Harry no sabía muy bien cómo se las había apañado para regresar al sótano de
Honeydukes, atravesar el pasadizo y entrar en el castillo. Lo único que sabía era que el
viaje de vuelta parecía no haberle costado apenas tiempo y que no se daba muy clara
cuenta de lo que hacía, porque en su cabeza aún resonaban las frases de la conversación
que acababa de oír.
¿Por qué nadie le había explicado nada de aquello? Dumbledore, Hagrid, el señor
Weasley, Cornelius Fudge... ¿Por qué nadie le había explicado nunca que sus padres
habían muerto porque les había traicionado su mejor amigo?
Ron y Hermione observaron intranquilos a Harry durante toda la cena, sin atreverse
a decir nada sobre lo que habían oído, porque Percy estaba sentado cerca. Cuando
subieron a la sala común atestada de gente, descubrieron que Fred y George, en un
arrebato de alegría motivado por las inminentes vacaciones de Navidad, habían lanzado
media docena de bombas fétidas. Harry, que no quería que Fred y George le
preguntaran si había ido o no a Hogsmeade, se fue a hurtadillas hasta el dormitorio
vacío y abrió el armario. Echó todos los libros a un lado y rápidamente encontró lo que
buscaba: el álbum de fotos encuadernado en piel que Hagrid le había regalado hacía dos
años, que estaba lleno de fotos mágicas de sus padres. Se sentó en su cama, corrió las
cortinas y comenzó a pasar las páginas hasta que...
Se detuvo en una foto de la boda de sus padres. Su padre saludaba con la mano, con
una amplia sonrisa. El pelo negro y alborotado que Harry había heredado se levantaba
en todas direcciones. Su madre, radiante de felicidad, estaba cogida del brazo de su
padre. Y allí... aquél debía de ser. El padrino. Harry nunca le había prestado atención.
Si no hubiera sabido que era la misma persona no habría reconocido a Black en
aquella vieja fotografía. Su rostro no estaba hundido y amarillento como la cera, sino
que era hermoso y estaba lleno de alegría. ¿Trabajaría ya para Voldemort cuando
sacaron aquella foto? ¿Planeaba ya la muerte de las dos personas que había a su lado?
¿Se daba cuenta de que tendría que pasar doce años en Azkaban, doce años que lo
dejarían irreconocible?
«Pero los dementores no le afectan —pensó Harry, fijándose en aquel rostro
agradable y risueño—. No tiene que oír los gritos de mi madre cuando se aproximan
demasiado...»
Harry cerró de golpe el álbum y volvió a guardarlo en el armario. Se quitó la túnica
y las gafas y se metió en la cama, asegurándose de que las cortinas lo ocultaban de la
vista.
Se abrió la puerta del dormitorio.
—¿Harry? —preguntó la dubitativa voz de Ron.
Pero Harry se quedó quieto, simulando que dormía. Oyó a Ron que salía de nuevo
y se dio la vuelta para ponerse boca arriba, con los ojos muy abiertos. Sintió correr a
través de sus venas, como veneno, un odio que nunca había conocido. Podía ver a Black
riéndose de él en la oscuridad, como si tuviera pegada a los ojos la foto del álbum. Veía,
como en una película, a Sirius Black haciendo que Peter Pettigrew (que se parecía a
Neville Longbottom) volara en mil pedazos. Oía (aunque no sabía cómo sería la voz de
Black) un murmullo bajo y vehemente: «Ya está, Señor, los Potter me han hecho su
guardián secreto...» Y entonces aparecía otra voz que se reía con un timbre muy agudo,
la misma risa que Harry oía dentro de su cabeza cada vez que los dementores se le
acercaban.
—Harry..., tienes un aspecto horrible.
Harry no había podido pegar el ojo hasta el amanecer. Al despertarse, había hallado
el dormitorio desierto, se había vestido y bajado la escalera de caracol hasta la sala
común, donde no había nadie más que Ron, que se comía un sapo de menta y se frotaba
el estómago, y Hermione, que había extendido sus deberes por tres mesas.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Harry
—¡Se han ido! Hoy empiezan las vacaciones, ¿no te acuerdas? —preguntó Ron,
mirando a Harry detenidamente—. Es ya casi la hora de comer. Pensaba ir a despertarte
dentro de un minuto.
Harry se sentó en una silla al lado del fuego. Al otro lado de las ventanas, la nieve
seguía cayendo. Crookshanks estaba extendido delante del fuego, como un felpudo de
pelo canela.
—Es verdad que no tienes buen aspecto, ¿sabes? —dijo Hermione, mirándole la
cara con preocupación.
—Estoy bien —dijo Harry.
—Escucha, Harry —dijo Hermione, cambiando con Ron una mirada—. Debes de
estar realmente disgustado por lo que oímos ayer. Pero no debes hacer ninguna tontería.
