jueves, 24 de enero de 2013

6 Posos de té y garras de hipogrifo

Cuando Harry, Ron y Hermione entraron en el Gran Comedor para desayunar al día
siguiente, lo primero que vieron fue a Draco Malfoy, que entretenía a un grupo de gente
de Slytherin con una historia muy divertida. Al pasar por su lado, Malfoy hizo una
parodia de desmayo, coreado por una carcajada general.
—No le hagas caso —le dijo Hermione, que iba detrás de Harry—. Tú, ni el menor
caso. No merece la pena...
—¡Eh, Potter! —gritó Pansy Parkinson, una chica de Slytherin que tenía la cara
como un dogo—. ¡Potter! ¡Que vienen los dementores, Potter! ¡Uuuuuuuuuh!
Harry se dejó caer sobre un asiento de la mesa de Gryffindor; junto a George
Weasley.
—Los nuevos horarios de tercero —anunció George, pasándolos—. ¿Qué te ocurre,
Harry?
—Malfoy —contestó Ron, sentándose al otro lado de George y echando una
mirada desafiante a la mesa de Slytherin.
George alzó la vista y vio que en aquel momento Malfoy volvía a repetir su
pantomima.
—Ese imbécil —dijo sin alterarse— no estaba tan gallito ayer por la noche, cuando
los dementores se acercaron a la parte del tren en que estábamos. Vino corriendo a
nuestro compartimento, ¿verdad, Fred?
—Casi se moja encima —dijo Fred, mirando con desprecio a Malfoy.
—Yo tampoco estaba muy contento —reconoció George—. Son horribles esos
dementores...
—Se le hiela a uno la sangre, ¿verdad? —dijo Fred.
—Pero no os desmayasteis, ¿a que no? —dijo Harry en voz baja.
—No le des más vueltas, Harry —dijo George—. Mi padre tuvo que ir una vez a
Azkaban, ¿verdad, Ron?, y dijo que era el lugar más horrible en que había estado.
Regresó débil y tembloroso... Los dementores absorben la alegría del lugar en que están.
La mayoría de los presos se vuelven locos allí.
—De cualquier modo, veremos lo contento que se pone Malfoy después del primer
partido de quidditch —dijo Fred—. Gryffindor contra Slytherin, primer partido de la
temporada, ¿os acordáis?
La única ocasión en que Harry y Malfoy se habían enfrentado en un partido de
quidditch, Malfoy había llevado las de perder. Un poco más contento, Harry se sirvió
salchichas y tomate frito.
Hermione se aprendía su nuevo horario:
—Bien, hoy comenzamos asignaturas nuevas —dijo alegremente.
—Hermione —dijo Ron frunciendo el entrecejo y mirando detrás de ella—, se han
confundido con tu horario. Mira, te han apuntado para unas diez asignaturas al día. No
hay tiempo suficiente.
—Ya me apañaré. Lo he concertado con la profesora McGonagall.
—Pero mira —dijo Ron riendo—, ¿ves la mañana de hoy? A las nueve
Adivinación y Estudios Muggles y... —Ron se acercó más al horario, sin podérselo
creer—, mira, Aritmancia, todo a las nueve. Sé que eres muy buena estudiante,
Hermione, pero no hay nadie capaz de tanto. ¿Cómo vas a estar en tres clases a la vez?
—No seas tonto —dijo Hermione bruscamente—, por supuesto que no voy a estar
en tres clases a la vez.
—Bueno, entonces...
—Pásame la mermelada —le pidió Hermione.
—Pero...
—¿Y a ti qué te importa si mi horario está un poco apretado, Ron? —dijo
Hermione—. Ya te he dicho que lo he arreglado todo con la profesora McGonagall.
En ese momento entró Hagrid en el Gran Comedor. Llevaba puesto su abrigo largo
de ratina y de una de sus enormes manos colgaba un turón muerto, que se balanceaba.
—¿Va todo bien? —dijo con entusiasmo, deteniéndose camino de la mesa de los
profesores—. ¡Estáis en mi primera clase! ¡Inmediatamente después del almuerzo! Me
he levantado a las cinco para prepararlo todo. Espero que esté bien... Yo, profesor...,
francamente...
Les dirigió una amplia sonrisa y se fue hacia la mesa de los profesores,
balanceando el turón.
—Me pregunto qué habrá preparado —dijo Ron con curiosidad.
El Gran Comedor se vaciaba a medida que la gente se marchaba a la primera clase.
Ron comprobó el horario.
—Lo mejor será que vayamos ya. Mirad, el aula de Adivinación está en el último
piso de la torre norte. Tardaremos unos diez minutos en llegar...
Terminaron aprisa el desayuno, se despidieron de Fred y de George, y volvieron a
atravesar el Gran Comedor. Al pasar al lado de la mesa de Slytherin, Malfoy volvió a
repetir la pantomima. Las estruendosas carcajadas acompañaron a Harry hasta el
vestíbulo.
El trayecto hasta la torre norte era largo. Los dos años que llevaban en Hogwarts no
habían bastado para conocer todo el castillo, y ni siquiera habían estado nunca en el
interior de la torre norte.
—Tiene... que... haber... un atajo —dijo Ron jadeando, mientras ascendían la
séptima larga escalera y salían a un rellano que veían por primera vez y donde lo único
que había era un cuadro grande que representaba únicamente un campo de hierba.
—Me parece que es por aquí —dijo Hermione, echando un vistazo al corredor
desierto que había a la derecha.
—Imposible —dijo Ron—. Eso es el sur. Mira: por la ventana puedes ver una parte
del lago...
