jueves, 24 de enero de 2013

10 El mapa del merodeador

La señora Pomfrey insistió en que Harry se quedara en la enfermería el fin de semana.
El muchacho no se quejó, pero no le permitió que tirara los restos de la Nimbus 2.000.
Sabía que era una tontería y que la Nimbus no podía repararse, pero Harry no podía
evitarlo. Era como perder a uno de sus mejores amigos.
Lo visitó gente sin parar; todos con la intención de infundirle ánimos. Hagrid le
envió unas flores llenas de tijeretas y que parecían coles amarillas, y Ginny Weasley,
sonrojada, apareció con una tarjeta de saludo que ella misma había hecho y que cantaba
con voz estridente salvo cuando se cerraba y se metía debajo del frutero.
El equipo de Gryffindor volvió a visitarlo el domingo por la mañana, esta vez con
Wood, que aseguró a Harry con voz de ultratumba que no lo culpaba en absoluto. Ron y
Hermione no se iban hasta que llegaba la noche. Pero nada de cuanto dijera o hiciese
nadie podía aliviar a Harry, porque los demás sólo conocían la mitad de lo que le
preocupaba.
No había dicho nada a nadie acerca del Grim, ni siquiera a Ron y a Hermione,
porque sabía que Ron se asustaría y Hermione se burlaría. El hecho era, sin embargo,
que el Grim se le había aparecido dos veces y en las dos ocasiones había habido
accidentes casi fatales. La primera casi lo había atropellado el autobús noctámbulo. La
segunda había caído de veinte metros de altura. ¿Iba a acosarlo el Grim hasta la muerte?
¿Iba a pasar él el resto de su vida esperando las apariciones del animal?
Y luego estaban los dementores. Harry se sentía muy humillado cada vez que
pensaba en ellos. Todo el mundo decía que los dementores eran espantosos, pero nadie
se desmayaba al verlos... Nadie más oía en su cabeza el eco de los gritos de sus padres
antes de morir.
Porque Harry sabía ya de quién era aquella voz que gritaba. En la enfermería,
desvelado durante la noche, contemplando las rayas que la luz de la luna dibujaba en el
techo, oía sus palabras una y otra vez. Cuando se le acercaban los dementores, oía los
últimos gritos de su madre, su afán por protegerlo de lord Voldemort, y las carcajadas
de lord Voldemort antes de matarla... Harry dormía irregularmente, sumergiéndose en
sueños plagados de manos corruptas y viscosas y de gritos de terror, y se despertaba
sobresaltado para volver a oír los gritos de su madre.
Fue un alivio regresar el lunes al bullicio del colegio, donde estaba obligado a pensar en
otras cosas, aunque tuviera que soportar las burlas de Draco Malfoy. Malfoy no cabía en
sí de gozo por la derrota de Gryffindor. Por fin se había quitado las vendas y lo había
celebrado parodiando la caída de Harry. La mayor parte de la siguiente clase de
Pociones la pasó Malfoy imitando por toda la mazmorra a los dementores. Llegó un
momento en que Ron no pudo soportarlo más y le arrojó un corazón de cocodrilo
grande y viscoso. Le dio en la cara y consiguió que Snape le quitara cincuenta puntos a
Gryffindor.
—Si Snape vuelve a dar la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, me pondré
enfermo —explicó Ron, mientras se dirigían al aula de Lupin, tras el almuerzo—. Mira
a ver quién está, Hermione.
Hermione se asomó al aula.
—¡Estupendo!
El profesor Lupin había vuelto al aula. Ciertamente, tenía aspecto de convaleciente.
Las togas de siempre le quedaban grandes y tenía ojeras. Sin embargo, sonrió a los
alumnos mientras se sentaban, y ellos prorrumpieron inmediatamente en quejas sobre el
comportamiento de Snape durante la enfermedad de Lupin.
—No es justo. Sólo estaba haciendo una sustitución ¿Por qué tenía que mandarnos
trabajo?
—No sabemos nada sobre los hombres lobo...
—¡... dos pergaminos!
—¿Le dijisteis al profesor Snape que todavía no habíamos llegado ahí? —preguntó
el profesor Lupin, frunciendo un poco el entrecejo.
Volvió a producirse un barullo.
—Si, pero dijo que íbamos muy atrasados...
—... no nos escuchó...
—¡... dos pergaminos!
El profesor Lupin sonrió ante la indignación que se dibujaba en todas las caras.
—No os preocupéis. Hablaré con el profesor Snape. No tendréis que hacer el
trabajo.
—¡Oh, no! —exclamó Hermione, decepcionada—. ¡Yo ya lo he terminado!
Tuvieron una clase muy agradable. El profesor Lupin había llevado una caja de
cristal que contenía un hinkypunk, una criatura pequeña de una sola pata que parecía
hecha de humo, enclenque y aparentemente inofensiva.
—Atrae a los viajeros a las ciénagas —dijo el profesor Lupin mientras los alumnos
tomaban apuntes—. ¿Veis el farol que le cuelga de la mano? Le sale al paso, el viajero
sigue la luz y entonces...
El hinkypunk produjo un chirrido horrible contra el cristal.
Al sonar el timbre, todos, Harry entre ellos, recogieron sus cosas y se dirigieron a
la puerta, pero...
—Espera un momento, Harry —le dijo Lupin—, me gustaría hablar un momento
contigo.
Harry volvió sobre sus pasos y vio al profesor cubrir la caja del hinkypunk.
—Me han contado lo del partido —dijo Lupin, volviendo a su mesa y metiendo los
libros en su maletín—. Y lamento mucho lo de tu escoba. ¿Será posible arreglarla?
—No —contestó Harry—, el árbol la hizo trizas.
Lupin suspiró.
—Plantaron el sauce boxeador el mismo año que llegué a Hogwarts. La gente
jugaba a un juego que consistía en aproximarse lo suficiente para tocar el tronco. Un
chico llamado Davey Gudgeon casi perdió un ojo y se nos prohibió acercarnos. Ninguna
escoba habría salido airosa.