—¿Como qué? —dijo Harry
—Como ir detrás de Black —dijo Ron, tajante.
Harry se dio cuenta de que habían ensayado aquella conversación mientras él
estaba dormido. No dijo nada.
—No lo harás. ¿Verdad que no, Harry? —dijo Hermione.
—Porque no vale la pena morir por Black —dijo Ron.
Harry los miró. No entendían nada.
—¿Sabéis qué veo y oigo cada vez que se me acerca un dementor? —Ron y
Hermione negaron con la cabeza, con temor—. Oigo a mi madre que grita e implora a
Voldemort. Y si vosotros escucharais a vuestra madre gritando de ese modo, a punto de
ser asesinada, no lo olvidaríais fácilmente. Y si descubrierais que alguien que en
principio era amigo suyo la había traicionado y le había enviado a Voldemort...
—No puedes hacer nada —dijo Hermione con aspecto afligido—. Los dementores
atraparán a Black, lo mandarán otra vez a Azkaban... ¡y se llevará su merecido!
—Ya oísteis lo que dijo Fudge. A Black no le afecta Azkaban como a la gente
normal. No es un castigo para él como lo es para los demás.
—Entonces, ¿qué pretendes? —dijo Ron muy tenso—. ¿Acaso quieres... matar a
Black?
—No seas tonto —dijo Hermione, con miedo—. Harry no quiere matar a nadie,
¿verdad que no, Harry?
Harry volvió a quedarse callado. No sabía qué pretendía. Lo único que sabía es que
la idea de no hacer nada mientras Black estaba libre era insoportable.
—Malfoy sabe algo —dijo de pronto—. ¿Os acordáis de lo que me dijo en la clase
de Pociones? «Pero en tu caso, yo buscaría venganza. Lo cazaría yo mismo.»
—¿Vas a seguir el consejo de Malfoy y no el nuestro? —dijo Ron furioso—.
Escucha... ¿sabes lo que recibió a cambio la madre de Pettigrew después de que Black
lo matara? Mi padre me lo dijo: la Orden de Merlín, primera clase, y el dedo de
Pettigrew dentro de una caja. Fue el trozo mayor de él que pudieron encontrar. Black
está loco, Harry, y es muy peligroso.
—El padre de Malfoy debe de haberle contado algo —dijo Harry, sin hacer caso de
las explicaciones de Ron—. Pertenecía al círculo de allegados de Voldemort.
—Llámalo Quien Tú Sabes, ¿quieres hacer el favor? —repuso Ron enfadado.
—Entonces está claro que los Malfoy sabían que Black trabajaba para Voldemort...
—¡Y a Malfoy le encantaría verte volar en mil pedazos, como Pettigrew!
Contrólate. Lo único que quiere Malfoy es que te maten antes de que tengáis que
enfrentaros en el partido de quidditch.
—Harry, por favor —dijo Hermione, con los ojos brillantes de lágrimas—, sé
sensato. Black hizo algo terrible, terrible. Pero no... no te pongas en peligro. Eso es lo
que Black quiere... Estarías metiéndote en la boca del lobo si fueras a buscarlo. Tus
padres no querrían que te hiciera daño, ¿verdad? ¡No querrían que fueras a buscar a
Black!
—No sabré nunca lo que querrían, porque por culpa de Black no he hablado con
ellos nunca —dijo Harry con brusquedad.
Hubo un silencio en el que Crookshanks se estiró voluptuosamente, sacando las
garras. El bolsillo de Ron se estremeció.
—Mira —dijo Ron, tratando de cambiar de tema—, ¡estamos en vacaciones! ¡Casi
es Navidad! Vamos a ver a Hagrid. No le hemos visitado desde hace un montón de
tiempo.
—¡No! —dijo Hermione rápidamente—. Harry no debe abandonar el castillo, Ron.
—Sí, vamos —dijo Harry incorporándose—. ¡Y le preguntaré por qué no mencionó
nunca a Black al hablarme de mis padres!
Seguir discutiendo sobre Sirius Black no era lo que Ron había pretendido.
—Podríamos echar una partida de ajedrez —dijo apresuradamente—. O de
gobstones. Percy dejó un juego.
—No. Vamos a ver a Hagrid —dijo Harry con firmeza.
Así que recogieron las capas de los dormitorios y se pusieron en camino, cruzando
el agujero del retrato («¡En guardia, felones, malandrines!»). Recorrieron el castillo
vacío y salieron por las puertas principales de roble.
Caminaron lentamente por el césped, dejando sus huellas en la nieve blanda y
brillante, mojando y congelando los calcetines y el borde inferior de las capas. El
bosque prohibido parecía ahora encantado. Cada árbol brillaba como plata y la cabaña
de Hagrid parecía una tarta helada.