Harry observó el cuadro. Un grueso caballo tordo acababa de entrar en el campo y
pacía despreocupadamente. Harry estaba acostumbrado a que los cuadros de Hogwarts
tuvieran movimiento y a que los personajes se salieran del marco para ir a visitarse unos
a otros, pero siempre se había divertido viéndolos. Un momento después, haciendo un
ruido metálico, entró en el cuadro un caballero rechoncho y bajito, vestido con
armadura, persiguiendo al caballo. A juzgar por las manchas de hierba que había en sus
rodilleras de hierro, acababa de caerse.
—¡Pardiez! —gritó, viendo a Harry, Ron y Hermione—. ¿Quiénes son estos
villanos que osan internarse en mis dominios? ¿Acaso os mofáis de mi caída?
¡Desenvainad, bellacos!
Se asombraron al ver que el pequeño caballero sacaba la espada de la vaina y la
blandía con violencia, saltando furiosamente arriba y abajo. Pero la espada era
demasiado larga para él. Un movimiento demasiado violento le hizo perder el equilibrio
y cayó de bruces en la hierba.
—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Harry, acercándose al cuadro.
—¡Atrás, vil bellaco! ¡Atrás, malandrín!
El caballero volvió a empuñar la espada y la utilizó para incorporarse, pero la hoja
se hundió profundamente en el suelo, y aunque tiró de ella con todas sus fuerzas, no
pudo sacarla. Finalmente, se dejó caer en la hierba y se levantó la visera del casco para
limpiarse la cara empapada en sudor.
—Disculpe —dijo Harry, aprovechando que el caballero estaba exhausto—,
estamos buscando la torre norte. ¿Por casualidad conoce usted el camino?
—¡Una empresa! —La ira del caballero desapareció al instante. Se puso de pie
haciendo un ruido metálico y exclamó—: ¡Vamos, seguidme, queridos amigos, y
hallaremos lo que buscamos o pereceremos en el empeño! —Volvió a tirar de la espada
sin ningún resultado, intentó pero no pudo montar en el caballo, y exclamó—: ¡A pie,
pues, bravos caballeros y gentil señora! ¡Vamos!
Y corrió por el lado izquierdo del marco, haciendo un fuerte ruido metálico.
Corrieron tras él por el pasillo, siguiendo el sonido de su armadura. De vez en
cuando lo localizaban delante de ellos, cruzando un cuadro.
—¡Endureced vuestros corazones, lo peor está aún por llegar! —gritó el caballero,
y lo volvieron a ver enfrente de un grupo alarmado de mujeres con miriñaque, cuyo
cuadro colgaba en el muro de una estrecha escalera de caracol.
Jadeando, Harry, Ron y Hermione ascendieron los escalones mareándose cada vez
más, hasta que oyeron un murmullo de voces por encima de ellos y se dieron cuenta de
que habían llegado al aula.
—¡Adiós! —gritó el caballero asomando la cabeza por el cuadro de unos monjes de
aspecto siniestro—. ¡Adiós, compañeros de armas! ¡Si en alguna ocasión necesitáis un
corazón noble y un temple de acero, llamad a sir Cadogan!
—Sí, lo haremos —murmuró Ron cuando desapareció el caballero—, si alguna vez
necesitamos a un chiflado.
Subieron los escalones que quedaban y salieron a un rellano diminuto en el que ya
aguardaba la mayoría de la clase. No había ninguna puerta en el rellano; Ron golpeó a
Harry con el codo y señaló al techo, donde había una trampilla circular con una placa de
bronce.
—Sybill Trelawney, profesora de Adivinación —leyó Harry—. ¿Cómo vamos a
subir ahí?
Como en respuesta a su pregunta, la trampilla se abrió de repente y una escalera
plateada descendió hasta los pies de Harry. Todos se quedaron en silencio.
—Tú primero —dijo Ron con una sonrisa, y Harry subió por la escalera delante de
los demás.
Fue a dar al aula de aspecto más extraño que había visto en su vida. No se parecía
en nada a un aula; era algo a medio camino entre un ático y un viejo salón de té. Al
menos veinte mesas circulares, redondas y pequeñas, se apretujaban dentro del aula,
todas rodeadas de sillones tapizados con tela de colores y de cojines pequeños y
redondos. Todo estaba iluminado con una luz tenue y roja. Había cortinas en todas las
ventanas y las numerosas lámparas estaban tapadas con pañoletas rojas. Hacía un calor
agobiante, y el fuego que ardía en la chimenea, bajo una repisa abarrotada de cosas,
calentaba una tetera grande de cobre y emanaba una especie de perfume denso. Las
estanterías de las paredes circulares estaban llenas de plumas polvorientas, cabos de
vela, muchas barajas viejas, infinitas bolas de cristal y una gran cantidad de tazas de té.
Ron fue a su lado mientras la clase se iba congregando alrededor; entre murmullos.
—¿Dónde está la profesora? —preguntó Ron.
De repente salió de las sombras una voz suave:
—Bienvenidos —dijo—. Es un placer veros por fin en el mundo físico.
La inmediata impresión de Harry fue que se trataba de un insecto grande y
brillante. La profesora Trelawney se acercó a la chimenea y vieron que era sumamente
delgada. Sus grandes gafas aumentaban varias veces el tamaño de sus ojos y llevaba
puesto un chal de gasa con lentejuelas. De su cuello largo y delgado colgaban
innumerables collares de cuentas, y tenía las manos llenas de anillos y los brazos de
pulseras.
—Sentaos, niños míos, sentaos —dijo, y todos se encaramaron torpemente a los
sillones o se hundieron en los cojines. Harry, Ron y Hermione se sentaron a la misma
mesa redonda—. Bienvenidos a la clase de Adivinación —dijo la profesora Trelawney,
que se había sentado en un sillón de orejas, delante del fuego—. Soy la profesora
Trelawney. Seguramente es la primera vez que me veis. Noto que descender muy a
menudo al bullicio del colegio principal nubla mi ojo interior.