—¿Ha oído también lo de los dementores? —dijo Harry, haciendo un esfuerzo.
Lupin le dirigió una mirada rápida.
—Sí, lo oí. Creo que nadie ha visto nunca tan enfadado al profesor Dumbledore.
Están cada vez más rabiosos porque Dumbledore se niega a dejarlos entrar en los
terrenos del colegio... Fue la razón por la que te caíste, ¿no?
—Sí —respondió Harry. Dudó un momento y se le escapó la pregunta que le
rondaba por la cabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué me afectan de esta manera? ¿Acaso soy...?
—No tiene nada que ver con la cobardía —dijo el profesor Lupin tajantemente,
como si le hubiera leído el pensamiento—. Los dementores te afectan más que a los
demás porque en tu pasado hay cosas horribles que los demás no tienen. —Un rayo de
sol invernal cruzó el aula, iluminando el cabello gris de Lupin y las líneas de su joven
rostro—. Los dementores están entre las criaturas más nauseabundas del mundo.
Infestan los lugares más oscuros y más sucios. Disfrutan con la desesperación y la
destrucción ajenas, se llevan la paz, la esperanza y la alegría de cuanto les rodea.
Incluso los muggles perciben su presencia, aunque no pueden verlos. Si alguien se
acerca mucho a un dementor; éste le quitará hasta el último sentimiento positivo y hasta
el último recuerdo dichoso. Si puede, el dementor se alimentará de él hasta convertirlo
en su semejante: en un ser desalmado y maligno. Le dejará sin otra cosa que las peores
experiencias de su vida. Y el peor de tus recuerdos, Harry, es tan horrible que derribaría
a cualquiera de su escoba. No tienes de qué avergonzarte.
—Cuando hay alguno cerca de mí... —Harry miró la mesa de Lupin, con los
músculos del cuello tensos— oigo el momento en que Voldemort mató a mi madre.
Lupin hizo con el brazo un movimiento repentino, como si fuera a coger a Harry
por el hombro, pero lo pensó mejor. Hubo un momento de silencio y luego...
—¿Por qué acudieron al partido? —preguntó Harry con tristeza.
—Están hambrientos —explicó Lupin tranquilamente, cerrando el maletín, que dio
un chasquido—. Dumbledore no los deja entrar en el colegio, de forma que su
suministro de presas humanas se ha agotado... Supongo que no pudieron resistirse a la
gran multitud que había en el estadio. Toda aquella emoción... El ambiente caldeado...
Para ellos, tenía que ser como un banquete.
—Azkaban debe de ser horrible —masculló Harry
Lupin asintió con melancolía.
—La fortaleza está en una pequeña isla, perdida en el mar. Pero no hacen falta
muros ni agua para tener a los presos encerrados, porque todos están atrapados dentro
de su propia cabeza, incapaces de tener un pensamiento alegre. La mayoría enloquece al
cabo de unas semanas.
—Pero Sirius Black escapó —dijo Harry despacio—. Escapó...
El maletín de Lupin cayó de la mesa. Tuvo que inclinarse para recogerlo:
—Sí —dijo incorporándose—. Black debe de haber descubierto la manera de
hacerles frente. Yo no lo habría creído posible... En teoría, los dementores quitan al
brujo todos sus poderes si están con él el tiempo suficiente.
—Usted ahuyentó en el tren a aquel dementor —dijo Harry de repente.
—Hay algunas defensas que uno puede utilizar —explicó Lupin—. Pero en el tren
sólo había un dementor. Cuantos más hay, más difícil resulta defenderse.
—¿Qué defensas? —preguntó Harry inmediatamente—. ¿Puede enseñarme?
—No soy ningún experto en la lucha contra los dementores, Harry. Más bien lo
contrario...
—Pero si los dementores acuden a otro partido de quidditch, tengo que tener algún
arma contra ellos.
Lupin vio a Harry tan decidido que dudó un momento y luego dijo:
—Bueno, de acuerdo. Intentaré ayudarte. Pero me temo que no podrá ser hasta el
próximo trimestre. Tengo mucho que hacer antes de las vacaciones. Elegí un momento
muy inoportuno para caer enfermo.
Con la promesa de que Lupin le daría clases antidementores, la esperanza de que tal vez
no tuviera que volver a oír la muerte de su madre, y la derrota que Ravenclaw infligió a
Hufflepuff en el partido de quidditch de finales de noviembre, el estado de ánimo de
Harry mejoró mucho. Gryffindor no había perdido todas las posibilidades de ganar la
copa, aunque tampoco podían permitirse otra derrota. Wood recuperó su energía
obsesiva y entrenó al equipo con la dureza de costumbre bajo la fría llovizna que
persistió durante todo el mes de diciembre. Harry no vio la menor señal de los
dementores dentro del recinto del colegio. La ira de Dumbledore parecía mantenerlos en
sus puestos, en las entradas.
Dos semanas antes de que terminara el trimestre, el cielo se aclaró de repente,
volviéndose de un deslumbrante blanco opalino, y los terrenos embarrados aparecieron
una mañana cubiertos de escarcha. Dentro del castillo había ambiente navideño. El
profesor Flitwick, que daba Encantamientos, ya había decorado su aula con luces
brillantes que resultaron ser hadas de verdad, que revoloteaban. Los alumnos
comentaban entusiasmados sus planes para las vacaciones. Ron y Hermione habían
decidido quedarse en Hogwarts, y aunque Ron dijo que era porque no podía aguantar a
Percy durante dos semanas, y Hermione alegó que necesitaba utilizar la biblioteca, no
consiguieron engañar a Harry: se quedaban para hacerle compañía y él se sintió muy
agradecido.
Para satisfacción de todos menos de Harry, estaba programada otra salida a
Hogsmeade para el último fin de semana del trimestre.
—¡Podemos hacer allí todas las compras de Navidad! —dijo Hermione—. ¡A mis
padres les encantaría el hilo dental mentolado de Honeydukes!
