jueves, 24 de enero de 2013

8 La huida de la señora gorda

En muy poco tiempo, la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras se convirtió en la
favorita de la mayoría. Sólo Draco Malfoy y su banda de Slytherin criticaban al profesor
Lupin:
—Mira cómo lleva la túnica —solía decir Malfoy murmurando alto cuando pasaba
el profesor—. Viste como nuestro antiguo elfo doméstico.
Pero a nadie más le interesaba que la túnica del profesor Lupin estuviera
remendada y raída. Sus siguientes clases fueron tan interesantes como la primera.
Después de los boggarts estudiaron a los gorros rojos, unas criaturas pequeñas y
desagradables, parecidas a los duendes, que se escondían en cualquier sitio en el que
hubiera habido derramamiento de sangre, en las mazmorras de los castillos, en los
agujeros de las bombas de los campos de batalla, para dar una paliza a los que se
extraviaban. De los gorros rojos pasaron a los kappas, unos repugnantes moradores del
agua que parecían monos con escamas y con dedos palmeados, y que disfrutaban
estrangulando a los que ignorantes que cruzaban sus estanques.
Harry habría querido que sus otras clases fueran igual de entretenidas. La peor de
todas era Pociones. Snape estaba aquellos días especialmente propenso a la revancha y
todos sabían por qué. La historia del boggart que había adoptado la forma de Snape y el
modo en que lo había dejado Neville, con el atuendo de su abuela, se había extendido
por todo el colegio. Snape no lo encontraba divertido. A la primera mención del
profesor Lupin, aparecía en sus ojos una expresión amenazadora. A Neville lo acosaba
más que nunca.
Harry también aborrecía las horas que pasaba en la agobiante sala de la torre norte
de la profesora Trelawney, descifrando símbolos y formas confusas, procurando olvidar
que los ojos de la profesora Trelawney se llenaban de lágrimas cada vez que lo miraba.
No le podía gustar la profesora Trelawney, por más que unos cuantos de la clase la
trataran con un respeto que rayaba en la reverencia. Parvati Patil y Lavender Brown
habían adoptado la costumbre de rondar la sala de la torre de la profesora Trelawney a
la hora de la comida, y siempre regresaban con un aire de superioridad que resultaba
enojoso, como si supieran cosas que los demás ignoraban. Habían comenzado a hablarle
a Harry en susurros, como si se encontrara en su lecho de muerte.
A nadie le gustaba realmente la asignatura sobre Cuidado de Criaturas Mágicas,
que después de la primera clase tan movida se había convertido en algo extremadamente
aburrido. Hagrid había perdido la confianza. Ahora pasaban lección tras lección
aprendiendo a cuidar a los gusarajos, que tenían que contarse entre las más aburridas
criaturas del universo.
—¿Por qué alguien se preocuparía de cuidarlos? —preguntó Ron tras pasar otra
hora embutiendo las viscosas gargantas de los gusarajos con lechuga cortada en tiras.
A comienzos de octubre, sin embargo, hubo otra cosa que mantuvo ocupado a
Harry, algo tan divertido que compensaba la insatisfacción de algunas clases. Se
aproximaba la temporada de quidditch y Oliver Wood, capitán del equipo de
Gryffindor; convocó una reunión un jueves por la tarde para discutir las tácticas de la
nueva temporada.
En un equipo de quidditch había siete personas: tres cazadores, cuya función era
marcar goles metiendo el quaffle (un balón como el de fútbol, rojo) por uno de los aros
que había en cada lado del campo, a una altura de quince metros; dos golpeadores
equipados con fuertes bates para repeler las bludgers (dos pesadas pelotas negras que
circulaban muy aprisa, zumbando de un lado para otro, intentando derribar a los
jugadores); un guardián que defendía los postes sobre los que estaban los aros; y el
buscador; que tenía el trabajo más difícil de todos, atrapar la dorada snitch, una pelota
pequeña con alas, del tamaño de una nuez, cuya captura daba por finalizado el juego y
otorgaba ciento cincuenta puntos al equipo del buscador que la hubiera atrapado.
Oliver Wood era un fornido muchacho de diecisiete años que cursaba su séptimo y
último curso. Había cierto tono de desesperación en su voz mientras se dirigía a sus
compañeros de equipo en los fríos vestuarios del campo de quidditch que se iba
quedando a oscuras.