Nadie dijo nada ante esta extraordinaria declaración. Con movimientos delicados,
la profesora Trelawney se puso bien el chal y continuó hablando:
—Así que habéis decidido estudiar Adivinación, la más difícil de todas las artes
mágicas. Debo advertiros desde el principio de que si no poseéis la Vista, no podré
enseñaros prácticamente nada. Los libros tampoco os ayudarán mucho en este terreno...
—Al oír estas palabras, Harry y Ron miraron con una sonrisa burlona a Hermione, que
parecía asustada al oír que los libros no iban a ser de mucha utilidad en aquella
asignatura—. Hay numerosos magos y brujas que, aun teniendo una gran habilidad en lo
que se refiere a transformaciones, olores y desapariciones súbitas, son incapaces de
penetrar en los velados misterios del futuro —continuó la profesora Trelawney,
recorriendo las caras nerviosas con sus ojos enormes y brillantes—. Es un don
reservado a unos pocos. Dime, muchacho —dijo de repente a Neville, que casi se cayó
del cojín—, ¿se encuentra bien tu abuela?
—Creo que sí —dijo Neville tembloroso.
—Yo en tu lugar no estaría tan seguro, querido —dijo la profesora Trelawney. El
fuego de la chimenea se reflejaba en sus largos pendientes de color esmeralda. Neville
tragó saliva. La profesora Trelawney prosiguió plácidamente—. Durante este curso
estudiaremos los métodos básicos de adivinación. Dedicaremos el primer trimestre a la
lectura de las hojas de té. El segundo nos ocuparemos en quiromancia. A propósito,
querida mía —le soltó de pronto a Parvati Patil—, ten cuidado con cierto pelirrojo.
Parvati miró con un sobresalto a Ron, que estaba inmediatamente detrás de ella, y
alejó de él su sillón.
—Durante el último trimestre —continuó la profesora Trelawney—, pasaremos a la
bola de cristal si la interpretación de las llamas nos deja tiempo. Por desgracia, un
desagradable brote de gripe interrumpirá las clases en febrero. Yo misma perderé la voz.
Y en torno a Semana Santa, uno de vosotros nos abandonará para siempre. —Un
silencio muy tenso siguió a este comentario, pero la profesora Trelawney no pareció
notarlo—. Querida —añadió dirigiéndose a Lavender Brown, que era quien estaba más
cerca de ella y que se hundió contra el respaldo del sillón—, ¿me podrías pasar la tetera
grande de plata?
Lavender dio un suspiro de alivio, se levantó, cogió una enorme tetera de la
estantería y la puso sobre la mesa, ante la profesora Trelawney.
—Gracias, querida. A propósito, eso que temes sucederá el viernes 16 de octubre.
—Lavender tembló—. Ahora quiero que os pongáis por parejas. Coged una taza de la
estantería, venid a mí y os la llenaré. Luego sentaos y bebed hasta que sólo queden los
posos. Removed entonces los posos agitando la taza tres veces con la mano izquierda y
poned luego la taza boca abajo en el plato. Esperad a que haya caído la última gota de té
y pasad la taza a vuestro compañero, para que la lea. Interpretaréis los dibujos dejados
por los posos utilizando las páginas 5 y 6 de Disipar las nieblas del futuro. Yo pasaré a
ayudaros y a daros instrucciones. ¡Ah!, querido... —asió a Neville por el brazo cuando
el muchacho iba a levantarse— cuando rompas la primera taza, ¿serás tan amable de
coger una de las azules? Las de color rosa me gustan mucho.
Como es natural, en cuanto Neville hubo alcanzado la balda de las tazas, se oyó el
tintineo de la porcelana rota. La profesora Trelawney se dirigió a él rápidamente con
una escoba y un recogedor; y le dijo:
—Una de las azules, querido, si eres tan amable. Gracias...
Cuando Harry y Ron llenaron las tazas de té, volvieron a su mesa y se tomaron
rápidamente la ardiente infusión.
Removieron los posos como les había indicado la profesora Trelawney, y después
secaron las tazas y las intercambiaron.
—Bien —dijo Ron, después de abrir los libros por las páginas 5 y 6—. ¿Qué ves en
la mía?
—Una masa marrón y empapada —respondió Harry. El humo fuertemente
perfumado de la habitación lo adormecía y atontaba.
—¡Ensanchad la mente, queridos, y que vuestros ojos vean más allá de lo terrenal!
—exclamó la profesora Trelawney sumida en la penumbra.
Harry intentó recobrarse:
—Bueno, hay una especie de cruz torcida... —dijo consultando Disipar las nieblas
del futuro—. Eso significa que vas a pasar penalidades y sufrimientos... Lo siento...
Pero hay algo que podría ser el sol. Espera, eso significa mucha felicidad... Así que vas
a sufrir; pero vas a ser muy feliz...
—Si te interesa mi opinión, tendrían que revisarte el ojo interior —dijo Ron, y
tuvieron que contener la risa cuando la profesora Trelawney los miró.
—Ahora me toca a mí... —Ron miró con detenimiento la taza de Harry, arrugando
la frente a causa del esfuerzo. Hay una mancha en forma de sombrero hongo —dijo—.
A lo mejor vas a trabajar para el Ministerio de Magia... —Volvió la taza—. Pero por
este lado parece más bien como una bellota... ¿Qué es eso? —Cotejó su ejemplar de
Disipar las nieblas del futuro—. Oro inesperado, como caído del cielo. Estupendo, me
podrás prestar. Y aquí hay algo —volvió a girar la taza— que parece un animal. Sí, si
esto es su cabeza... parece un hipo..., no, una oveja...
La profesora Trelawney dio media vuelta al oír la carcajada de Harry.
—Déjame ver eso, querido —le dijo a Ron, en tono recriminatorio, y le quitó la
taza de Harry Todos se quedaron en silencio, expectantes.