Resignado a ser el único de tercero que no iría, Harry le pidió prestado a Wood su
ejemplar de El mundo de la escoba, y decidió pasar el día informándose sobre los
diferentes modelos. En los entrenamientos había montado en una de las escobas del
colegio, una antigua Estrella Fugaz muy lenta que volaba a trompicones; estaba claro
que necesitaba una escoba propia.
La mañana del sábado de la excursión, se despidió de Ron y de Hermione,
envueltos en capas y bufandas, y subió solo la escalera de mármol que conducía a la
torre de Gryffindor. Habla empezado a nevar y el castillo estaba muy tranquilo y
silencioso.
—¡Pss, Harry!
Se dio la vuelta a mitad del corredor del tercer piso y vio a Fred y a George que lo
miraban desde detrás de la estatua de una bruja tuerta y jorobada.
—¿Qué hacéis? —preguntó Harry con curiosidad—. ¿Cómo es que no estáis
camino de Hogsmeade?
—Hemos venido a darte un poco de alegría antes de irnos —le dijo Fred
guiñándole el ojo misteriosamente—. Entra aquí...
Le señaló con la cabeza un aula vacía que estaba a la izquierda de la estatua de la
bruja. Harry entró detrás de Fred y George. George cerró la puerta sigilosamente y se
volvió, mirando a Harry con una amplia sonrisa.
—Un regalo navideño por adelantado, Harry —dijo.
Fred sacó algo de debajo de la capa y lo puso en una mesa, haciendo con el brazo
un ademán rimbombante. Era un pergamino grande, cuadrado, muy desgastado. No
tenía nada escrito. Harry, sospechando que fuera una de las bromas de Fred y George, lo
miró con detenimiento.
—¿Qué es?
—Esto, Harry, es el secreto de nuestro éxito —dijo George, acariciando el
pergamino.
—Nos cuesta desprendernos de él —dijo Fred—. Pero anoche llegamos a la
conclusión de que tú lo necesitas más que nosotros.
—De todas formas, nos lo sabemos de memoria. Tuyo es. A nosotros ya no nos
hace falta.
—¿Y para qué necesito un pergamino viejo? —preguntó Harry.
—¡Un pergamino viejo! —exclamó Fred, cerrando los ojos y haciendo una mueca
de dolor; como si Harry lo hubiera ofendido gravemente—. Explícaselo, George.
—Bueno, Harry.. cuando estábamos en primero.. y éramos jóvenes,
despreocupados e inocentes... —Harry se rió. Dudaba que Fred y George hubieran sido
inocentes alguna vez—. Bueno, más inocentes de lo que somos ahora... tuvimos un
pequeño problema con Filch.
—Tiramos una bomba fétida en el pasillo y se molestó.
—Así que nos llevó a su despacho y empezó a amenazarnos con el habitual...
—... castigo...
—... de descuartizamiento...
—... y fue inevitable que viéramos en uno de sus archivadores un cajón en que
ponía «Confiscado y altamente peligroso».
—No me digáis... —dijo Harry sonriendo.
—Bueno, ¿qué habrías hecho tú? —preguntó Fred— George se encargó de
distraerlo lanzando otra bomba fétida, yo abrí a toda prisa el cajón y cogí... esto.
—No fue tan malo como parece —dijo George—. Creemos que Filch no sabía
utilizarlo. Probablemente sospechaba lo que era, porque si no, no lo habría confiscado.
—¿Y sabéis utilizarlo?
—Si —dijo Fred, sonriendo con complicidad—. Esta pequeña maravilla nos ha
enseñado más que todos los profesores del colegio.
—Me estáis tomando el pelo —dijo Harry, mirando el pergamino.
—Ah, ¿sí? ¿Te estamos tomando el pelo? —dijo George.
Sacó la varita, tocó con ella el pergamino y pronunció:
—Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas.
E inmediatamente, a partir del punto en que había tocado la varita de George,
empezaron a aparecer unas finas líneas de tinta, como filamentos de telaraña. Se unieron
unas con otras, se cruzaron y se abrieron en abanico en cada una de las esquinas del
pergamino. Luego empezaron a aparecer palabras en la parte superior. Palabras en
caracteres grandes, verdes y floreados que proclamaban:
Los señores Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta
proveedores de artículos para magos traviesos
están orgullosos de presentar
EL MAPA DEL MERODEADOR
Era un mapa que mostraba cada detalle del castillo de Hogwarts y de sus terrenos.
Pero lo más extraordinario eran las pequeñas motas de tinta que se movían por él, cada
una etiquetada con un nombre escrito con letra diminuta. Estupefacto, Harry se inclinó
sobre el mapa. Una mota de la esquina superior izquierda, etiquetada con el nombre del
profesor Dumbledore, lo mostraba caminando por su estudio. La gata del portero, la
Señora Norris, patrullaba por la segunda planta, y Peeves se hallaba en aquel momento
en la sala de los trofeos, dando tumbos. Y mientras los ojos de Harry recorrían los
pasillos que conocía, se percató de otra cosa: aquel mapa mostraba una serie de
pasadizos en los que él no había entrado nunca. Muchos parecían conducir...
—Exactamente a Hogsmeade —dijo Fred, recorriéndolos con el dedo—. Hay siete
en total. Ahora bien, Filch conoce estos cuatro. —Los señaló—. Pero nosotros estamos
seguros de que nadie más conoce estos otros. Olvídate de éste de detrás del espejo de la
cuarta planta. Lo hemos utilizado hasta el invierno pasado, pero ahora está
completamente bloqueado. Y en cuanto a éste, no creemos que nadie lo haya utilizado
nunca, porque el sauce boxeador está plantado justo en la entrada. Pero éste de aquí
lleva directamente al sótano de Honeydukes. Lo hemos atravesado montones de veces.
Y la entrada está al lado mismo de esta aula, como quizás hayas notado, en la joroba de
la bruja tuerta.
—Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta —suspiró George, señalando la
cabecera del mapa—. Les debemos tanto...
—Hombres nobles que trabajaron sin descanso para ayudar a una nueva generación
de quebrantadores de la ley —dijo Fred solemnemente.