—Es nuestra última oportunidad..., mi última oportunidad... de ganar la copa de
quidditch —les dijo, paseándose con paso firme delante de ellos—. Me marcharé al
final de este curso, no volveré a tener otra oportunidad. Gryffindor no ha ganado ni una
vez en los últimos siete años. De acuerdo, hemos tenido una suerte horrible: heridos...,
cancelación del torneo el curso pasado... —Wood tragó saliva, como si el recuerdo aún
le pusiera un nudo en la garganta—. Pero también sabemos que contamos con el
mejor... equipo... de este... colegio —añadió, golpeándose la palma de una mano con el
puño de la otra y con el conocido brillo frenético en los ojos—. Contamos con tres
cazadoras estupendas. —Wood señaló a Alicia Spinnet, Angelina Johnson y Katie
Bell—. Tenemos dos golpeadores invencibles.
—Déjalo ya, Oliver; nos estás sacando los colores —dijeron Fred y George a la
vez, haciendo como que se sonrojaban.
—¡Y tenemos un buscador que nos ha hecho ganar todos los partidos! —dijo
Wood, con voz retumbante y mirando a Harry con orgullo incontenible—. Y estoy yo
—añadió.
—Nosotros creemos que tú también eres muy bueno —dijo George.
—Un guardián muy chachi —confirmó Fred.
—La cuestión es —continuó Wood, reanudando los paseos— que la copa de
quidditch debiera de haber llevado nuestro nombre estos dos últimos años. Desde que
Harry se unió al equipo, he pensado que la cosa estaba chupada. Pero no lo hemos
conseguido y este curso es la última oportunidad que tendremos para ver nuestro
nombre grabado en ella...
Wood hablaba con tal desaliento que incluso a Fred y a George les dio pena.
—Oliver, éste será nuestro año —aseguró Fred.
—Lo conseguiremos, Oliver —dijo Angelina.
—Por supuesto —corroboró Harry.
Con la moral alta, el equipo comenzó las sesiones de entrenamiento, tres tardes a la
semana. El tiempo se enfriaba y se hacía más húmedo, las noches más oscuras, pero no
había barro, viento ni lluvia que pudieran empañar la ilusión de ganar por fin la enorme
copa de plata.
Una tarde, después del entrenamiento, Harry regresó a la sala común de Gryffindor
con frío y entumecido, pero contento por la manera en que se había desarrollado el
entrenamiento, y encontró la sala muy animada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a Ron y Hermione, que estaban sentados al lado del
fuego, en dos de las mejores sillas, terminando unos mapas del cielo para la clase de
Astronomía.
—Primer fin de semana en Hogsmeade —le dijo Ron, señalando una nota que
había aparecido en el viejo tablón de anuncios—. Finales de octubre. Halloween.
—Estupendo —dijo Fred, que había seguido a Harry por el agujero del retrato—.
Tengo que ir a la tienda de Zonko: casi no me quedan bombas fétidas.
Harry se dejó caer en una silla, al lado de Ron, y la alegría lo abandonó. Hermione
comprendió lo que le pasaba.
—Harry, estoy segura de que podrás ir la próxima vez —le consoló—. Van a
atrapar a Black enseguida. Ya lo han visto una vez.
—Black no está tan loco como para intentar nada en Hogsmeade. Pregúntale a
McGonagall si puedes ir ahora, Harry. Pueden pasar años hasta la próxima ocasión.
—¡Ron! —dijo Hermione—. Harry tiene que permanecer en el colegio...
—No puede ser el único de tercero que no vaya. Vamos, Harry, pregúntale a
McGonagall...
—Sí, lo haré —dijo Harry, decidiéndose.
Hermione abrió la boca para sostener la opinión contraria, pero en ese momento
Crookshanks saltó con presteza a su regazo.
Una araña muerta y grande le colgaba de la boca.
—¿Tiene que comerse eso aquí delante? —preguntó Ron frunciendo el entrecejo.
—Bravo, Crookshanks, ¿la has atrapado tú solito? —dijo Hermione.
Crookshanks masticó y tragó despacio la araña, con los ojos insolentemente fijos
en Ron.
—No lo sueltes —pidió Ron irritado, volviendo a su mapa del cielo—. Scabbers
está durmiendo en mi mochila.
Harry bostezó. Le apetecía acostarse, pero antes tenía que terminar su mapa. Cogió
la mochila, sacó pergamino, pluma y tinta, y empezó a trabajar.