La profesora Trelawney miraba fijamente la taza de té, girándola en sentido
contrario a las agujas del reloj.
—El halcón... querido, tienes un enemigo mortal.
—Eso lo sabe todo el mundo —dijo Hermione en un susurro alto. La profesora
Trelawney la miró fijamente—. Todo el mundo sabe lo de Harry y Quien Usted Sabe.
Harry y Ron la miraron con una mezcla de asombro y admiración. Nunca la habían
visto hablar así a un profesor. La profesora Trelawney prefirió no contestar. Volvió a
bajar sus grandes ojos hacia la taza de Harry y continuó girándola.
—La porra... un ataque. Vaya, vaya... no es una taza muy alegre...
—Creí que era un sombrero hongo —reconoció Ron con vergüenza.
—La calavera... peligro en tu camino...
Toda la clase escuchaba con atención, sin moverse. La profesora Trelawney dio
una última vuelta a la taza, se quedó boquiabierta y gritó.
Oyeron romperse otra taza; Neville había vuelto a hacer añicos la suya. La
profesora Trelawney se dejó caer en un sillón vacío, con la mano en el corazón y los
ojos cerrados.
—Mi querido chico... mi pobre niño... no... es mejor no decir... no... no me
preguntes...
—¿Qué es, profesora? —dijo inmediatamente Dean Thomas. Todos se habían
puesto de pie y rodearon la mesa de Ron, acercándose mucho al sillón de la profesora
Trelawney para poder ver la taza de Harry.
—Querido mío —abrió completamente sus grandes ojos—, tienes el Grim.
—¿El qué? —preguntó Harry.
Estaba claro que había otros que tampoco comprendían; Dean Thomas lo miró
encogiéndose de hombros, y Lavender Brown estaba anonadada, pero casi todos se
llevaron la mano a la boca, horrorizados.
—¡El Grim, querido, el Grim! —exclamó la profesora Trelawney, que parecía
extrañada de que Harry no hubiera comprendido—. ¡El perro gigante y espectral que
ronda por los cementerios! Mi querido chico, se trata de un augurio, el peor de los
augurios... el augurio de la muerte.
El estómago le dio un vuelco a Harry. Aquel perro de la cubierta del libro Augurios
de muerte, en Flourish y Blotts, el perro entre las sombras de la calle Magnolia... Ahora
también Lavender Brown se llevó las manos a la boca. Todos miraron a Harry; todos
excepto Hermione, que se había levantado y se había acercado al respaldo del sillón de
la profesora Trelawney.
—No creo que se parezca a un Grim —dijo Hermione rotundamente.
La profesora Trelawney examinó a Hermione con creciente desagrado.
—Perdona que te lo diga, querida, pero percibo muy poca aura a tu alrededor. Muy
poca receptividad a las resonancias del futuro.
Seamus Finnigan movía la cabeza de un lado a otro.
—Parece un Grim si miras así —decía con los ojos casi cerrados—, pero así parece
un burro —añadió inclinándose a la izquierda.
—¡Cuando hayáis terminado de decidir si voy a morir o no...! —dijo Harry,
sorprendiéndose incluso a sí mismo. Nadie quería mirarlo.
—Creo que hemos concluido por hoy —dijo la profesora Trelawney con su voz
más leve—. Sí... por favor; recoged vuestras cosas...
Silenciosamente, los alumnos entregaron las tazas de té a la profesora Trelawney,
recogieron los libros y cerraron las mochilas. Incluso Ron evitó los ojos de Harry.
—Hasta que nos veamos de nuevo —dijo débilmente la profesora Trelawney—,
que la buena suerte os acompañe. Ah, querido... —señaló a Neville—, llegarás tarde a la
próxima clase, así que tendrás que trabajar un poco más para recuperar el tiempo
perdido.
Harry, Ron y Hermione bajaron en silencio la escalera de mano del aula y luego la
escalera de caracol, y luego se dirigieron a la clase de Transformaciones de la profesora
McGonagall. Tardaron tanto en encontrar el aula que, aunque habían salido de la clase
de Adivinación antes de la hora, llegaron con el tiempo justo.
Harry eligió un asiento que estaba al final del aula, sintiéndose el centro de
atención: el resto de la clase no dejaba de dirigirle miradas furtivas, como si estuviera a
punto de caerse muerto. Apenas oía lo que la profesora McGonagall les decía sobre los
animagos (brujos que pueden transformarse a voluntad en animales), y no prestaba la
menor atención cuando ella se transformó ante los ojos de todos en una gata atigrada
con marcas de gafas alrededor de los ojos.
—¿Qué os pasa hoy? —preguntó la profesora McGonagall, recuperando la
normalidad con un pequeño estallido y mirándolos—. No es que tenga importancia,
pero es la primera vez que mi transformación no consigue arrancar un aplauso de la
clase.
Todos se volvieron hacia Harry, pero nadie dijo nada. Hermione levantó la mano.
—Por favor; profesora. Acabamos de salir de nuestra primera clase de Adivinación
y... hemos estado leyendo las hojas de té y..
—¡Ah, claro! —exclamó la profesora McGonagall, frunciendo el entrecejo de
repente—. No tiene que decir nada más, señorita Granger. Decidme, ¿quién de vosotros
morirá este año?
Todos la miraron fijamente.
—Yo —respondió por fin Harry
—Ya veo —dijo la profesora McGonagall, clavando en Harry sus ojos brillantes y
redondos como canicas—. Pues tendrías que saber, Potter, que Sybill Trelawney, desde
que llegó a este colegio, predice la muerte de un alumno cada año. Ninguno ha muerto
todavía. Ver augurios de muerte es su forma favorita de dar la bienvenida a una nueva
promoción de alumnos. Si no fuera porque nunca hablo mal de mis colegas... —La
profesora McGonagall se detuvo en mitad de la frase y los alumnos vieron que su nariz
se había puesto blanca. Prosiguió con más calma—: La adivinación es una de las ramas
más imprecisas de la magia. No os ocultaré que la adivinación me hace perder la
paciencia. Los verdaderos videntes son muy escasos, y la profesora Trelawney...