—Bien —añadió George—. No olvides borrarlo después de haberlo utilizado.
—De lo contrario, cualquiera podría leerlo —dijo Fred en tono de advertencia.
—No tienes más que tocarlo con la varita y decir: «¡Travesura realizada!», y se
quedará en blanco.
—Así que, joven Harry —dijo Fred, imitando a Percy admirablemente—, pórtate
bien.
—Nos veremos en Honeydukes —le dijo George, guiñándole un ojo.
Salieron del aula sonriendo con satisfacción.
Harry se quedó allí, mirando el mapa milagroso. Vio que la mota de tinta que
correspondía a la Señora Norris se volvía a la izquierda y se paraba a olfatear algo en el
suelo. Si realmente Filch no lo conocía, él no tendría que pasar por el lado de los
dementores. Pero incluso mientras permanecía allí, emocionado, recordó algo que en
una ocasión había oído al señor Weasley: «No confíes en nada que piense si no ves
dónde tiene el cerebro.»
Aquel mapa parecía uno de aquellos peligrosos objetos mágicos contra los que el
señor Weasley les advertía. «Artículos para magos traviesos...» Ahora bien, meditó
Harry, él sólo quería utilizarlo para ir a Hogsmeade. No era lo mismo que robar o atacar
a alguien... Y Fred y George lo habían utilizado durante años sin que ocurriera nada
horrible.
Harry recorrió con el dedo el pasadizo secreto que llevaba a Honeydukes.
Entonces, muy rápidamente, como si obedeciera una orden, enrolló el mapa, se lo
escondió en la túnica y se fue a toda prisa hacia la puerta del aula. La abrió cinco
centímetros. No había nadie allí fuera. Con mucho cuidado, salió del aula y se colocó
detrás de la estatua de la bruja tuerta.
¿Qué tenía que hacer? Sacó de nuevo el mapa y vio con asombro que en él había
aparecido una mota de tinta con el rótulo «Harry Potter». Esta mota se encontraba
exactamente donde estaba el verdadero Harry, hacia la mitad del corredor de la tercera
planta. Harry lo miró con atención. Su otro yo de tinta parecía golpear a la bruja con la
varita. Rápidamente, Harry extrajo su varita y le dio a la estatua unos golpecitos. Nada
ocurrió. Volvió a mirar el mapa. Al lado de la mota había un diminuto letrero, como un
bocadillo de tebeo. Decía: «Dissendio.»
—¡Dissendio! —susurró Harry, volviendo a golpear con la varita la estatua de la
bruja.
Inmediatamente, la joroba de la estatua se abrió lo suficiente para que pudiera pasar
por ella una persona delgada. Harry miró a ambos lados del corredor, guardó el mapa,
metió la cabeza por el agujero y se impulsó hacia delante. Se deslizó por un largo trecho
de lo que parecía un tobogán de piedra y aterrizó en una tierra fría y húmeda. Se puso en
pie, mirando a su alrededor. Estaba totalmente oscuro. Levantó la varita, murmuró
¡Lumos!, y vio que se encontraba en un pasadizo muy estrecho, bajo y cubierto de
barro. Levantó el mapa, lo golpeó con la punta de la varita y dijo: «¡Travesura
realizada!» El mapa se quedó inmediatamente en blanco. Lo dobló con cuidado, se lo
guardó en la túnica, y con el corazón latiéndole con fuerza, sintiéndose al mismo tiempo
emocionado y temeroso, se puso en camino.
El pasadizo se doblaba y retorcía, más parecido a la madriguera de un conejo
gigante que a ninguna otra cosa. Harry corrió por él, con la varita por delante,
tropezando de vez en cuando en el suelo irregular.
Tardó mucho, pero a Harry le animaba la idea de llegar a Honeydukes. Después de
una hora más o menos, el camino comenzó a ascender. Jadeando, aceleró el paso. Tenía
la cara caliente y los pies muy fríos.
Diez minutos después, llegó al pie de una escalera de piedra que se perdía en las
alturas. Procurando no hacer ruido, comenzó a subir. Cien escalones, doscientos...
perdió la cuenta mientras subía mirándose los pies... Luego, de improviso, su cabeza dio
en algo duro. Parecía una trampilla. Aguzó el oído mientras se frotaba la cabeza. No oía
nada. Muy despacio, levantó ligeramente la trampilla y miró por la rendija.
Se encontraba en un sótano lleno de cajas y cajones de madera. Salió y volvió a
bajar la trampilla. Se disimulaba tan bien en el suelo cubierto de polvo que era
imposible que nadie se diera cuenta de que estaba allí. Harry anduvo sigilosamente
hacia la escalera de madera. Ahora oía voces, además del tañido de una campana y el
chirriar de una puerta al abrirse y cerrarse.
Mientras se preguntaba qué haría, oyó abrirse otra puerta mucho más cerca de él.
Alguien se dirigía hacia allí.
—Y coge otra caja de babosas de gelatina, querido. Casi se han acabado —dijo una
voz femenina.
Un par de pies bajaba por la escalera. Harry se ocultó tras un cajón grande y
aguardó a que pasaran. Oyó que el hombre movía unas cajas y las ponía contra la pared
de enfrente. Tal vez no se presentara otra oportunidad...
Rápida y sigilosamente, salió del escondite y subió por la escalera. Al mirar hacia
atrás vio un trasero gigantesco y una cabeza calva y brillante metida en una caja. Harry
llegó a la puerta que estaba al final de la escalera, la atravesó y se encontró tras el
mostrador de Honeydukes. Agachó la cabeza, salió a gatas y se volvió a incorporar.
Honeydukes estaba tan abarrotada de alumnos de Hogwarts que nadie se fijó en
Harry. Pasó por detrás de ellos, mirando a su alrededor; y tuvo que contener la risa al
imaginarse la cara que pondría Dudley si pudiera ver dónde se encontraba. La tienda
estaba llena de estantes repletos de los dulces más apetitosos que se puedan imaginar.
