
Algunos, como Neville, habían pagado sólo para que Hermione dejara de mirarlo
con el entrecejo fruncido. Había quien parecía moderadamente interesado en lo que ella
decía pero se negaba a asumir un papel más activo en la campaña. A muchos todo
aquello les parecía una broma.
Ron alzó los ojos al techo, donde brillaba la luz de un sol otoñal, y Fred se mostró
enormemente interesado en su trozo de tocino (los gemelos se habían negado a adquirir
su insignia de la P.E.D.D.O.). George, sin embargo, se aproximó a Hermione un poco.
—Escucha, Hermione, ¿has estado alguna vez en las cocinas?
—No, claro que no —dijo Hermione de manera cortante—. Se supone que los
alumnos no...
—Bueno, pues nosotros sí —la interrumpió George, señalando a Fred—, un
montón de veces, para mangar comida. Y los conocemos, y sabemos que son felices.
Piensan que tienen el mejor trabajo del mundo.
—¡Eso es porque no están educados! Les han lavado el cerebro y... —comenzó a
decir Hermione acaloradamente, pero las siguientes palabras quedaron ahogadas por el
ruido de batir de alas encima de sus cabezas que anunciaba la llegada de las lechuzas
mensajeras.
Harry levantó la vista inmediatamente, y vio a Hedwig, que volaba hacia él.
Hermione se calló de repente. Ella y Ron miraron nerviosos a Hedwig, que revoloteó
hasta el hombro de Harry, plegó las alas y levantó la pata con cansancio.
Harry le desprendió la respuesta de Sirius de la pata y le ofreció a Hedwig los
restos de su tocino, que comió agradecida. Luego, tras asegurarse de que Fred y George
habían vuelto a sumergirse en nuevas discusiones sobre el Torneo de los tres magos,
Harry les leyó a Ron y a Hermione la carta de Sirius en un susurro:
Esa mentira te honra, Harry.
Ya he vuelto al país y estoy bien escondido. Quiero que me envíes
lechuzas contándome cuanto sucede en Hogwarts. No uses a Hedwig. Emplea
diferentes lechuzas, y no te preocupes por mí: cuida de ti mismo. No olvides lo
que te dije de la cicatriz.
Sirius
—¿Por qué tienes que usar diferentes lechuzas? —preguntó Ron en voz baja.
—Porque Hedwig atrae demasiado la atención —respondió Hermione de
inmediato—. Es muy llamativa. Una lechuza blanca yendo y viniendo a donde quiera
que se haya ocultado... Como no es un ave autóctona...
Harry enrolló la carta y se la metió en la túnica, preguntándose si se sentía más o
menos preocupado que antes. Consideró que ya era algo que Sirius hubiera conseguido
entrar en el país sin que lo atraparan. Tampoco podía negarse que la idea de que Sirius
estuviera mucho más cerca era tranquilizadora. Por lo menos, no tendría que esperar la
respuesta tanto tiempo cada vez que le escribiera.
—Gracias, Hedwig —dijo acariciándola. Ella ululó medio dormida, metió el pico
un instante en la copa de zumo de naranja de Harry, y se fue, evidentemente ansiosa de
echar una larga siesta en la lechucería.
Aquel día había en el ambiente una agradable impaciencia. Nadie estuvo muy
atento a las clases, porque estaban mucho más interesados en la llegada aquella noche
de la gente de Beauxbatons y Durmstrang. Hasta la clase de Pociones fue más llevadera
de lo usual, porque duró media hora menos. Cuando, antes de lo acostumbrado, sonó la
campana, Harry, Ron y Hermione salieron a toda prisa hacia la torre de Gryffindor,
dejaron allí las mochilas y los libros tal como les habían indicado, se pusieron las capas
y volvieron al vestíbulo.
Los jefes de las casas colocaban a sus alumnos en filas.
—Weasley, ponte bien el sombrero —le ordenó la profesora McGonagall a Ron—.
Patil, quítate esa cosa ridícula del pelo.