—Volvió a detenerse y añadió en tono práctico—: Me parece que tienes una salud
estupenda, Potter; así que me disculparás que no te perdone hoy los deberes de mañana.
Te aseguro que si te mueres no necesitarás entregarlos.
Hermione se echó a reír. Harry se sintió un poco mejor. Lejos del aula tenuemente
iluminada por una luz roja y del perfume agobiante, era más difícil aterrorizarse por
unas cuantas hojas de té. Sin embargo, no todo el mundo estaba convencido. Ron seguía
preocupado y Lavender susurró:
—Pero ¿y la taza de Neville?
Cuando terminó la clase de Transformaciones, se unieron a la multitud que se
dirigía bulliciosamente al Gran Comedor; para el almuerzo.
—Animo, Ron —dijo Hermione, empujando hacia él una bandeja de estofado—.
Ya has oído a la profesora McGonagall.
Ron se sirvió estofado con una cuchara y cogió su tenedor; pero no empezó a
comer.
—Harry —dijo en voz baja y grave—, tú no has visto en ningún sitio un perro
negro y grande, ¿verdad?
—Sí, lo he visto —dijo Harry—. Lo vi la noche que abandoné la casa de los
Dursley.
Ron dejó caer el tenedor; que hizo mucho ruido.
—Probablemente, un perro callejero —dijo Hermione muy tranquila.
Ron miró a Hermione como si se hubiera vuelto loca.
—Hermione, si Harry ha visto un Grim, eso es... eso es terrible —aseguró—. Mi
tío Bilius vio uno y.. ¡murió veinticuatro horas más tarde!
—Casualidad —arguyó Hermione sin darle importancia, sirviéndose zumo de
calabaza.
—¡No sabes lo que dices! —dijo Ron empezando a enfadarse—. Los Grims ponen
los pelos de punta a la mayoría de los brujos.
—Ahí tienes la prueba —dijo Hermione en tono de superioridad—. Ven al Grim y
se mueren de miedo. El Grim no es un augurio, ¡es la causa de la muerte! Y Harry
todavía está con nosotros porque no es lo bastante tonto para ver uno y pensar: «¡Me
marcho al otro barrio!»
Ron movió los labios sin pronunciar nada, para que Hermione comprendiera sin
que Harry se enterase. Hermione abrió la mochila, sacó su libro de Aritmancia y lo
apoyó abierto en la jarra de zumo.
—Creo que la adivinación es algo muy impreciso —dijo buscando una página—; si
quieres saber mi opinión, creo que hay que hacer muchas conjeturas.
—No había nada de impreciso en el Grim que se dibujó en la taza —dijo Ron
acalorado.
—No estabas tan seguro de eso cuando le decías a Harry que se trataba de una
oveja —repuso Hermione con serenidad.
—¡La profesora Trelawney dijo que no tenías un aura adecuada para la
adivinación! Lo que pasa es que no te gusta no ser la primera de la clase.
Acababa de poner el dedo en la llaga. Hermione golpeó la mesa con el libro con
tanta fuerza que salpicó carne y zanahoria por todos lados.
—Si ser buena en Adivinación significa que tengo que hacer como que veo
augurios de muerte en los posos del té, no estoy segura de que vaya a seguir estudiando
mucho tiempo esa asignatura. Esa clase fue una porquería comparada con la de
Aritmancia.
Cogió la mochila y se fue sin despedirse.
Ron la siguió con la vista, frunciendo el entrecejo.
—Pero ¿de qué habla? ¡Todavía no ha asistido a ninguna clase de Aritmancia!
A Harry le encantó salir del castillo después del almuerzo. La lluvia del día anterior
había terminado; el cielo era de un gris pálido, y la hierba estaba mullida y húmeda bajo
sus pies cuando se pusieron en camino hacia su primera clase de Cuidado de Criaturas
Mágicas.
Ron y Hermione no se dirigían la palabra. Harry caminaba a su lado, en silencio,
mientras descendían por el césped hacia la cabaña de Hagrid, en el límite del bosque
prohibido. Sólo cuando vio delante tres espaldas que le resultaban muy familiares, se
dio cuenta de que debían de compartir aquellas clases con los de Slytherin. Malfoy
decía algo animadamente a Crabbe y Goyle, que se reían a carcajadas. Harry creía saber
de qué hablaban.
Hagrid aguardaba a sus alumnos en la puerta de la cabaña. Estaba impaciente por
empezar; cubierto con su abrigo de ratina, y con Fang, el perro jabalinero, a sus pies.
—¡Vamos, daos prisa! —gritó a medida que se aproximaban sus alumnos—. ¡Hoy
tengo algo especial para vosotros! ¡Una gran lección! ¿Ya está todo el mundo? ¡Bien,
seguidme!
Durante un desagradable instante, Harry temió que Hagrid los condujera al bosque;
Harry había vivido en aquel lugar experiencias tan desagradables que nunca podría
olvidarlas. Sin embargo, Hagrid anduvo por el límite de los árboles y cinco minutos
después se hallaron ante un prado donde no había nada.
—¡Acercaos todos a la cerca! —gritó—. Aseguraos de que tenéis buena visión. Lo
primero que tenéis que hacer es abrir los libros...
—¿De qué modo? —dijo la voz fría y arrastrada de Draco Malfoy.
—¿Qué? —dijo Hagrid.
—¿De qué modo abrimos los libros? —repitió Malfoy. Sacó su ejemplar de El
monstruoso libro de los monstruos, que había atado con una cuerda. Otros lo imitaron.