Cremosos trozos de turrón, cubitos de helado de coco de color rosa trémulo, gruesos
caramelos de café con leche, cientos de chocolates diferentes puestos en filas. Había un
barril enorme lleno de alubias de sabores y otro de Meigas Fritas, las bolas de helado
levitador de las que le había hablado Ron. En otra pared había dulces de efectos
especiales: el chicle droobles, que hacía los mejores globos (podía llenar una habitación
de globos de color jacinto que tardaban días en explotar), la rara seda dental con sabor a
menta, diablillos negros de pimienta («¡quema a tus amigos con el aliento!»); ratones de
helado («¡oye a tus dientes rechinar y castañetear!»); crema de menta en forma de sapo
(«¡realmente saltan en el estómago!»); frágiles plumas de azúcar hilado y caramelos que
estallaban.
Harry se apretujó entre una multitud de chicos de sexto, y vio un letrero colgado en
el rincón más apartado de la tienda («Sabores insólitos»). Ron y Hermione estaban
debajo, observando una bandeja de pirulíes con sabor a sangre. Harry se les acercó a
hurtadillas por detrás.
—Uf, no, Harry no querrá de éstos. Creo que son para vampiros —decía Hermione.
—¿Y qué te parece esto? —dijo Ron acercando un tarro de cucarachas a la nariz de
Hermione.
—Aún peor —dijo Harry.
A Ron casi se le cayó el bote.
—¡Harry! —gritó Hermione—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo... como lo has hecho...?
—¡Ahí va! —dijo Ron muy impresionado—. ¡Has aprendido a materializarte!
—Por supuesto que no —dijo Harry. Bajó la voz para que ninguno de los de sexto
pudiera oírle y les contó lo del mapa del merodeador.
—¿Por qué Fred y George no me lo han dejado nunca? ¡Son mis hermanos!
—¡Pero Harry no se quedará con él! —dijo Hermione, como si la idea fuera
absurda—. Se lo entregará a la profesora McGonagall. ¿A que sí, Harry?
—¡No! —contestó Harry
—¿Estás loca? —dijo Ron, mirando a Hermione con ojos muy abiertos—.
¿Entregar algo tan estupendo?
—¡Si lo entrego tendré que explicar dónde lo conseguí! Filch se enteraría de que
Fred y George se lo cogieron.
—Pero ¿y Sirius Black? —susurró Hermione—. ¡Podría estar utilizando alguno de
los pasadizos del mapa para entrar en el castillo! ¡Los profesores tienen que saberlo!
—No puede entrar por un pasadizo —dijo enseguida Harry—. Hay siete pasadizos
secretos en el mapa, ¿verdad? Fred y George saben que Filch conoce cuatro. Y en
cuanto a los otros tres... uno está bloqueado y nadie lo puede atravesar; otro tiene
plantado en la entrada el sauce boxeador; de forma que no se puede salir; y el que acabo
de atravesar yo..., bien..., es realmente difícil distinguir la entrada, ahí abajo, en el
sótano... Así que a menos que supiera que se encontraba allí...
Harry dudó. ¿Y si Black sabía que la entrada del pasadizo estaba allí? Ron, sin
embargo, se aclaró la garganta y señaló un rótulo que estaba pegado en la parte interior
de la puerta de la tienda:
POR ORDEN DEL MINISTERIO DE MAGIA
Se recuerda a los clientes que hasta nuevo aviso los dementores patrullarán
las calles cada noche después de la puesta de sol. Se ha tomado esta medida
pensando en la seguridad de los habitantes de Hogsmeade y se levantará tras
la captura de Sirius Black. Es aconsejable, por lo tanto, que los ciudadanos
finalicen las compras mucho antes de que se haga de noche.
¡Felices Pascuas!
—¿Lo veis? —dijo Ron en voz baja—. Me gustaría ver a Black tratando de entrar
en Honeydukes con los dementores por todo el pueblo. De cualquier forma, los
propietarios de Honeydukes lo oirían entrar, ¿no? Viven encima de la tienda.
—Sí, pero... —Parecía que Hermione se esforzaba por hallar nuevas objeciones—.
Mira, a pesar de lo que digas, Harry no debería venir a Hogsmeade porque no tiene
autorización. ¡Si alguien lo descubre se verá en un grave aprieto! Y todavía no ha
anochecido: ¿qué ocurriría si Sirius Black apareciera hoy? ¿Si apareciera ahora?
—Pues que las pasaría moradas para localizar aquí a Harry —dijo Ron, señalando
con la cabeza la nieve densa que formaba remolinos al otro lado de las ventanas con
parteluz. Vamos, Hermione, es Navidad. Harry se merece un descanso.
Hermione se mordió el labio. Parecía muy preocupada.
—¿Me vas a delatar? —le preguntó Harry con una sonrisa.
—Claro que no, pero, la verdad...
—¿Has visto las Meigas Fritas, Harry? —preguntó Ron, cogiéndolo del brazo y
llevándoselo hasta el tonel en que estaban—. ¿Y las babosas de gelatina? ¿Y las
píldoras ácidas? Fred me dio una cuando tenía siete años. Me hizo un agujero en la
lengua. Recuerdo que mi madre le dio una buena tunda con la escoba. —Ron se quedó
pensativo, mirando la caja de píldoras—. ¿Creéis que Fred picaría y cogería una
cucaracha si le dijera que son cacahuetes?
Después de pagar los dulces que habían cogido, salieron los tres a la ventisca de la
calle.
Hogsmeade era como una postal de Navidad. Las tiendas y casitas con techumbre
de paja estaban cubiertas por una capa de nieve crujiente. En las puertas había adornos
navideños y filas de velas embrujadas que colgaban de los árboles.
A Harry le dio un escalofrío. A diferencia de Ron y Hermione, no había cogido su
capa. Subieron por la calle, inclinando la cabeza contra el viento. Ron y Hermione
gritaban con la boca tapada por la bufanda.
—Ahí está correos.
—Zonko está allí.
—Podríamos ir a la cabaña de los gritos.
—Os propongo otra cosa —dijo Ron, castañeteando los dientes—. ¿Qué tal si
tomamos una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas?