Ron llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta.
—No habrá salido, ¿verdad? —preguntó Hermione, temblando bajo la capa.
Ron pegó la oreja a la puerta.
—Hay un ruido extraño —dijo—. Escuchad. ¿Es Fang?
Harry y Hermione también pegaron el oído a la puerta. Dentro de la cabaña se oían
unos suspiros de dolor.
—¿Pensáis que deberíamos ir a buscar a alguien? —dijo Ron, nervioso.
—¡Hagrid! —gritó Harry, golpeando la puerta—. Hagrid, ¿estás ahí?
Hubo un rumor de pasos y la puerta se abrió con un chirrido. Hagrid estaba allí,
con los ojos rojos e hinchados, con lágrimas que le salpicaban la parte delantera del
chaleco de cuero.
—¡Lo habéis oído! —gritó, y se arrojó al cuello de Harry
Como Hagrid tenía un tamaño que era por lo menos el doble de lo normal, aquello
no era cuestión de risa. Harry estuvo a punto de caer bajo el peso del otro, pero Ron y
Hermione lo rescataron, cogieron a Hagrid cada uno de un brazo y lo metieron en la
cabaña, con la ayuda de Harry Hagrid se dejó llevar hasta una silla y se derrumbó sobre
la mesa, sollozando de forma incontrolada. Tenía el rostro lleno de lágrimas que le
goteaban sobre la barba revuelta.
—¿Qué pasa, Hagrid? —le preguntó Hermione aterrada.
Harry vio sobre la mesa una carta que parecía oficial.
—¿Qué es, Hagrid?
Hagrid redobló los sollozos, entregándole la carta a Harry, que la leyó en voz alta:
Estimado Señor Hagrid:
En relación con nuestra indagación sobre el ataque de un hipogrifo a un
alumno que tuvo lugar en una de sus clases, hemos aceptado la garantía del
profesor Dumbledore de que usted no tiene responsabilidad en tan lamentable
incidente.
—Estupendo, Hagrid —dijo Ron, dándole una palmadita en el hombro.
Pero Hagrid continuó sollozando y movió una de sus manos gigantescas, invitando
a Harry a que siguiera leyendo.
Sin embargo, debemos hacer constar nuestra preocupación en lo que
concierne al mencionado hipogrifo. Hemos decidido dar curso a la queja
oficial presentada por el señor Lucius Malfoy, y este asunto será, por lo tanto,
llevado ante la Comisión para las Criaturas Peligrosas. La vista tendrá lugar
el día 20 de abril. Le rogamos que se presente con el hipogrifo en las oficinas
londinenses de la Comisión, en el día indicado. Mientras tanto, el hipogrifo
deberá permanecer atado y aislado.
Atentamente...
Seguía la relación de los miembros del Consejo Escolar.
—¡Vaya! —dijo Ron—. Pero, según nos has dicho, Hagrid, Buckbeak no es malo.
Seguro que lo consideran inocente.
—No conoces a los monstruos que hay en la Comisión para las Criaturas
Peligrosas... —dijo Hagrid con voz ahogada, secándose los ojos con la manga—. La han
tomado con los animales interesantes.
Un ruido repentino, procedente de un rincón de la cabaña de Hagrid, hizo que
Harry, Ron y Hermione se volvieran. Buckbeak, el hipogrifo, estaba acostado en el
rincón, masticando algo que llenaba de sangre el suelo.
—¡No podía dejarlo atado fuera, en la nieve! —dijo con la voz anegada en
lágrimas—. ¡Completamente solo! ¡En Navidad!
Harry, Ron y Hermione se miraron. Nunca habían coincidido con Hagrid en lo que
él llamaba «animales interesantes» y otras personas llamaban «monstruos terroríficos».
Pero Buckbeak no parecía malo en absoluto. De hecho, a juzgar por los habituales
parámetros de Hagrid, era una verdadera ricura.
—Tendrás que presentar una buena defensa, Hagrid —dijo Hermione sentándose y
posando una mano en el enorme antebrazo de Hagrid—. Estoy segura de que puedes
demostrar que Buckbeak no es peligroso.
—¡Dará igual! —sollozó Hagrid—. Lucius Malfoy tiene metidos en el bolsillo a
todos esos diablos de la Comisión. ¡Le tienen miedo! Y si pierdo el caso, Buckbeak...
Se pasó el dedo por el cuello, en sentido horizontal. Luego gimió y se echó hacia
delante, hundiendo el rostro en los brazos.
—¿Y Dumbledore? —preguntó Harry.
—Ya ha hecho por mí más que suficiente —gimió Hagrid—. Con mantener a los
dementores fuera del castillo y con Sirius Black acechando, ya tiene bastante.