Unos, como Harry, habían atado el libro con un cinturón; otros lo habían metido muy
apretado en la mochila o lo habían sujetado con pinzas.
—¿Nadie ha sido capaz de abrir el libro? —preguntó Hagrid decepcionado.
La clase entera negó con la cabeza.
—Tenéis que acariciarlo —dijo Hagrid, como si fuera lo más obvio del mundo—.
Mirad...
Cogió el ejemplar de Hermione y desprendió el celo mágico que lo sujetaba. El
libro intentó morderle, pero Hagrid le pasó por el lomo su enorme dedo índice, y el libro
se estremeció, se abrió y quedó tranquilo en su mano.
—¡Qué tontos hemos sido todos! —dijo Malfoy despectivamente—. ¡Teníamos
que acariciarlo! ¿Cómo no se nos ocurrió?
—Yo... yo pensé que os haría gracia —le dijo Hagrid a Hermione, dubitativo.
—¡Ah, qué gracia nos hace...! —dijo Malfoy—. ¡Realmente ingenioso, hacernos
comprar libros que quieren comernos las manos!
—Cierra la boca, Malfoy —le dijo Harry en voz baja. Hagrid se había quedado
algo triste y Harry quería que su primera clase fuera un éxito.
—Bien, pues —dijo Hagrid, que parecía haber perdido el hilo—. Así que... ya
tenéis los libros y... y... ahora os hacen falta las criaturas mágicas. Sí, así que iré a por
ellas. Esperad un momento...
Se alejó de ellos, penetró en el bosque y se perdió de vista.
—Dios mío, este lugar está en decadencia —dijo Malfoy en voz alta—. Estas
clases idiotas... A mi padre le dará un patatús cuando se lo cuente.
—Cierra la boca, Malfoy —repitió Harry.
—Cuidado, Potter; hay un dementor detrás de ti.
—¡Uuuuuh! —gritó Lavender Brown, señalando hacia la otra parte del prado.
Trotando en dirección a ellos se acercaba una docena de criaturas, las más extrañas
que Harry había visto en su vida. Tenían el cuerpo, las patas traseras y la cola de
caballo, pero las patas delanteras, las alas y la cabeza de águila gigante. El pico era del
color del acero y los ojos de un naranja brillante. Las garras de las patas delanteras eran
de quince centímetros cada una y parecían armas mortales. Cada bestia llevaba un collar
de cuero grueso alrededor del cuello, atado a una larga cadena. Hagrid sostenía en sus
grandes manos el extremo de todas las cadenas. Se acercaba corriendo por el prado,
detrás de las criaturas.
—¡Id para allá! —les gritaba, sacudiendo las cadenas y forzando a las bestias a ir
hacia la cerca, donde estaban los alumnos. Todos se echaron un poco hacia atrás cuando
Hagrid llegó donde estaban ellos y ató los animales a la cerca.
—¡Hipogrifos! —gritó Hagrid alegremente, haciendo a sus alumnos una señal con
la mano—. ¿A que son hermosos?
Harry pudo comprender que Hagrid los llamara hermosos. En cuanto uno se recuperaba
del susto que producía ver algo que era mitad pájaro y mitad caballo, podía empezar a
apreciar el brillo externo del animal, que cambiaba paulatinamente de la pluma al pelo.
Todos tenían colores diferentes: gris fuerte, bronce, ruano rosáceo, castaño brillante y
negro tinta.
—Venga —dijo Hagrid frotándose las manos y sonriéndoles—, si queréis acercaros
un poco...
Nadie parecía querer acercarse. Harry, Ron y Hermione, sin embargo, se
aproximaron con cautela a la cerca.
—Lo primero que tenéis que saber de los hipogrifos es que son orgullosos —dijo
Hagrid—. Se molestan con mucha facilidad. Nunca ofendáis a ninguno, porque podría
ser lo último que hicierais.
Malfoy, Crabbe y Goyle no escuchaban; hablaban en voz baja y Harry tuvo la
desagradable sensación de que estaban tramando la mejor manera de incordiar.
—Tenéis que esperar siempre a que el hipogrifo haga el primer movimiento
—continuó Hagrid—. Es educado, ¿os dais cuenta? Vais hacia él, os inclináis y
esperáis. Si él responde con una inclinación, querrá decir que os permite tocarlo. Si no
hace la inclinación, entonces es mejor que os alejéis de él enseguida, porque puede
hacer mucho daño con sus garras. Bien, ¿quién quiere ser el primero?
Como respuesta, la mayoría de la clase se alejó aún más. Incluso Harry, Ron y
Hermione recelaban. Los hipogrifos sacudían sus feroces cabezas y desplegaban sus
poderosas alas; parecía que no les gustaba estar atados.
—¿Nadie? —preguntó Hagrid con voz suplicante.
—Yo —se ofreció Harry.
Detrás de él se oyó un jadeo, y Lavender y Parvati susurraron:
—¡No, Harry, acuérdate de las hojas de té!
Harry no hizo caso y saltó la cerca.
—¡Buen chico, Harry! —gritó Hagrid—. Veamos cómo te llevas con Buckbeak.
Soltó la cadena, separó al hipogrifo gris de sus compañeros y le desprendió el
collar de cuero. Los alumnos, al otro lado de la cerca, contenían la respiración. Malfoy
entornaba los ojos con malicia.
—Tranquilo ahora, Harry —dijo Hagrid en voz baja—. Primero mírale a los ojos.
Procura no parpadear. Los hipogrifos no confían en ti si parpadeas demasiado...
A Harry empezaron a irritársele los ojos, pero no los cerró. Buckbeak había vuelto
la cabeza grande y afilada, y miraba a Harry fijamente con un ojo terrible de color
naranja.
—Eso es —dijo Hagrid—. Eso es, Harry. Ahora inclina la cabeza...