A Harry le apetecía muchísimo, porque el viento era horrible y tenía las manos
congeladas. Así que cruzaron la calle y a los pocos minutos entraron en el bar.
Estaba calentito y lleno de gente, de bullicio y de humo. Una mujer guapa y de
buena figura servía a un grupo de pendencieros en la barra.
—Ésa es la señora Rosmerta —dijo Ron—. Voy por las bebidas, ¿eh? —añadió
sonrojándose un poco.
Harry y Hermione se dirigieron a la parte trasera del bar; donde quedaba libre una
mesa pequeña, entre la ventana y un bonito árbol navideño, al lado de la chimenea. Ron
regresó cinco minutos más tarde con tres jarras de caliente y espumosa cerveza de
mantequilla.
—¡Felices Pascuas! —dijo levantando la jarra, muy contento.
Harry bebió hasta el fondo. Era lo más delicioso que había probado en la vida, y
reconfortaba cada célula del cuerpo.
Una repentina corriente de aire lo despeinó. Se había vuelto a abrir la puerta de Las
Tres Escobas. Harry echó un vistazo por encima de la jarra y casi se atragantó.
El profesor Flitwick y la profesora McGonagall acababan de entrar en el bar con
una ráfaga de copos de nieve. Los seguía Hagrid muy de cerca, inmerso en una
conversación con un hombre corpulento que llevaba un sombrero hongo de color verde
lima y una capa de rayas finas: era Cornelius Fudge, el ministro de Magia. En menos de
un segundo, Ron y Hermione obligaron a Harry a agacharse y esconderse debajo de la
mesa, empujándolo con las manos. Chorreando cerveza de mantequilla y en cuclillas,
empuñando con fuerza la jarra vacía, Harry observó los pies de los tres adultos, que se
acercaban a la barra, se detenían, se daban la vuelta y avanzaban hacia donde él estaba.
Hermione susurró:
—¡Mobiliarbo!
El árbol de Navidad que había al lado de la mesa se elevó unos centímetros, se
corrió hacia un lado y, suavemente, se volvió a posar delante de ellos, ocultándolos.
Mirando a través de las ramas más bajas y densas, Harry vio las patas de cuatro sillas
que se separaban de la mesa de al lado, y oyó a los profesores y al ministro resoplar y
suspirar mientras se sentaban.
Luego vio otro par de pies con zapatos de tacón alto y de color turquesa brillante, y
oyó una voz femenina:
—Una tacita de alhelí...
—Para mí —indicó la voz de la profesora McGonagall.
—Dos litros de hidromiel caliente con especias...
—Gracias, Rosmerta —dijo Hagrid.
—Un jarabe de cereza y gaseosa con hielo y sombrilla.
—¡Mmm! —dijo el profesor Flitwick, relamiéndose.
—El ron de grosella tiene que ser para usted, señor ministro.
—Gracias, Rosmerta, querida —dijo la voz de Fudge—. Estoy encantado de volver
a verte. Tómate tú otro, ¿quieres? Ven y únete a nosotros...
—Muchas gracias, señor ministro.
Harry vio alejarse y regresar los llamativos tacones. Sentía los latidos del corazón
en la garganta. ¿Cómo no se le había ocurrido que también para los profesores era el
último fin de semana del trimestre? ¿Cuánto tiempo se quedarían allí sentados?
Necesitaba tiempo para volver a entrar en Honeydukes a hurtadillas si quería volver al
colegio aquella noche... A la pierna de Hermione le dio un tic.
—¿Qué le trae por estos pagos, señor ministro? —dijo la voz de la señora
Rosmerta.
Harry vio girarse la parte inferior del grueso cuerpo de Fudge, como si estuviera
comprobando que no había nadie cerca. Luego dijo en voz baja:
—¿Qué va a ser; querida? Sirius Black. Me imagino que sabes lo que ocurrió en el
colegio en Halloween.
—Sí, oí un rumor —admitió la señora Rosmerta.
—¿Se lo contaste a todo el bar; Hagrid? —dijo la profesora McGonagall enfadada.
—¿Cree que Black sigue por la zona, señor ministro? —susurró la señora
Rosmerta.
—Estoy seguro —dijo Fudge escuetamente.
—¿Sabe que los dementores han registrado ya dos veces este local? —dijo la
señora Rosmerta—. Me espantaron a toda la clientela. Es fatal para el negocio, señor
ministro.
—Rosmerta querida, a mí no me gustan más que a ti —dijo Fudge con
incomodidad—. Pero son precauciones necesarias... Son un mal necesario. Acabo de
tropezarme con algunos: están furiosos con Dumbledore porque no los deja entrar en los
terrenos del castillo.
—Menos mal —dijo la profesora McGonagall tajantemente.
—¿Cómo íbamos a dar clase con esos monstruos rondando por allí?
—Bien dicho, bien dicho —dijo el pequeño profesor Flitwick, cuyos pies colgaban
a treinta centímetros del suelo.
—De todas formas —objetó Fudge—, están aquí para defendernos de algo mucho
peor. Todos sabemos de lo que Black es capaz...
—¿Sabéis? Todavía me cuesta creerlo —dijo pensativa la señora Rosmerta—. De
toda la gente que se pasó al lado Tenebroso, Sirius Black era el último del que hubiera
pensado... Quiero decir, lo recuerdo cuando era un raño en Hogwarts. Si me hubierais
dicho entonces en qué se iba a convertir; habría creído que habíais tomado demasiado
hidromiel.
—No sabes la mitad de la historia, Rosmerta —dijo Fudge con aspereza—. La
gente desconoce lo peor.
—¿Lo peor? —dijo la señora Rosmerta con la voz impregnada de curiosidad—.
¿Peor que matar a toda esa gente?
—Desde luego, eso quiero decir —dijo Fudge.
—No puedo creerlo. ¿Qué podría ser peor?
—Dices que te acuerdas de cuando estaba en Hogwarts, Rosmerta —susurró la
profesora McGonagall—. ¿Sabes quién era su mejor amigo?