Parvati frunció el entrecejo y se quitó una enorme mariposa de adorno del extremo
de la trenza.
—Seguidme, por favor —dijo la profesora McGonagall—. Los de primero delante.
Sin empujar...
Bajaron en fila por la escalinata de la entrada y se alinearon delante del castillo. Era
una noche fría y clara. Oscurecía, y una luna pálida brillaba ya sobre el bosque
prohibido. Harry, de pie entre Ron y Hermione en la cuarta fila, vio a Dennis Creevey
temblando de emoción entre otros alumnos de primer curso.
—Son casi las seis —anunció Ron, consultando el reloj y mirando el camino que
iba a la verja de entrada—. ¿Cómo pensáis que llegarán? ¿En el tren?
—No creo —contestó Hermione.
—¿Entonces cómo? ¿En escoba? —dijo Harry, levantando la vista al cielo
estrellado.
—No creo tampoco... no desde tan lejos...
—¿En traslador? —sugirió Ron—. ¿Pueden aparecerse? A lo mejor en sus países
está permitido aparecerse antes de los diecisiete años.
—Nadie puede aparecerse dentro de los terrenos de Hogwarts. ¿Cuántas veces os lo
tengo que decir? —exclamó Hermione perdiendo la paciencia.
Escudriñaron nerviosos los terrenos del colegio, que se oscurecían cada vez más.
No se movía nada por allí. Todo estaba en calma, silencioso y exactamente igual que
siempre. Harry empezaba a tener un poco de frío, y confió en que se dieran prisa. Quizá
los extranjeros preparaban una llegada espectacular... Recordó lo que había dicho el
señor Weasley en el cámping, antes de los Mundiales: «Siempre es igual. No podemos
resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos...»
Y entonces, desde la última fila, en la que estaban todos los profesores,
Dumbledore gritó:
—¡Ajá! ¡Si no me equivoco, se acercan los representantes de Beauxbatons!
—¿Por dónde? —preguntaron muchos con impaciencia, mirando en diferentes
direcciones.
—¡Por allí! —gritó uno de sexto, señalando hacia el bosque.
Una cosa larga, mucho más larga que una escoba (y, de hecho, que cien escobas),
se acercaba al castillo por el cielo azul oscuro, haciéndose cada vez más grande.
—¡Es un dragón! —gritó uno de los de primero, perdiendo los estribos por
completo.
—No seas idiota... ¡es una casa volante! —le dijo Dennis Creevey.
La suposición de Dennis estaba más cerca de la realidad. Cuando la gigantesca
forma negra pasó por encima de las copas de los árboles del bosque prohibido casi
rozándolas, y la luz que provenía del castillo la iluminó, vieron que se trataba de un
carruaje colosal, de color azul pálido y del tamaño de una casa grande, que volaba hacia
ellos tirado por una docena de caballos alados de color tostado pero con la crin y la cola
blancas, cada uno del tamaño de un elefante.
Las tres filas delanteras de alumnos se echaron para atrás cuando el carruaje
descendió precipitadamente y aterrizó a tremenda velocidad. Entonces golpearon el
suelo los cascos de los caballos, que eran más grandes que platos, metiendo tal ruido
que Neville dio un salto y pisó a un alumno de Slytherin de quinto curso. Un segundo
más tarde el carruaje se posó en tierra, rebotando sobre las enormes ruedas, mientras los
caballos sacudían su enorme cabeza y movían unos grandes ojos rojos.
Antes de que la puerta del carruaje se abriera, Harry vio que llevaba un escudo: dos
varitas mágicas doradas cruzadas, con tres estrellas que surgían de cada una.
Un muchacho vestido con túnica de color azul pálido saltó del carruaje al suelo,
hizo una inclinación, buscó con las manos durante un momento algo en el suelo del
carruaje y desplegó una escalerilla dorada. Respetuosamente, retrocedió un paso.
Entonces Harry vio un zapato negro brillante, con tacón alto, que salía del interior del
carruaje. Era un zapato del mismo tamaño que un trineo infantil. Al zapato le siguió,
casi inmediatamente, la mujer más grande que Harry había visto nunca. Las
dimensiones del carruaje y de los caballos quedaron inmediatamente explicadas.