Ron y Hermione miraron rápidamente a Harry, temiendo que comenzara a
reprender a Hagrid por no contarle toda la verdad sobre Black. Pero Harry no se atrevía
a hacerlo. Por lo menos en aquel momento en que veía a Hagrid tan triste y asustado.
—Escucha, Hagrid —dijo—, no puedes abandonar. Hermione tiene razón. Lo
único que necesitas es una buena defensa. Nos puedes llamar como testigos...
—Estoy segura de que he leído algo sobre un caso de agresión con hipogrifo —dijo
Hermione pensativa— donde el hipogrifo quedaba libre. Lo consultaré y te informaré de
qué sucedió exactamente.
Hagrid lanzó un gemido aún más fuerte. Harry y Hermione miraron a Ron
implorándole ayuda.
—Eh... ¿preparo un té? —preguntó Ron. Harry lo miró sorprendido—. Es lo que
hace mi madre cuando alguien está preocupado —musitó Ron encogiéndose de
hombros.
Por fin, después de que le prometieran ayuda más veces y con una humeante taza
de té delante, Hagrid se sonó la nariz con un pañuelo del tamaño de un mantel, y dijo:
—Tenéis razón. No puedo dejarme abatir. Tengo que recobrarme...
Fang, el jabalinero, salió tímidamente de debajo de la mesa y apoyó la cabeza en
una rodilla de Hagrid.
—Estos días he estado muy raro —dijo Hagrid, acariciando a Fang con una mano y
limpiándose las lágrimas con la otra—. He estado muy preocupado por Buckbeak y
porque a nadie le gustan mis clases.
—De verdad que nos gustan —se apresuró a mentir Hermione.
—¡Sí, son estupendas! —dijo Ron, cruzando los dedos bajo la mesa—. ¿Cómo
están los gusarajos?
—Muertos —dijo Hagrid con tristeza—. Demasiada lechuga.
—¡Oh, no! —exclamó Ron. El labio le temblaba.
—Y los dementores me hacen sentir muy mal —añadió Hagrid, con un
estremecimiento repentino—. Cada vez que quiero tomar algo en Las Tres Escobas,
tengo que pasar junto a ellos. Es como estar otra vez en Azkaban.
Se quedó callado, bebiéndose el té. Harry, Ron y Hermione lo miraban sin aliento.
No le habían oído nunca mencionar su estancia en Azkaban. Después de una breve
pausa, Hermione le preguntó con timidez:
—¿Tan horrible es Azkaban, Hagrid?
—No te puedes hacer ni idea —respondió Hagrid, en voz baja—. Nunca me había
encontrado en un lugar parecido. Pensé que me iba a volver loco. No paraba de recordar
cosas horribles: el día que me echaron de Hogwarts, el día que murió mi padre, el día
que tuve que desprenderme de Norbert... —Se le llenaron los ojos de lágrimas. Norbert
era la cría de dragón que Hagrid había ganado cierta vez en una partida de cartas—. Al
cabo de un tiempo uno no recuerda quién es. Y pierde el deseo de seguir viviendo. Yo
hubiera querido morir mientras dormía. Cuando me soltaron, fue como volver a nacer;
todas las cosas volvían a aparecer ante mí. Fue maravilloso. Sin embargo, los
dementores no querían dejarme marchar.
—¡Pero si eras inocente! —exclamó Hermione.
Hagrid resopló.
—¿Y crees que eso les importa? Les da igual. Mientras tengan doscientas personas
a quienes extraer la alegría, les importa un comino que sean culpables o inocentes.
—Hagrid se quedó callado durante un rato, con la vista fija en su taza de té. Luego
añadió en voz baja—: Había pensado liberar a Buckbeak, para que se alejara volando...
Pero ¿cómo se le explica a un hipogrifo que tiene que esconderse? Y... me da miedo
transgredir la ley... —Los miró, con lágrimas cayendo de nuevo por su rostro—. No
quisiera volver a Azkaban.
La visita a la cabaña de Hagrid, aunque no había resultado divertida, había tenido el
efecto que Ron y Hermione deseaban. Harry no se había olvidado de Black, pero
tampoco podía estar rumiando continuamente su venganza y al mismo tiempo ayudar a
Hagrid a ganar su caso. Él, Ron y Hermione fueron al día siguiente a la biblioteca y
volvieron a la sala común cargados con libros que podían ser de ayuda para preparar la
defensa de Buckbeak. Los tres se sentaron delante del abundante fuego, pasando
lentamente las páginas de los volúmenes polvorientos que trataban de casos famosos de
animales merodeadores. Cuando alguno encontraba algo relevante, lo comentaba a los
otros.
—Aquí hay algo. Hubo un caso, en 1722... pero el hipogrifo fue declarado
culpable. ¡Uf! Mirad lo que le hicieron. Es repugnante.