—Pues claro —dijo la señora Rosmerta riendo ligeramente—. Nunca se veía al uno
sin el otro. ¡La de veces que estuvieron aquí! Siempre me hacían reír. ¡Un par de
cómicos, Sirius Black y James Potter!
A Harry se le cayó la jarra de la mano, produciendo un fuerte ruido de metal. Ron
le dio con el pie.
—Exactamente —dijo la profesora McGonagall—. Black y Potter. Cabecillas de su
pandilla. Los dos eran muy inteligentes. Excepcionalmente inteligentes. Creo que nunca
hemos tenido dos alborotadores como ellos.
—No sé —dijo Hagrid, riendo entre dientes—. Fred y George Weasley podrían
dejarlos atrás.
—¡Cualquiera habría dicho que Black y Potter eran hermanos! —terció el profesor
Flitwick—. ¡Inseparables!
—¡Por supuesto que lo eran! —dijo Fudge—. Potter confiaba en Black más que en
ningún otro amigo. Nada cambió cuando dejaron el colegio. Black fue el padrino de
boda cuando James se casó con Lily. Luego fue el padrino de Harry. Harry no sabe
nada, claro. Ya te puedes imaginar cuánto se impresionaría si lo supiera.
—¿Porque Black se alió con Quien Ustedes Saben? —susurró la señora Rosmerta.
—Aún peor; querida... —Fudge bajó la voz y continuó en un susurro casi
inaudible—. Los Potter no ignoraban que Quien Tú Sabes iba tras ellos. Dumbledore,
que luchaba incansablemente contra Quien Tú Sabes, tenía cierto número de espías.
Uno le dio el soplo y Dumbledore alertó inmediatamente a James y a Lily. Les aconsejó
ocultarse. Bien, por supuesto que Quien Tú Sabes no era alguien de quien uno se
pudiera ocultar fácilmente. Dumbledore les dijo que su mejor defensa era el
encantamiento Fidelio.
—¿Cómo funciona eso? —preguntó la señora Rosmerta, muerta de curiosidad.
El profesor Flitwick carraspeó.
—Es un encantamiento tremendamente complicado —dijo con voz de pito— que
supone el ocultamiento mágico de algo dentro de una sola mente. La información se
oculta dentro de la persona elegida, que es el guardián secreto. Y en lo sucesivo es
imposible encontrar lo que guarda, a menos que el guardián secreto opte por divulgarlo.
Mientras el guardián secreto se negara a hablar, Quien Tú Sabes podía registrar el
pueblo en que estaban James y Lily sin encontrarlos nunca, aunque tuviera la nariz
pegada a la ventana de la salita de estar de la pareja.
—¿Así que Black era el guardián secreto de los Potter? —susurró la señora
Rosmerta.
—Naturalmente —dijo la profesora McGonagall—. James Potter le dijo a
Dumbledore que Black daría su vida antes de revelar dónde se ocultaban, y que Black
estaba pensando en ocultarse él también... Y aun así, Dumbledore seguía preocupado. Él
mismo se ofreció como guardián secreto de los Potter.
—¿Sospechaba de Black? —exclamó la señora Rosmerta.
—Dumbledore estaba convencido de que alguien cercano a los Potter había
informado a Quien Tú Sabes de sus movimientos —dijo la profesora McGonagall con
voz misteriosa—. De hecho, llevaba algún tiempo sospechando que en nuestro bando
teníamos un traidor que pasaba información a Quien Tú Sabes.
—¿Y a pesar de todo James Potter insistió en que el guardián secreto fuera Black?
—Así es —confirmó Fudge—. Y apenas una semana después de que se hubiera
llevado a cabo el encantamiento Fidelio...
—¿Black los traicionó? —musitó la señora Rosmerta.
—Desde luego. Black estaba cansado de su papel de espía. Estaba dispuesto a
declarar abiertamente su apoyo a Quien Tú Sabes. Y parece que tenía la intención de
hacerlo en el momento en que murieran los Potter. Pero como sabemos todos, Quien Tú
Sabes sucumbió ante el pequeño Harry Potter. Con sus poderes destruidos,
completamente debilitado, huyó. Y esto dejó a Black en una situación incómoda. Su
amo había caído en el mismo momento en que Black había descubierto su juego. No
tenía otra elección que escapar...
—Sucio y asqueroso traidor —dijo Hagrid, tan alto que la mitad del bar se quedó
en silencio.
—Chist —dijo la profesora McGonagall.
—¡Me lo encontré —bramó Hagrid—, seguramente fui yo el último que lo vio
antes de que matara a toda aquella gente! ¡Fui yo quien rescató a Harry de la casa de
Lily y James, después de su asesinato! Lo saqué de entre las ruinas, pobrecito. Tenía
una herida grande en la frente y sus padres habían muerto... Y Sirius Black apareció en
aquella moto voladora que solía llevar. No se me ocurrió preguntarme lo que había ido a
hacer allí. No sabia que él había sido el guardián secreto de Lily y James. Pensé que se
había enterado del ataque de Quien Vosotros Sabéis y había acudido para ver en qué
podía ayudar. Estaba pálido y tembloroso. ¿Y sabéis lo que hice? ¡ME PUSE A
CONSOLAR A AQUEL TRAIDOR ASESINO! —exclamó Hagrid.
—Hagrid, por favor —dijo la profesora McGonagall—, baja la voz.
—¿Cómo iba a saber yo que su turbación no se debía a lo que les había pasado a
Lily y a James? ¡Lo que le turbaba era la suerte de Quien Vosotros Sabéis! Y entonces
me dijo: «Dame a Harry, Hagrid. Soy su padrino. Yo cuidaré de él...» ¡Ja! ¡Pero yo
tenía órdenes de Dumbledore y le dije a Black que no! Dumbledore me había dicho que
Harry tenía que ir a casa de sus tíos. Black discutió, pero al final tuvo que ceder. Me
dijo que cogiera su moto para llevar a Harry hasta la casa de los Dursley. «No la
necesito ya», me dijo. Tendría que haberme dado cuenta de que había algo raro en todo
aquello. Adoraba su moto. ¿Por qué me la daba? ¿Por qué decía que ya no la
necesitaba? La verdad es que una moto deja demasiadas huellas, es muy fácil de seguir.