A Harry no le hacía gracia presentarle la nuca a Buckbeak, pero hizo lo que Hagrid
le decía. Se inclinó brevemente y levantó la mirada.
El hipogrifo seguía mirándolo fijamente y con altivez. No se movió.
—Ah —dijo Hagrid, preocupado—. Bien, vete hacia atrás, tranquilo, despacio...
Pero entonces, ante la sorpresa de Harry, el hipogrifo dobló las arrugadas rodillas
delanteras y se inclinó profundamente.
—¡Bien hecho, Harry! —dijo Hagrid, eufórico—. ¡Bien, puedes tocarlo! Dale unas
palmadas en el pico, vamos.
Pensando que habría preferido como premio poder irse, Harry se acercó al
hipogrifo lentamente y alargó el brazo. Le dio unas palmadas en el pico y el hipogrifo
cerró los ojos para dar a entender que le gustaba.
La clase rompió en aplausos. Todos excepto Malfoy, Crabbe y Goyle, que parecían
muy decepcionados.
—Bien, Harry —dijo Hagrid—. ¡Creo que el hipogrifo dejaría que lo montaras!
Aquello era más de lo que Harry había esperado. Estaba acostumbrado a la escoba;
pero no estaba seguro de que un hipogrifo se le pareciera.
—Súbete ahí, detrás del nacimiento del ala —dijo Hagrid—. Y procura no
arrancarle ninguna pluma, porque no le gustaría...
Harry puso el pie sobre el ala de Buckbeak y se subió en el lomo. Buckbeak se
levantó. Harry no sabía dónde debía agarrarse: delante de él todo estaba cubierto de
plumas.
—¡Vamos! —gritó Hagrid, dándole una palmada al hipogrifo en los cuartos
traseros.
A cada lado de Harry, sin previo aviso, se abrieron unas alas de más de tres metros
de longitud. Apenas le dio tiempo a agarrarse del cuello del hipogrifo antes de remontar
el vuelo. No tenía ningún parecido con una escoba y Harry tuvo muy claro cuál prefería.
Muy incómodamente para él, las alas del hipogrifo batían debajo de sus piernas. Sus
dedos resbalaban en las brillantes plumas y no se atrevía a asirse con más fuerza. En vez
del movimiento suave de su Nimbus 2.000, sentía el zarandeo hacia atrás y hacia
delante, porque los cuartos traseros del hipogrifo se movían con las alas.
Buckbeak sobrevoló el prado y descendió. Era lo que Harry había temido. Se echó
hacia atrás conforme el hipogrifo se inclinaba hacia abajo. Le dio la impresión de que
iba a resbalar por el pico. Luego sintió un fuerte golpe al aterrizar el animal con sus
cuatro patas revueltas, y se las arregló para sujetarse y volver a incorporarse.
—¡Muy bien, Harry! —gritó Hagrid, mientras lo vitoreaban todos menos Malfoy,
Crabbe y Goyle—. ¡Bueno!, ¿quién más quiere probar?
Envalentonados por el éxito de Harry, los demás saltaron al prado con cautela.
Hagrid desató uno por uno los hipogrifos y, al cabo de poco rato, los alumnos hacían
timoratas reverencias por todo el prado. Neville retrocedió corriendo en varias ocasiones
porque su hipogrifo no parecía querer doblar las rodillas. Ron y Hermione practicaban
con el de color castaño, mientras Harry observaba.
Malfoy, Crabbe y Goyle habían escogido a Buckbeak. Había inclinado la cabeza
ante Malfoy, que le daba palmaditas en el pico con expresión desdeñosa.
—Esto es muy fácil —dijo Malfoy, arrastrando las sílabas y con voz lo bastante
alta para que Harry lo oyera—. Tenía que ser fácil, si Potter fue capaz... ¿A que no eres
peligroso? —le dijo al hipogrifo—. ¿Lo eres, bestia asquerosa?
Sucedió en un destello de garras de acero. Malfoy emitió un grito agudísimo y un
instante después Hagrid se esforzaba por volver a ponerle el collar a Buckbeak, que
quería alcanzar a un Malfoy que yacía encogido en la hierba y con sangre en la ropa.
—¡Me muero! —gritó Malfoy, mientras cundía el pánico—. ¡Me muero, mirad!
¡Me ha matado!
—No te estás muriendo —le dijo Hagrid, que se había puesto muy pálido—. Que
alguien me ayude, tengo que sacarlo de aquí...
Hermione se apresuró a abrir la puerta de la cerca mientras Hagrid levantaba con
facilidad a Malfoy. Mientras desfilaban, Harry vio que en el brazo de Malfoy había una
herida larga y profunda; la sangre salpicaba la hierba y Hagrid corría con él por la
pendiente, hacia el castillo.
Los demás alumnos los seguían temblorosos y más despacio. Todos los de
Slytherin echaban la culpa a Hagrid.
—¡Deberían despedirlo inmediatamente! —exclamó Pansy Parkinson, con
lágrimas en los ojos.
—¡La culpa fue de Malfoy! —lo defendió Dean Thomas.
Crabbe y Goyle flexionaron los músculos amenazadoramente.
Subieron los escalones de piedra hasta el desierto vestíbulo.
—¡Voy a ver si se encuentra bien! —dijo Pansy.
Y la vieron subir corriendo por la escalera de mármol. Los de Slytherin se alejaron
hacia su sala común subterránea, sin dejar de murmurar contra Hagrid; Harry, Ron y
Hermione continuaron subiendo escaleras hasta la torre de Gryffindor.
—¿Creéis que se pondrá bien? —dijo Hermione asustada.
—Por supuesto que sí. La señora Pomfrey puede curar heridas en menos de un
segundo —dijo Harry, que había sufrido heridas mucho peores y la enfermera se las
había curado con magia.