—Si quieres, puedes copiar el mío —le dijo Ron, poniendo nombre a su última
estrella con un ringorrango y acercándole el mapa a Harry.
Hermione, que no veía con buenos ojos que se copiara, apretó los labios, pero no
dijo nada. Crookshanks seguía mirando a Ron sin pestañear; sacudiendo el extremo de
su peluda cola. Luego, sin previo aviso, dio un salto.
—¡EH! —gritó Ron, apoderándose de la mochila, al mismo tiempo que
Crookshanks clavaba profundamente en ella sus garras y comenzaba a rasgarla con
fiereza—. ¡SUELTA, ESTÚPIDO ANIMAIAL!
Ron intentó arrebatar la mochila a Crookshanks, pero el gato siguió aferrándola con
sus garras, bufando y rasgándola.
—¡No le hagas daño, Ron! —gritó Hermione. Todos los miraban. Ron dio vueltas
a la mochila, con Crookshanks agarrado todavía a ella, y Scabbers salió dando un
salto...
—¡SUJETAD A ESE GATO! —gritó Ron en el momento en que Crookshanks
soltaba los restos de la mochila, saltaba sobre la mesa y perseguía a la aterrorizada
Scabbers.
George Weasley se lanzó sobre Crookshanks, pero no lo atrapó; Scabbers pasó
como un rayo entre veinte pares de piernas y se fue a ocultar bajo una vieja cómoda.
Crookshanks patinó y frenó, se agachó y se puso a dar zarpazos con una pata delantera.
Ron y Hermione se apresuraron a echarse sobre él. Hermione cogió a Crookshanks
por el lomo y lo levantó. Ron se tendió en el suelo y sacó a Scabbers con alguna
dificultad, tirando de la cola.
—¡Mírala! —le dijo a Hermione hecho una furia, poniéndole a Scabbers delante de
los ojos—. ¡Está en los huesos! Mantén a ese gato lejos de ella.
—¡Crookshanks no sabe lo que hace! —dijo la joven con voz temblorosa—.
¡Todos los gatos persiguen a las ratas, Ron!
—¡Hay algo extraño en ese animal! —dijo Ron, que intentaba persuadir a la
frenética Scabbers de que volviera a meterse en su bolsillo—. Me oyó decir que
Scabbers estaba en la mochila.
—Vaya, qué tontería —dijo Hermione, hartándose—. Lo que pasa es que
Crookshanks la olió. ¿Cómo si no crees que...?
—¡Ese gato la ha tomado con Scabbers! —dijo Ron, sin reparar en cuantos había a
su alrededor; que empezaban a reírse—. Y Scabbers estaba aquí primero. Y está
enferma.
Ron se marchó enfadado, subiendo por las escaleras hacia los dormitorios de los
chicos.
Al día siguiente, Ron seguía enfadado con Hermione. Apenas habló con ella durante la
clase de Herbología, aunque Harry, Hermione y él trabajaban juntos con la misma
Vainilla de viento.
—¿Cómo está Scabbers? —le preguntó Hermione acobardada, mientras arrancaban
a la planta unas vainas gruesas y rosáceas, y vaciaban las brillantes habas en un balde de
madera.
—Está escondida debajo de mi cama, sin dejar de temblar —dijo Ron
malhumorado, errando la puntería y derramando las habas por el suelo del invernadero.
—¡Cuidado, Weasley, cuidado! —gritó la profesora Sprout, al ver que las habas
retoñaban ante sus ojos.
Luego tuvieron Transformaciones. Harry, que estaba resuelto a pedirle después de
clase a la profesora McGonagall que le dejara ir a Hogsmeade con los demás, se puso en
la cola que había en la puerta, pensando en cómo convencerla. Lo distrajo un alboroto
producido al principio de la hilera. Lavender Brown estaba llorando. Parvati la rodeaba
con el brazo y explicaba algo a Seamus Finnigan y a Dean Thomas, que escuchaban
muy serios.
—¿Qué ocurre, Lavender? —preguntó preocupada Hermione, cuando ella, Harry y
Ron se acercaron al grupo.
—Esta mañana ha recibido una carta de casa —susurró Parvati—. Se trata de su
conejo Binky. Un zorro lo ha matado.
—¡Vaya! —dijo Hermione—. Lo siento, Lavender.
—¡Tendría que habérmelo imaginado! —dijo Lavender en tono trágico—. ¿Sabéis
qué día es hoy?
—Eh...