—Esto podría sernos útil. Mirad. Una mantícora atacó a alguien salvajemente en
1296 y fue absuelta... ¡Oh, no! Lo fue porque a todo el mundo le daba demasiado miedo
acercarse...
Entretanto, en el resto del castillo habían colgado los acostumbrados adornos
navideños, que eran magníficos, a pesar de que apenas quedaban estudiantes para
apreciarlos. En los corredores colgaban guirnaldas de acebo y muérdago; dentro de cada
armadura brillaban luces misteriosas; y en el vestíbulo los doce habituales árboles de
Navidad brillaban con estrellas doradas. En los pasillos había un fuerte y delicioso olor
a comida que, antes de Nochebuena, se había hecho tan potente que incluso Scabbers
sacó la nariz del bolsillo de Ron para olfatear.
La mañana de Navidad, Ron despertó a Harry tirándole la almohada.
—¡Despierta, los regalos!
Harry cogió las gafas y se las puso. Entornando los ojos para ver en la
semioscuridad, miró a los pies de la cama, donde se alzaba una pequeña montaña de
paquetes. Ron rasgaba ya el papel de sus regalos.
—Otro jersey de mamá. Marrón otra vez. Mira a ver si tú tienes otro.
Harry tenía otro. La señora Weasley le había enviado un jersey rojo con el león de
Gryffindor en la parte de delante, una docena de pastas caseras, un trozo de pastel y una
caja de turrón. Al retirar las cosas, vio un paquete largo y estrecho que había debajo.
—¿Qué es eso? —preguntó Ron mirando el paquete y sosteniendo en la mano los
calcetines marrones que acababa de desenvolver.
—No sé...
Harry abrió el paquete y ahogó un grito al ver rodar sobre la colcha una escoba
magnífica y brillante. Ron dejó caer los calcetines y saltó de la cama para verla de cerca.
—No puedo creerlo —dijo con la voz quebrada por la emoción. Era una Saeta de
Fuego, idéntica a la escoba de ensueño que Harry había ido a ver diariamente a la tienda
del callejón Diagon. El palo brilló en cuanto Harry le puso la mano encima. La sentía
vibrar. La soltó y quedó suspendida en el aire, a la altura justa para que él montara. Sus
ojos pasaban del número dorado de la matrícula a las aerodinámicas ramitas de abedul y
perfectamente lisas que formaban la cola.
—¿Quién te la ha enviado? —preguntó Ron en voz baja.
—Mira a ver si hay tarjeta —dijo Harry.
Ron rasgó el papel en que iba envuelta la escoba.
—¡Nada! Caramba, ¿quién se gastaría tanto dinero en hacerte un regalo?
—Bueno —dijo Harry, atónito—. Estoy seguro de que no fueron los Dursley.
—Estoy seguro de que fue Dumbledore —dijo Ron, dando vueltas alrededor de la
Saeta de Fuego, admirando cada centímetro—. Te envió anónimamente la capa
invisible...
—Había sido de mi padre —dijo Harry—. Dumbledore se limitó a remitírmela. No
se gastaría en mí cientos de galeones. No puede ir regalando a los alumnos cosas así.
—Ése es el motivo por el que no podría admitir que fue él —dijo Ron—. Por si
algún imbécil como Malfoy lo acusaba de favoritismo. ¡Malfoy! —Ron se rió
estruendosamente—. ¡Ya verás cuando te vea montado en ella! ¡Se pondrá enfermo!
¡Ésta es una escoba de profesional!
—No me lo puedo creer —musitó Harry pasando la mano por la Saeta de Fuego
mientras Ron se retorcía de la risa en la cama de Harry pensando en Malfoy.
—¿Quién...?
—Ya sé.. quién ha podido ser... ¡Lupin!
—¿Qué? —dijo Harry riéndose también—. ¿Lupin? Mira, si tuviera tanto dinero,
podría comprarse una túnica nueva.
—Sí, pero le caes bien —dijo Ron—. Cuando tu Nimbus se hizo añicos, él estaba
fuera, pero tal vez se enterase y decidiera acercarse al callejón Diagon para comprártela.
—¿Que estaba fuera? —preguntó Harry—. Durante el partido estaba enfermo.
—Bueno, no se encontraba en la enfermería —dijo Ron—. Yo estaba allí
limpiando los orinales, por el castigo de Snape, ¿te acuerdas?
Harry miró a Ron frunciendo el entrecejo.
—No me imagino a Lupin haciendo un regalo como éste.
—¿De qué os reís los dos?
Hermione acababa de entrar con el camisón puesto y llevando a Crookshanks, que
no parecía contento con el cordón de oropel que llevaba al cuello.