—Es lamentable que esto haya pasado en la primera clase de Hagrid, ¿no os
parece? —comentó Ron preocupado—. Es muy típico de Malfoy eso de complicar las
cosas...
Fueron de los primeros en llegar al Gran Comedor para la cena. Esperaban
encontrar allí a Hagrid, pero no estaba.
—No lo habrán despedido, ¿verdad? —preguntó Hermione con preocupación, sin
probar su pastel de filete y riñones.
—Más vale que no —le respondió Ron, que tampoco probaba bocado.
Harry observaba la mesa de Slytherin. Un grupo prieto y numeroso, en el que
figuraban Crabbe y Goyle, estaba sumido en una conversación secreta. Harry estaba
seguro de que preparaban su propia versión del percance sufrido por Malfoy.
—Bueno, no puedes decir que el primer día de clase no haya sido interesante
—dijo Ron con tristeza.
Tras la cena subieron a la sala común de Gryffindor, que estaba llena de gente, y
trataron de hacer los deberes que les había mandado la profesora McGonagall, pero se
interrumpían cada tanto para mirar por la ventana de la torre.
—Hay luz en la ventana de Hagrid —dijo Harry de repente.
Ron miró el reloj.
—Si nos diéramos prisa, podríamos bajar a verlo. Todavía es temprano...
—No sé —respondió Hermione despacio, y Harry vio que lo miraba a él.
—Tengo permiso para pasear por los terrenos del colegio —aclaró—. Sirius Black
no habrá podido burlar a los dementores, ¿verdad?
Recogieron sus cosas y salieron por el agujero del cuadro, contentos de no
encontrar a nadie en el camino hacia la puerta principal, porque no estaban muy seguros
de que pudieran salir.
La hierba estaba todavía húmeda y parecía casi negra en aquellos momentos en que
el sol se ponía. Al llegar a la cabaña de Hagrid llamaron a la puerta y una voz les
contestó:
—Adelante, entrad.
Hagrid estaba sentado en mangas de camisa, ante la mesa de madera limpia; Fang,
su perro jabalinero, tenía la cabeza en el regazo de Hagrid. Les bastó echar un vistazo
para darse cuenta de que Hagrid había estado bebiendo. Delante de él tenía una jarra de
peltre casi tan grande como un caldero y parecía que le costaba trabajo enfocar bien las
cosas.
—Supongo que es un récord —dijo apesadumbrado al reconocerlos—. Me imagino
que soy el primer profesor que ha durado sólo un día.
—¡No te habrán despedido, Hagrid! —exclamó Hermione.
—Todavía no —respondió Hagrid con tristeza, tomando un trago largo del
contenido de la jarra—. Pero es sólo cuestión de tiempo, ¿verdad? Después de lo de
Malfoy...
—¿Cómo se encuentra Malfoy? —preguntó Ron cuando se sentaron—. No habrá
sido nada serio, supongo.
—La señora Pomfrey lo ha curado lo mejor que ha podido —dijo Hagrid con
abatimiento—, pero él sigue diciendo que le hace un daño terrible. Está cubierto de
vendas... Gime...
—Todo es cuento —dijo Harry—. La señora Pomfrey es capaz de curar cualquier
cosa. El año pasado hizo que me volviera a crecer la mitad del esqueleto. Es propio de
Malfoy sacar todo el provecho posible.
—El Consejo Escolar está informado, por supuesto —dijo Hagrid—. Piensan que
empecé muy fuerte. Debería haber dejado los hipogrifos para más tarde... Tenía que
haber empezado con los gusarajos o con los summat... Creía que sería un buen
comienzo... Ha sido culpa mía...
—¡Toda la culpa es de Malfoy, Hagrid! —dijo Hermione con seriedad.
—Somos testigos —dijo Harry—. Dijiste que los hipogrifos atacan al que los
ofende. Si Malfoy no prestó atención, el problema es suyo. Le diremos a Dumbledore lo
que de verdad sucedió.
—Sí, Hagrid, no te preocupes te apoyaremos —confirmó Ron.
De los arrugados rabillos de los ojos de Hagrid, negros como cucarachas, se
escaparon unas lagrimas. Atrajo a Ron y a Harry hacia sí y los estrechó en un abrazo tan
fuerte que pudo haberles roto algún hueso.
—Creo que ya has bebido bastante, Hagrid —dijo Hermione con firmeza. Cogió la
jarra de la mesa y salió a vaciarla.
—Sí, puede que tengas razón —dijo Hagrid, soltando a Harry y a Ron, que se
separaron de él frotándose las costillas. Hagrid se levantó de la silla y siguió a
Hermione al exterior; con paso inseguro.
Oyeron una ruidosa salpicadura.
—¿Qué ha hecho? —dijo Harry, asustado, cuando Hermione volvió a entrar con la
jarra vacía.
—Meter la cabeza en el barril de agua —dijo Hermione, guardando la jarra.
Hagrid regresó con la barba y los largos pelos chorreando, y secándose los ojos.
—Mejor así —dijo, sacudiendo la cabeza como un perro y salpicándolos a todos—.
Habéis sido muy amables por venir a verme. Yo, la verdad...
Hagrid se paró en seco mirando a Harry; como si acabara de darse cuenta de que
estaba allí:
—¿QUÉ CREES QUE HACES AQUÍ? —bramó, y tan de repente que dieron un
salto en el aire—. ¡NO PUEDES SALIR DESPUÉS DE ANOCHECIDO, HARRY! ¡Y
VOSOTROS DOS LO DEJÁIS!
Hagrid se acercó a Harry con paso firme, lo cogió del brazo y lo llevó hasta la
puerta.
—¡Vamos! —dijo Hagrid enfadado—. Os voy a acompañar a los tres al colegio. ¡Y
que no os vuelva a pillar viniendo a verme a estas horas! ¡No valgo la pena!

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