—¡16 de octubre! ¡«Eso que temes ocurrirá el viernes 16 de octubre»! ¿Os
acordáis? ¡Tenía razón!
Toda la clase se acababa de reunir alrededor de Lavender. Seamus cabeceó con
pesadumbre. Hermione titubeó. Luego dijo:
—Tú, tú... ¿temías que un zorro matara a Binky?
—Bueno, no necesariamente un zorro —dijo Lavender; alzando la mirada hacia
Hermione y con los ojos llenos de lágrimas—. Pero tenía miedo de que muriera.
—Vaya —dijo Hermione. Volvió a guardar silencio. Luego preguntó—: ¿Era
viejo?
—No... —dijo Lavender sollozando—. ¡So... sólo era una cría!
Parvati le estrechó los hombros con más fuerza.
—Pero entonces, ¿por qué temías que muriera? —preguntó Hermione. Parvati la
fulminó con la mirada—. Bueno, miradlo lógicamente —añadió Hermione hacia el resto
del grupo—. Lo que quiero decir es que..., bueno, Binky ni siquiera ha muerto hoy. Hoy
es cuando Lavender ha recibido la noticia... —Lavender gimió—. Y no puede haberlo
temido, porque la ha pillado completamente por sorpresa.
—No le hagas caso, Lavender —dijo Ron—. Las mascotas de los demás no le
importan en absoluto.
La profesora McGonagall abrió en ese momento la puerta del aula, lo que tal vez
fue una suerte. Hermione y Ron se lanzaban ya miradas asesinas, y al entrar en el aula
se sentaron uno a cada lado de Harry y no se dirigieron la palabra en toda la hora.
Harry no había pensado aún qué le iba a decir a la profesora McGonagall cuando
sonara el timbre al final de la clase, pero fue ella la primera en sacar el tema de
Hogsmeade.
—¡Un momento, por favor! —dijo en voz alta, cuando los alumnos empezaban a
salir—. Dado que sois todos de Gryffindor; como yo, deberíais entregarme vuestras
autorizaciones antes de Halloween. Sin autorización no hay visita al pueblo, así que no
se os olvide.
Neville levantó la mano.
—Perdone, profesora. Yo... creo que he perdido...
—Tu abuela me la envió directamente, Longbottom —dijo la profesora
McGonagall—. Pensó que era más seguro. Bueno, eso es todo, podéis salir.
—Pregúntaselo ahora —susurró Ron a Harry
—Ah, pero... —fue a decir Hermione.
—Adelante, Harry —le incitó Ron con testarudez.
Harry aguardó a que saliera el resto de la clase y se acercó nervioso a la mesa de la
profesora McGonagall.
—¿Sí, Potter?
Harry tomó aire.
—Profesora, mis tíos... olvidaron... firmarme la autorización —dijo.
La profesora McGonagall lo miró por encima de sus gafas cuadradas, pero no dijo
nada.
—Y por eso... eh... ¿piensa que podría... esto... ir a Hogsmeade?
La profesora McGonagall bajó la vista y comenzó a revolver los papeles de su
escritorio.
—Me temo que no, Potter. Ya has oído lo que dije. Sin autorización no hay visita al
pueblo. Es la norma.
—Pero... mis tíos... ¿sabe?, son muggles. No entienden nada de... de las cosas de
Hogwarts —explicó Harry, mientras Ron le hacía señas de ánimo—. Si usted me diera
permiso...
—Pero no te lo doy —dijo la profesora McGonagall poniéndose en pie y
guardando ordenadamente sus papeles en un cajón—. El impreso de autorización dice
claramente que el padre o tutor debe dar permiso. —Se volvió para mirarlo, con una
extraña expresión en el rostro. ¿Era de pena?—. Lo siento, Potter; pero es mi última
palabra. Lo mejor será que te des prisa o llegarás tarde a la próxima clase.
No había nada que hacer. Ron llamó de todo a la profesora McGonagall y eso le pareció
muy mal a Hermione. Hermione puso cara de «mejor así», lo cual consiguió enfadar a
Ron aún más, y Harry tuvo que aguantar que todos sus compañeros de clase comentaran
en voz alta y muy contentos lo que harían al llegar a Hogsmeade.
—Por lo menos te queda el banquete. Ya sabes, el banquete de la noche de
Halloween.
—Sí —aceptó Harry con tristeza—. Genial.