—¡No lo metas aquí! —dijo Ron, sacando rápidamente a Scabbers de las
profundidades de la cama y metiéndosela en el bolsillo del pijama. Pero Hermione no le
hizo caso. Dejó a Crookshanks en la cama vacía de Seamus y contempló la Saeta de
Fuego con la boca abierta.
—¡Vaya, Harry! ¿Quién te la ha enviado?
—No tengo ni idea. No traía tarjeta.
Ante su sorpresa, Hermione no estaba emocionada ni intrigada. Antes bien, se
ensombreció su rostro y se mordió el labio.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Ron.
—No sé —dijo Hermione—. Pero es raro, ¿no os parece? Lo que quiero decir es
que es una escoba magnífica, ¿verdad?
Ron suspiró exasperado:
—Es la mejor escoba que existe, Hermione —aseguró.
—Así que debe de ser carísima...
—Probablemente costó más que todas las escobas de Slytherin juntas —dijo Ron
con cara radiante.
—Bueno, ¿quién enviaría a Harry algo tan caro sin si quiera decir quién es?
—¿Y qué más da? —preguntó Ron con impaciencia—. Escucha, Harry, ¿puedo dar
una vuelta en ella? ¿Puedo?
—Creo que por el momento nadie debería montar en esa escoba —dijo Hermione.
Harry y Ron la miraron.
—¿Qué crees que va a hacer Harry con ella? ¿Barrer el suelo? —preguntó Ron.
Pero antes de que Hermione pudiera responder; Crookshanks, saltó desde la cama
de Seamus al pecho de Ron.
—¡LLÉVATELO DE AQUÍ! —bramó Ron, notando que las garras de
Crookshanks le rasgaban el pijama y que Scabbers intentaba una huida desesperada por
encima de su hombro. Cogió a Scabbers por la cola y fue a propinar un puntapié a
Crookshanks, pero calculó mal y le dio al baúl de Harry; volcándolo. Ron se puso a dar
saltos, aullando de dolor.
A Crookshanks se le erizó el pelo. Un silbido agudo y metálico llenó el dormitorio.
El chivatoscopio de bolsillo se había salido de los viejos calcetines de tío Vernon y daba
vueltas encendido en medio del dormitorio.
—¡Se me había olvidado! —dijo Harry, agachándose y cogiendo el
chivatoscopio—. Nunca me pongo esos calcetines si puedo evitarlo...
En la palma de la mano, el chivatoscopio silbaba y giraba. Crookshanks le bufaba y
enseñaba los colmillos.
—Sería mejor que sacaras de aquí a ese gato —dijo Ron furioso. Estaba sentado en
la cama de Harry, frotándose el dedo gordo del pie—. ¿No puedes hacer que pare ese
chisme? —preguntó a Harry mientras Hermione salía a zancadas del dormitorio, los
ojos amarillos de Crookshanks todavía maliciosamente fijos en Ron.
Harry volvió a meter el chivatoscopio en los calcetines y éstos en el baúl. Lo único
que se oyó entonces fueron los gemidos contenidos de dolor y rabia de Ron. Scabbers
estaba acurrucada en sus manos. Hacía tiempo que Harry no la veía, porque siempre
estaba metida en el bolsillo de Ron, y le sorprendió desagradablemente ver que
Scabbers, antaño gorda, ahora estaba esmirriada; además, se le habían caído partes del
pelo.
—No tiene buen aspecto, ¿verdad? —observó Harry.
—¡Es el estrés! —dijo Ron—. ¡Si esa estúpida bola de pelo la dejara en paz, se
encontraría perfectamente!
Pero Harry, acordándose de que la mujer de la tienda de animales mágicos había
dicho que las ratas sólo vivían tres años, no pudo dejar de pensar que, a menos que
Scabbers tuviera poderes que nunca había revelado, estaba llegando al final de su vida.
Y a pesar de las frecuentes quejas de Ron de que Scabbers era aburrida e inútil, estaba
seguro de que Ron lamentaría su muerte.
Aquella mañana, en la sala común de Gryffindor; el espíritu navideño estuvo
ausente. Hermione había encerrado a Crookshanks en su dormitorio, pero estaba
enfadada con Ron porque había querido darle una patada. Ron seguía enfadado por el
nuevo intento de Crookshanks de comerse a Scabbers. Harry desistió de reconciliarlos y
se dedicó a examinar la Saeta de Fuego que había bajado con él a la sala común. No se
sabía por qué, esto también parecía poner a Hermione de malhumor. No decía nada,
pero no dejaba de mirar con malos ojos la escoba, como si ella también hubiera
criticado a su gato.
A la hora del almuerzo bajaron al Gran Comedor y descubrieron que habían vuelto
a arrimar las mesas a los muros, y que ahora sólo había, en mitad del salón, una mesa
con doce cubiertos.