Algunos ahogaron un grito.
En toda su vida, Harry sólo había visto una persona tan gigantesca como aquella
mujer, y ése era Hagrid. Le parecía que eran exactamente igual de altos, pero aun así (y
tal vez porque estaba habituado a Hagrid) aquella mujer —que ahora observaba desde el
pie de la escalerilla a la multitud, que a su vez la miraba atónita a ella— parecía aún
más grande. Al dar unos pasos entró de lleno en la zona iluminada por la luz del
vestíbulo, y ésta reveló un hermoso rostro de piel morena, unos ojos cristalinos grandes
y negros, y una nariz afilada. Llevaba el pelo recogido por detrás, en la base del cuello,
en un moño reluciente. Sus ropas eran de satén negro, y una multitud de cuentas de
ópalo brillaban alrededor de la garganta y en sus gruesos dedos.
Dumbledore comenzó a aplaudir. Los estudiantes, imitando a su director,
aplaudieron también, muchos de ellos de puntillas para ver mejor a la mujer.
Sonriendo graciosamente, ella avanzó hacia Dumbledore y extendió una mano
reluciente. Aunque Dumbledore era alto, apenas tuvo que inclinarse para besársela.
—Mi querida Madame Maxime —dijo—, bienvenida a Hogwarts.
—«Dumbledog» —repuso Madame Maxime, con una voz profunda—, «espego»
que esté bien.
—En excelente forma, gracias —respondió Dumbledore.
—Mis alumnos —dijo Madame Maxime, señalando tras ella con gesto lánguido.
Harry, que no se había fijado en otra cosa que en Madame Maxime, notó que unos
doce alumnos, chicos y chicas, todos los cuales parecían hallarse cerca de los veinte
años, habían salido del carruaje y se encontraban detrás de ella. Estaban tiritando, lo que
no era nada extraño dado que las túnicas que llevaban parecían de seda fina, y ninguno
de ellos tenía capa. Algunos se habían puesto bufandas o chales por la cabeza. Por lo
que alcanzaba a distinguir Harry (ya que los tapaba la enorme sombra proyectada por
Madame Maxime), todos miraban el castillo de Hogwarts con aprensión.
—¿Ha llegado ya «Kagkagov»? —preguntó Madame Maxime.
—Se presentará de un momento a otro —aseguró Dumbledore—. ¿Prefieren
esperar aquí para saludarlo o pasar a calentarse un poco?
—Lo segundo, me «paguece» —respondió Madame Maxime—. «Pego» los
caballos...
—Nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas se encargará de ellos
encantado —declaró Dumbledore—, en cuanto vuelva de solucionar una pequeña
dificultad que le ha surgido con alguna de sus otras... obligaciones.
—Con los escregutos —le susurró Ron a Harry.
—Mis «cogceles guequieguen»... eh... una mano «podegosa» —dijo Madame
Maxime, como si dudara que un simple profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas fuera
capaz de hacer el trabajo—. Son muy «fuegtes»...
—Le aseguro que Hagrid podrá hacerlo —dijo Dumbledore, sonriendo.
—Muy bien —asintió Madame Maxime, haciendo una leve inclinación—. Y, «pog
favog», dígale a ese «pgofesog Haggid» que estos caballos solamente beben whisky de
malta «pugo».
—Descuide —dijo Dumbledore, inclinándose a su vez.
—Allons-y! —les dijo imperiosamente Madame Maxime a sus estudiantes, y los
alumnos de Hogwarts se apartaron para dejarlos pasar y subir la escalinata de piedra.
—¿Qué tamaño calculáis que tendrán los caballos de Durmstrang? —dijo Seamus
Finnigan, inclinándose para dirigirse a Harry y Ron entre Lavender y Parvati.
—Si son más grandes que éstos, ni siquiera Hagrid podrá manejarlos —contestó
Harry—. Y eso si no lo han atacado los escregutos. Me pregunto qué le habrá ocurrido.