El banquete de Halloween era siempre bueno, pero sabría mucho mejor si acudía a
él después de haber pasado el día en Hogsmeade con todos los demás. Nada de lo que le
dijeran le hacía resignarse. Dean Thomas, que era bueno con la pluma, se había ofrecido
a falsificar la firma de tío Vernon, pero como Harry ya le había dicho a la profesora
McGonagall que no se la habían firmado, no era posible probar aquello. Ron sugirió no
muy convencido la capa invisible, pero Hermione rechazó de plano la posibilidad
recordándole a Ron lo que les había dicho Dumbledore sobre que los dementores podían
ver a través de ellas.
Percy pronunció las palabras que probablemente le ayudaron menos a resignarse:
—Arman mucho revuelo con Hogsmeade, pero te puedo asegurar que no es para
tanto —le dijo muy serio—. Bueno, es verdad que la tienda de golosinas es bastante
buena, pero la tienda de artículos de broma de Zonko es francamente peligrosa. Y la
Casa de los Gritos merece la visita, pero aparte de eso no te pierdes nada.
La mañana del día de Halloween, Harry se despertó al mismo tiempo que los demás y
bajó a desayunar muy triste, pero tratando de disimularlo.
—Te traeremos un montón de golosinas de Honeydukes —le dijo Hermione,
compadeciéndose de él.
—Sí, montones —dijo Ron. Por fin habían hecho las paces él y Hermione.
—No os preocupéis por mí —dijo Harry con una voz que procuró que le saliera
despreocupada—. Ya nos veremos en el banquete. Divertios.
Los acompañó hasta el vestíbulo, donde Filch, el conserje, de pie en el lado interior
de la puerta, señalaba los nombres en una lista, examinando detenida y recelosamente
cada rostro y asegurándose de que nadie salía sin permiso.
—¿Te quedas aquí, Potter? —gritó Malfoy, que estaba en la cola, junto a Crabbe y
a Goyle—. ¿No te atreves a cruzarte con los dementores?
Harry no le hizo caso y volvió solo por las escaleras de mármol y los pasillos
vacíos, y llegó a la torre de Gryffindor.
—¿Contraseña? —dijo la señora gorda despertándose sobresaltada.
—«Fortuna maior» —contestó Harry con desgana.
El retrato le dejó paso y entró en la sala común. Estaba repleta de chavales de
primero y de segundo, todos hablando, y de unos cuantos alumnos mayores que
obviamente habían visitado Hogsmeade tantas veces que ya no les interesaba.
—¡Harry! ¡Harry! ¡Hola, Harry! —Era Colin Creevey, un estudiante de segundo
que sentía veneración por Harry y nunca perdía la oportunidad de hablar con él—. ¿No
vas a Hogsmeade, Harry? ¿Por qué no? ¡Eh! —Colin miró a sus amigos con interés—,
¡si quieres puedes venir a sentarte con nosotros!
—No, gracias, Colin —dijo Harry, que no estaba de humor para ponerse delante de
gente deseosa de contemplarle la cicatriz de la frente—.Yo... he de ir a la biblioteca.
Tengo trabajo.
Después de aquello no tenía más remedio que dar media vuelta y salir por el
agujero del retrato.
—¿Con qué motivo me has despertado? —refunfuñó la señora gorda cuando pasó
por allí.
Harry anduvo sin entusiasmo hacia la biblioteca, pero a mitad de camino cambió de
idea; no le apetecía trabajar. Dio media vuelta y se topó de cara con Filch, que acababa
de despedir al último de los visitantes de Hogsmeade.
—¿Qué haces? —le gruñó Filch, suspicaz.
—Nada —respondió Harry con franqueza.
—¿Nada? —le soltó Filch, con las mandíbulas temblando—. ¡No me digas!
Husmeando por ahí tú solo. ¿Por qué no estás en Hogsmeade, comprando bombas
fétidas, polvos para eructar y gusanos silbantes, como el resto de tus desagradables
amiguitos?
Harry se encogió de hombros.
—Bueno, regresa a la sala común de tu colegio —dijo Filch, que siguió mirándolo
fijamente hasta que Harry se perdió de vista.
Pero Harry no regresó a la sala común; subió una escalera, pensando en que tal vez
podía ir a la pajarera de las lechuzas, e iba por otro pasillo cuando dijo una voz que salía
del interior de un aula:
—¿Harry? —Harry retrocedió para ver quién lo llamaba y se encontró al profesor
Lupin, que lo miraba desde la puerta de su despacho—. ¿Qué haces? —le preguntó
Lupin en un tono muy diferente al de Filch—. ¿Dónde están Ron y Hermione?