Dumbledore sabía que él era el guardián de los Potter. Black tenía que huir aquella
noche. Sabía que el Ministerio no tardaría en perseguirlo. Pero ¿y si le hubiera
entregado a Harry, eh? Apuesto a que lo habría arrojado de la moto en alta mar. ¡Al hijo
de su mejor amigo! Y es que cuando un mago se pasa al lado tenebroso, no hay nada ni
nadie que le importe...
Tras la perorata de Hagrid hubo un largo silencio. Luego, la señora Rosmerta dijo
con cierta satisfacción:
—Pero no consiguió huir; ¿verdad? El Ministerio de Magia lo atrapó al día
siguiente.
—¡Ah, si lo hubiéramos encontrado nosotros...! —dijo Fudge con amargura—. No
fuimos nosotros, fue el pequeño Peter Pettigrew: otro de los amigos de Potter.
Enloquecido de dolor; sin duda, y sabiendo que Black era el guardián secreto de los
Black, él mismo lo persiguió.
—¿Pettigrew...? ¿Aquel gordito que lo seguía a todas partes? —preguntó la señora
Rosmerta.
—Adoraba a Black y a Potter. Eran sus héroes —dijo la profesora McGonagall—.
No era tan inteligente como ellos y a menudo yo era brusca con él. Podéis imaginaros
cómo me pesa ahora... —Su voz sonaba como si tuviera un resfriado repentino.
—Venga, venga, Minerva —le dijo Fudge amablemente—. Pettigrew murió como
un héroe. Los testigos oculares (muggles, por supuesto, tuvimos que borrarles la
memoria...) nos contaron que Pettigrew había arrinconado a Black. Dicen que sollozaba:
«¡A Lily y a James, Sirius! ¿Cómo pudiste...?» Y entonces sacó la varita. Aunque, claro,
Black fue más rápido. Hizo polvo a Pettigrew.
La profesora McGonagall se sonó la nariz y dijo con voz llorosa:
—¡Qué chico más alocado, qué bobo! Siempre fue muy malo en los duelos. Tenía
que habérselo dejado al Ministerio...
—Os digo que si yo hubiera encontrado a Black antes que Pettigrew, no habría
perdido el tiempo con varitas... Lo habría descuartizado, miembro por miembro —gruñó
Hagrid.
—No sabes lo que dices, Hagrid —dijo Fudge con brusquedad—. Nadie salvo los
muy preparados Magos de Choque del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales
habría tenido una oportunidad contra Black, después de haberlo acorralado. En aquel
entonces yo era el subsecretario del Departamento de Catástrofes en el Mundo de la
Magia, y fui uno de los primeros en personarse en el lugar de los hechos cuando Black
mató a toda aquella gente. Nunca, nunca lo olvidaré. Todavía a veces sueño con ello.
Un cráter en el centro de la calle, tan profundo que había reventado las alcantarillas.
Había cadáveres por todas partes. Muggles gritando. Y Black allí, riéndose, con los
restos de Pettigrew delante... Una túnica manchada de sangre y unos... unos trozos de su
cuerpo.
La voz de Fudge se detuvo de repente. Cinco narices se sonaron.
—Bueno, ahí lo tienes, Rosmerta —dijo Fudge con la voz tomada—. A Black se lo
llevaron veinte miembros del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales, y Pettigrew
fue investido Caballero de primera clase de la Orden de Merlín, que creo que fue de
algún consuelo para su pobre madre. Black ha estado desde entonces en Azkaban.
La señora Rosmerta dio un largo suspiro.
—¿Es cierto que está loco, señor ministro?
—Me gustaría poder asegurar que lo estaba —dijo Fudge—. Ciertamente creo que
la derrota de su amo lo trastornó durante algún tiempo. El asesinato de Pettigrew y de
todos aquellos muggles fue la acción de un hombre acorralado y desesperado: cruel,
inútil, sin sentido. Sin embargo, en mi última inspección de Azkaban pude ver a Black.
La mayoría de los presos que hay allí hablan en la oscuridad consigo mismos. Han
perdido el juicio... Pero me quedé sorprendido de lo normal que parecía Black. Estuvo
hablando conmigo con total sensatez. Fue desconcertante. Me dio la impresión de que
se aburría. Me preguntó si había acabado de leer el periódico. Tan sereno como os
podáis imaginar; me dijo que echaba de menos los crucigramas. Sí, me quedé
estupefacto al comprobar el escaso efecto que los dementores parecían tener sobre él. Y
él era uno de los que estaban más vigilados en Azkaban, ¿sabéis? Tenía dementores ante
la puerta día y noche.
—Pero ¿qué pretende al fugarse? —preguntó la señora Rosmerta—. ¡Dios mío,
señor ministro! No intentará reunirse con Quien Usted Sabe, ¿verdad?
—Me atrevería a afirmar que es su... su... objetivo final —respondió Fudge
evasivamente—. Pero esperamos atraparlo antes. Tengo que decir que Quien Tú Sabes,
solo y sin amigos, es una cosa... pero con su más devoto seguidor, me estremezco al
pensar lo poco que tardará en volver a alzarse...
Hubo un sonido hueco, como cuando el vidrio golpea la madera. Alguien había
dejado su vaso.
—Si tiene que cenar con el director, Cornelius, lo mejor será que nos vayamos
acercando al castillo.
Todos los pies que había ante Harry volvieron a soportar el cuerpo de sus
propietarios. La parte inferior de las capas se balanceó y los llamativos tacones de la
señora Rosmerta desaparecieron tras el mostrador. Volvió a abrirse la puerta de Las
Tres Escobas, entró otra ráfaga de nieve y los profesores desaparecieron.
—¿Harry?
Las caras de Ron y Hermione se asomaron bajo la mesa. Los dos lo miraron
fijamente, sin saber qué decir.

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