Se encontraban allí los profesores Dumbledore, McGonagall, Snape, Sprout y
Flitwick, junto con Filch, el conserje, que se había quitado la habitual chaqueta marrón
y llevaba puesto un frac viejo y mohoso. Sólo había otros tres alumnos: dos del primer
curso, muy nerviosos, y uno de quinto de Slytherin, de rostro huraño.
—¡Felices Pascuas! —dijo Dumbledore cuando Harry, Ron y Hermione se
acercaron a la mesa—. Como somos tan pocos, me pareció absurdo utilizar las mesas de
los colegios. ¡Sentaos, sentaos!
Harry, Ron y Hermione se sentaron juntos al final de la mesa.
—¡Cohetes sorpresa! —dijo Dumbledore entusiasmado, alargando a Snape el
extremo de uno grande de color de plata. Snape lo cogió a regañadientes y tiró. Sonó un
estampido, el cohete salió disparado y dejó tras de sí un sombrero de bruja grande y
puntiagudo, con un buitre disecado en la punta.
Harry, acordándose del boggart, miró a Ron y los dos se rieron. Snape apretó los
labios y empujó el sombrero hacia Dumbledore, que enseguida cambió el suyo por
aquél.
—¡A comer! —aconsejó a todo el mundo, sonriendo.
Mientras Harry se servía patatas asadas, las puertas del Gran Comedor volvieron a
abrirse. Era la profesora Trelawney, que se deslizaba hacia ellos como si fuera sobre
ruedas. Dada la ocasión, se había puesto un vestido verde de lentejuelas que acentuaba
su aspecto de libélula gigante.
—¡Sybill, qué sorpresa tan agradable! —dijo Dumbledore, poniéndose en pie.
—He estado consultando la bola de cristal, señor director —dijo la profesora
Trelawney con su voz más lejana—. Y ante mi sorpresa, me he visto abandonando mi
almuerzo solitario y reuniéndome con vosotros. ¿Quién soy yo para negar los designios
del destino? Dejé la torre y vine a toda prisa, pero os ruego que me perdonéis por la
tardanza
—Por supuesto —dijo Dumbledore, parpadeando—. Permíteme que te acerque una
silla...
E hizo, con la varita, que por el aire se acercara una silla que dio unas vueltas antes
de caer ruidosamente entre los profesores Snape y McGonagall. La profesora
Trelawney, sin embargo, no se sentó. Sus enormes ojos habían vagado por toda la mesa
y de pronto dio un leve grito.
—¡No me atrevo, señor director! ¡Si me siento, seremos trece! ¡Nada da peor
suerte! ¡No olvidéis nunca que cuando trece comen juntos, el primero en levantarse es el
primero en morir!
—Nos arriesgaremos, Sybill —dijo impaciente la profesora McGonagall—. Por
favor, siéntate. El pavo se enfría.
La profesora Trelawney dudó. Luego se sentó en la silla vacía con los ojos cerrados
y la boca muy apretada, como esperando que un rayo cayera en la mesa. La profesora
McGonagall introdujo un cucharón en la fuente más próxima.
—¿Quieres callos, Sybill?
La profesora Trelawney no le hizo caso. Volvió a abrir los ojos, echó un vistazo a
su alrededor y dijo:
—Pero ¿dónde está mi querido profesor Lupin?
—Me temo que ha sufrido una recaída —dijo Dumbledore, animando a todos a que
se sirvieran—. Es una pena que haya ocurrido el día de Navidad.
—Pero seguro que ya lo sabías, Sybill.
La profesora Trelawney dirigió una mirada gélida a la profesora McGonagall.
—Por supuesto que lo sabía, Minerva —dijo en voz baja—. Pero no quiero alardear
de saberlo todo. A menudo obro como si no estuviera en posesión del ojo interior, para
no poner nerviosos a los demás.
—Eso explica muchas cosas —respondió la profesora McGonagall.
La profesora Trelawney elevó la voz:
—Si te interesa saberlo, he visto que el profesor Lupin nos dejará pronto. Él mismo
parece comprender que le queda poco tiempo. Cuando me ofrecí a ver su destino en la
bola de cristal, huyó.
—Me lo imagino.
—Dudo —observó Dumbledore, con una voz alegre pero fuerte que puso fin a la
conversación entre las profesoras McGonagall y Trelawney— que el profesor Lupin
esté en peligro inminente. Severus, ¿has vuelto a hacerle la poción?
—Sí, señor director —dijo Snape.
—Bien —dijo Dumbledore—. Entonces se levantará y dará una vuelta por ahí en
cualquier momento. Derek, ¿has probado las salchichas? Son estupendas.
El muchacho de primer curso enrojeció intensamente porque Dumbledore se había
dirigido directamente a él, y cogió la fuente de salchichas con manos temblorosas.