—En Hogsmeade —respondió Harry; con voz que fingía no dar importancia a lo
que decía.
—Ah —dijo Lupin. Observó a Harry un momento—. ¿Por qué no pasas? Acabo de
recibir un grindylow para nuestra próxima clase.
—¿Un qué? —preguntó Harry.
Entró en el despacho siguiendo a Lupin. En un rincón había un enorme depósito de
agua. Una criatura de un color verde asqueroso, con pequeños cuernos afilados, pegaba
la cara contra el cristal, haciendo muecas y doblando sus dedos largos y delgados.
—Es un demonio de agua —dijo Lupin, observando el grindylow ensimismado—.
No debería darnos muchas dificultades, sobre todo después de los kappas. El truco es
deshacerse de su tenaza. ¿Te das cuenta de la extraordinaria longitud de sus dedos?
Fuertes, pero muy quebradizos.
El grindylow enseñó sus dientes verdes y se metió en una espesura de algas que
había en un rincón.
—¿Una taza de té? —le preguntó Lupin, buscando la tetera—. Iba a prepararlo.
—Bueno —dijo Harry, algo embarazado.
Lupin dio a la tetera un golpecito con la varita y por el pitorro salió un chorro de
vapor.
—Siéntate —dijo Lupin, destapando una caja polvorienta—. Lo lamento, pero sólo
tengo té en bolsitas. Aunque me imagino que estarás harto del té suelto.
Harry lo miró. A Lupin le brillaban los ojos.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Harry
—Me lo ha dicho la profesora McGonagall —explicó Lupin, pasándole a Harry
una taza descascarillada—. No te preocupa, ¿verdad?
—No —respondió Harry
Pensó por un momento en contarle a Lupin lo del perro que había visto en la calle
Magnolia, pero se contuvo. No quería que Lupin creyera que era un cobarde y menos
desde que el profesor parecía suponer que no podía enfrentarse a un boggart.
Algo de los pensamientos de Harry debió de reflejarse en su cara, porque Lupin
dijo:
—¿Estás preocupado por algo, Harry?
—No —mintió Harry. Sorbió un poco de té y vio que el grindylow lo amenazaba
con el puño—. Sí —dijo de repente, dejando el té en el escritorio de Lupin—.
¿Recuerda el día que nos enfrentamos al boggart?
—Sí —respondió Lupin.
—¿Por qué no me dejó enfrentarme a él? —le preguntó.
Lupin alzó las cejas.
—Creí que estaba claro —dijo sorprendido.
Harry, que había imaginado que Lupin lo negaría, se quedó atónito.
—¿Por qué? —volvió a preguntar.
—Bueno —respondió Lupin frunciendo un poco el entrecejo—, pensé que si el
boggart se enfrentaba contigo adoptaría la forma de lord Voldemort.
Harry se le quedó mirando, impresionado. No sólo era aquélla la respuesta que
menos esperaba, sino que además Lupin había pronunciado el nombre de Voldemort. La
única persona a la que había oído pronunciar ese nombre (aparte de él mismo) era el
profesor Dumbledore.
—Es evidente que estaba en un error —añadió Lupin, frunciendo el entrecejo—.
Pero no creí que fuera buena idea que Voldemort se materializase en la sala de
profesores. Pensé que se aterrorizarían.
—El primero en quien pensé fue Voldemort —dijo Harry con sinceridad—. Pero
luego recordé a los dementores.
—Ya veo —dijo Lupin pensativamente—. Bien, bien..., estoy impresionado.
—Sonrió ligeramente ante la cara de sorpresa que ponía Harry—. Eso sugiere que lo
que más miedo te da es... el miedo. Muy sensato, Harry.
Harry no supo qué contestar; de forma que dio otro sorbo al té.
—¿Así que pensabas que no te creía capaz de enfrentarte a un boggart? —dijo
Lupin astutamente.
—Bueno..., sí —dijo Harry. Estaba mucho más contento—. Profesor Lupin, usted
conoce a los dementores...
Le interrumpieron unos golpes en la puerta.
—Adelante —dijo Lupin.
Se abrió la puerta y entró Snape. Llevaba una copa de la que salía un poco de humo
y se detuvo al ver a Harry. Entornó sus ojos negros.