—A lo mejor han escapado —dijo Ron, esperanzado.
—¡Ah, no digas eso! —repuso Hermione, con un escalofrío—. Me imagino a todos
esos sueltos por ahí...
Para entonces ya tiritaban de frío esperando la llegada de la representación de
Durmstrang. La mayoría miraba al cielo esperando ver algo. Durante unos minutos, el
silencio sólo fue roto por los bufidos y el piafar de los enormes caballos de Madame
Maxime. Pero entonces...
—¿No oyes algo? —preguntó Ron repentinamente.
Harry escuchó. Un ruido misterioso, fuerte y extraño llegaba a ellos desde las
tinieblas. Era un rumor amortiguado y un sonido de succión, como si una inmensa
aspiradora pasara por el lecho de un río...
—¡El lago! —gritó Lee Jordan, señalando hacia él—. ¡Mirad el lago!
Desde su posición en lo alto de la ladera, desde la que se divisaban los terrenos del
colegio, tenían una buena perspectiva de la lisa superficie negra del agua. Y en aquellos
momentos esta superficie no era lisa en absoluto. Algo se agitaba bajo el centro del
lago. Aparecieron grandes burbujas, y luego se formaron unas olas que iban a morir a
las embarradas orillas. Por último surgió en medio del lago un remolino, como si al
fondo le hubieran quitado un tapón gigante...
Del centro del remolino comenzó a salir muy despacio lo que parecía un asta negra,
y luego Harry vio las jarcias...
—¡Es un mástil! —exclamó.
Lenta, majestuosamente, el barco fue surgiendo del agua, brillando a la luz de la
luna. Producía una extraña impresión de cadáver, como si fuera un barco hundido y
resucitado, y las pálidas luces que relucían en las portillas daban la impresión de ojos
fantasmales. Finalmente, con un sonoro chapoteo, el barco emergió en su totalidad,
balanceándose en las aguas turbulentas, y comenzó a surcar el lago hacia tierra. Un
momento después oyeron la caída de un ancla arrojada al bajío y el sordo ruido de una
tabla tendida hasta la orilla.
A la luz de las portillas del barco, vieron las siluetas de la gente que desembarcaba.
Todos ellos, según le pareció a Harry, tenían la constitución de Crabbe y Goyle... pero
luego, cuando se aproximaron más, subiendo por la explanada hacia la luz que provenía
del vestíbulo, vio que su corpulencia se debía en realidad a que todos llevaban puestas
unas capas de algún tipo de piel muy tupida. El que iba delante llevaba una piel de
distinto tipo: lisa y plateada como su cabello.
—¡Dumbledore! —gritó efusivamente mientras subía la ladera—. ¿Cómo estás, mi
viejo compañero, cómo estás?
—¡Estupendamente, gracias, profesor Karkarov! —respondió Dumbledore.
Karkarov tenía una voz pastosa y afectada. Cuando llegó a una zona bien
iluminada, vieron que era alto y delgado como Dumbledore, pero llevaba corto el
blanco cabello, y la perilla (que terminaba en un pequeño rizo) no ocultaba del todo el
mentón poco pronunciado. Al llegar ante Dumbledore, le estrechó la mano.
—El viejo Hogwarts —dijo, levantando la vista hacia el castillo y sonriendo. Tenía
los dientes bastante amarillos, y Harry observó que la sonrisa no incluía los ojos, que
mantenían su expresión de astucia y frialdad—. Es estupendo estar aquí, es estupendo...
Viktor, ve para allá, al calor... ¿No te importa, Dumbledore? Es que Viktor tiene un leve
resfriado...
Karkarov indicó por señas a uno de sus estudiantes que se adelantara. Cuando el
muchacho pasó, Harry vio su nariz, prominente y curva, y las espesas cejas negras. Para
reconocer aquel perfil no necesitaba el golpe que Ron le dio en el brazo, ni tampoco que
le murmurara al oído:
—¡Harry...! ¡Es Krum!
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