La profesora Trelawney se comportó casi con normalidad hasta que, dos horas
después, terminó la comida. Atiborrados con el banquete y tocados con los gorros que
habían salido de los cohetes sorpresa, Harry y Ron fueron los primeros en levantarse de
la mesa, y la profesora dio un grito.
—¡Queridos míos! ¿Quién de los dos se ha levantado primero? ¿Quién?
—No sé —dijo Ron, mirando a Harry con inquietud.
—Dudo que haya mucha diferencia —dijo la profesora McGonagall fríamente—.
A menos que un loco con un hacha esté esperando en la puerta para matar al primero
que salga al vestíbulo.
Incluso Ron se rió. La profesora Trelawney se molestó.
—¿Vienes? —dijo Harry a Hermione.
—No —contestó Hermione—. Tengo que hablar con la profesora McGonagall.
—Probablemente para saber si puede darnos más clases —bostezó Ron yendo al
vestíbulo, donde no había ningún loco con un hacha.
Cuando llegaron al agujero del cuadro, se encontraron a sir Cadogan celebrando la
Navidad con un par de monjes, antiguos directores de Hogwarts y su robusto caballo. Se
levantó la visera de la celada y les ofreció un brindis con una jarra de hidromiel.
—¡Felices, hip, Pascuas! ¿La contraseña?
—«Vil bellaco» —dijo Ron.
—¡Lo mismo que vos, señor! —exclamó sir Cadogan, al mismo tiempo que el
cuadro se abría hacia delante para dejarles paso.
Harry fue directamente al dormitorio, cogió la Saeta de Fuego y el equipo de
mantenimiento de escobas mágicas que Hermione le había regalado para su
cumpleaños, bajó con todo y se puso a mirar si podía hacerle algo a la escoba; pero no
había ramitas torcidas que cortar y el palo estaba ya tan brillante que resultaba inútil
querer sacarle más brillo. Él y Ron se limitaron a sentarse y a admirarla desde cada
ángulo hasta que el agujero del retrato se abrió y Hermione apareció acompañada por la
profesora McGonagall.
Aunque la profesora McGonagall era la jefa de la casa de Gryffindor; Harry sólo la
había visto en la sala común en una ocasión y para anunciar algo muy grave. Él y Ron la
miraron mientras sostenían la Saeta de Fuego. Hermione pasó por su lado, se sentó,
cogió el primer libro que encontró y ocultó la cara tras él.
—Conque es eso —dijo la profesora McGonagall con los ojos muy abiertos,
acercándose a la chimenea y examinando la Saeta de Fuego—. La señorita Granger me
acaba de decir que te han enviado una escoba, Potter.
Harry y Ron se volvieron hacia Hermione. Podían verle la frente colorada por
encima del libro, que estaba del revés.
—¿Puedo? —pidió la profesora McGonagall. Pero no aguardó a la respuesta y les
quitó de las manos la Saeta de Fuego. La examinó detenidamente, de un extremo a
otro—. Mmm... ¿y no venía con ninguna nota, Potter? ¿Ninguna tarjeta? ¿Ningún
mensaje de ningún tipo?
—Nada —respondió Harry, como si no comprendiera.
—Ya veo... —dijo la profesora McGonagall—. Me temo que me la tendré que
llevar; Potter.
—¿Qué?, ¿qué? —dijo Harry, poniéndose de pie de pronto—. ¿Por qué?
—Tendremos que examinarla para comprobar que no tiene ningún hechizo
—explicó la profesora McGonagall—. Por supuesto, no soy una experta, pero seguro
que la señora Hooch y el profesor Flitwick la desmontarán.
—¿Desmontarla? —repitió Ron, como si la profesora McGonagall estuviera loca.
—Tardaremos sólo unas semanas —aclaró la profesora McGonagall—. Te la
devolveremos cuando estemos seguros de que no está embrujada.
—No tiene nada malo —dijo Harry. La voz le temblaba—. Francamente,
profesora...
—Eso no lo sabes —observó la profesora McGonagall con total amabilidad—, no
lo podrás saber hasta que hayas volado en ella, por lo menos. Y me temo que eso será
imposible hasta que estemos seguros de que no se ha manipulado. Te tendré informado.
La profesora McGonagall dio media vuelta y salió con la Saeta de Fuego por el
retrato, que se cerró tras ella.
Harry se quedó mirándola, con la lata de pulimento aún en la mano. Ron se volvió
hacia Hermione.
—¿Por qué has ido corriendo a la profesora McGonagall?
Hermione dejó el libro a un lado. Seguía con la cara colorada. Pero se levantó y se
enfrentó a Ron con actitud desafiante:
—Porque pensé (y la profesora McGonagall está de acuerdo conmigo) que la
escoba podía habérsela enviado Sirius Black.
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