—¡Ah, Severus! —dijo Lupin sonriendo—. Muchas gracias. ¿Podrías dejarlo aquí,
en el escritorio? —Snape posó la copa humeante. Sus ojos pasaban de Harry a Lupin—.
Estaba enseñando a Harry mi grindylow —dijo Lupin con cordialidad, señalando el
depósito.
—Fascinante —comentó Snape, sin mirar a la criatura—. Deberías tomártelo ya,
Lupin.
—Sí, sí, enseguida —dijo Lupin.
—He hecho un caldero entero. Si necesitas más...
—Seguramente mañana tomaré otro poco. Muchas gracias, Severus.
—De nada —respondió Snape. Pero había en sus ojos una expresión que a Harry
no le gustó. Salió del despacho retrocediendo, sin sonreír y receloso.
Harry miró la copa con curiosidad. Lupin sonrió.
—El profesor Snape, muy amablemente, me ha preparado esta poción —dijo—.
Nunca se me ha dado muy bien lo de preparar pociones y ésta es especialmente difícil.
—Cogió la copa y la olió—. Es una pena que no admita azúcar —añadió, tomando un
sorbito y torciendo la boca.
—¿Por qué...? —comenzó Harry.
Lupin lo miró y respondió a la pregunta que Harry no había acabado de formular:
—No me he encontrado muy bien —dijo—. Esta poción es lo único que me sana.
Es una suerte tener de compañero al profesor Snape; no hay muchos magos capaces de
prepararla.
El profesor Lupin bebió otro sorbo y Harry tuvo el impulso de quitarle la copa de
las manos.
—El profesor Snape está muy interesado por las Artes Oscuras —barbotó.
—¿De verdad? —preguntó Lupin, sin mucho interés, bebiendo otro trago de la
poción.
—Hay quien piensa... —Harry dudó, pero se atrevió a seguir hablando—, hay
quien piensa que sería capaz de cualquier cosa para conseguir el puesto de profesor de
Defensa Contra las Artes Oscuras.
Lupin vació la copa e hizo un gesto de desagrado.
—Asqueroso —dijo—. Bien, Harry. Tengo que seguir trabajando. Nos veremos en
el banquete.
—De acuerdo —dijo Harry, dejando su taza de té. La copa, ya vacía, seguía
echando humo.
—Aquí tienes —dijo Ron—. Hemos traído todos los que pudimos.
Un chaparrón de caramelos de brillantes colores cayó sobre las piernas de Harry.
Ya había anochecido, y Ron y Hermione acababan de hacer su aparición en la sala
común, con la cara enrojecida por el frío viento y con pinta de habérselo pasado mejor
que en toda su vida.
—Gracias —dijo Harry, cogiendo un paquete de pequeños y negros diablillos de
pimienta—. ¿Cómo es Hogsmeade? ¿Dónde habéis ido?
A juzgar por las apariencias, a todos los sitios. A Dervish y Banges, la tienda de
artículos de brujería, a la tienda de artículos de broma de Zonko, a Las Tres Escobas,
para tomarse unas cervezas de mantequilla caliente con espuma, y a otros muchos
sitios...
—¡La oficina de correos, Harry! ¡Unas doscientas lechuzas, todas descansando en
anaqueles, todas con claves de colores que indican la velocidad de cada una!
Honeydukes tiene un nuevo caramelo: daban muestras gratis. Aquí tienes un poco,
mira.
—Nos ha parecido ver un ogro. En Las Tres Escobas hay todo tipo de gente...
—Ojalá te hubiéramos traído cerveza de mantequilla. Realmente te reconforta.
—¿Y tú que has hecho? —le preguntó Hermione—. ¿Has trabajado?
—No —respondió Harry—. Lupin me invitó a un té en su despacho. Y entró
Snape...
Les contó lo de la copa. Ron se quedó con la boca abierta.
—¿Y Lupin se la bebió? —exclamó—. ¿Está loco?
Hermione miró la hora.
—Será mejor que vayamos bajando El banquete empezará dentro de cinco minutos
Pasaron por el retrato entre la multitud, todavía hablando de Snape.
—Pero si él..., ya sabéis... —Hermione bajó la voz, mirando a su alrededor con
cautela—. Si intentara envenenar a Lupin, no lo haría delante de Harry.
—Sí, quizá tengas razón —dijo Harry mientras llegaban al vestíbulo y lo cruzaban
para entrar en el Gran Comedor. Lo habían decorado con cientos de calabazas con velas
dentro, una bandada de murciélagos vivos que revoloteaban y muchas serpentinas de
color naranja brillante que caían del techo como culebras de río.
La comida fue deliciosa. Incluso Hermione y Ron, que estaban que reventaban de
los dulces que habían comido en Honeydukes, repitieron. Harry no paraba de mirar a la
mesa de los profesores. El profesor Lupin parecía alegre y más sano que nunca. Hablaba
animadamente con el pequeñísimo profesor Flitwick, que impartía Encantamientos.
Harry recorrió la mesa con la mirada hasta el lugar en que se sentaba Snape. ¿Se lo
estaba imaginando o Snape miraba a Lupin y parpadeaba más de lo normal?
El banquete terminó con una actuación de los fantasmas de Hogwarts. Saltaron de
los muros y de las mesas para llevar a cabo un pequeño vuelo en formación. Nick Casi
Decapitado, el fantasma de Gryffindor; cosechó un gran éxito con una representación de
su propia desastrosa decapitación.
Fue una noche tan estupenda que Malfoy no pudo enturbiar el buen humor de
Harry al gritarle por entre la multitud, cuando salían del Gran Comedor:
—¡Los dementores te envían recuerdos, Potter!
Harry, Ron y Hermione siguieron al resto de los de su casa por el camino de la
torre de Gryffindor, pero cuando llegaron al corredor al final del cual estaba el retrato de
la señora gorda, lo encontraron atestado de alumnos.
—¿Por qué no entran? —preguntó Ron intrigado.
Harry miró delante de él, por encima de las cabezas. El retrato estaba cerrado.
—Dejadme pasar; por favor —dijo la voz de Percy. Se esforzaba por abrirse paso a
través de la multitud, dándose importancia—. ¿Qué es lo que ocurre? No es posible que
nadie se acuerde de la contraseña. Dejadme pasar, soy el Premio Anual.
La multitud guardó silencio entonces, empezando por los de delante. Fue como si
un aire frío se extendiera por el corredor. Oyeron que Percy decía con una voz
repentinamente aguda:
—Que alguien vaya a buscar al profesor Dumbledore, rápido.
Las cabezas se volvieron. Los de atrás se ponían de puntillas.
—¿Qué sucede? —preguntó Ginny, que acababa de llegar. Al cabo de un instante
hizo su aparición el profesor Dumbledore, dirigiéndose velozmente hacia el retrato. Los
alumnos de Gryffindor se apretujaban para dejarle paso, y Harry; Ron y Hermione se
acercaron un poco para ver qué sucedía.
—¡Anda, mi madr...! —exclamó Hermione, cogiéndose al brazo de Harry.
La señora gorda había desaparecido del retrato, que había sido rajado tan
ferozmente que algunas tiras del lienzo habían caído al suelo. Faltaban varios trozos
grandes.
Dumbledore dirigió una rápida mirada al retrato estropeado y se volvió. Con ojos
entristecidos vio a los profesores McGonagall, Lupin y Snape, que se acercaban a toda
prisa.
—Hay que encontrarla —dijo Dumbledore—. Por favor; profesora McGonagall,
dígale enseguida al señor Filch que busque a la señora gorda por todos los cuadros del
castillo.
—¡Apañados vais! —dijo una voz socarrona.
Era Peeves, que revoloteaba por encima de la multitud y estaba encantado, como
cada vez que veía a los demás preocupados por algún problema.
—¿Qué quieres decir, Peeves? —le preguntó Dumbledore tranquilamente. La
sonrisa de Peeves desapareció. No se atrevía a burlarse de Dumbledore. Adoptó una voz
empalagosa que no era mejor que su risa.
—Le da vergüenza, señor director. No quiere que la vean. Es un desastre de mujer.
La vi correr por el paisaje, hacia el cuarto piso, señor; esquivando los árboles y gritando
algo terrible —dijo con alegría—. Pobrecita —añadió sin convicción.
—¿Dijo quién lo ha hecho? —preguntó Dumbledore en voz baja.
—Sí, señor director —dijo Peeves, con pinta de estar meciendo una bomba en sus
brazos—. Se enfadó con ella porque no le permitió entrar, ¿sabe? —Peeves dio una
vuelta de campana y dirigió a Dumbledore una sonrisa por entre sus propias piernas—.
Ese Sirius Black tiene un genio insoportable.

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