jueves, 24 de enero de 2013

3 El autobús noctámbulo

Después de alejarse varias calles, se dejó caer sobre un muro bajo de la calle Magnolia,
jadeando a causa del esfuerzo. Se quedó sentado, inmóvil, todavía furioso, escuchando
los latidos acelerados del corazón. Pero después de estar diez minutos solo en la oscura
calle, le sobrecogió una nueva emoción: el pánico. De cualquier manera que lo mirara,
nunca se había encontrado en peor apuro. Estaba abandonado a su suerte y totalmente
solo en el sombrío mundo muggle, sin ningún lugar al que ir. Y lo peor de todo era que
acababa de utilizar la magia de forma seria, lo que implicaba, con toda seguridad, que
sería expulsado de Hogwarts. Había infringido tan gravemente el Decreto para la
moderada limitación de la brujería en menores de edad que estaba sorprendido de que
los representantes del Ministerio de Magia no se hubieran presentado ya para llevárselo.
Le dio un escalofrío. Miró a ambos lados de la calle Magnolia. ¿Qué le sucedería?
¿Lo detendrían o lo expulsarían del mundo mágico? Pensó en Ron y Hermione, y aún se
entristeció más. Harry estaba seguro de que, delincuente o no, Ron y Hermione querrían
ayudarlo, pero ambos estaban en el extranjero, y como Hedwig se había ido, no tenía
forma de comunicarse con ellos.
Tampoco tenía dinero muggle. Le quedaba algo de oro mágico en el monedero, en
el fondo del baúl, pero el resto de la fortuna que le habían dejado sus padres estaba en
una cámara acorazada del banco mágico Gringotts, en Londres. Nunca podría llevar el
baúl a rastras hasta Londres. A menos que...
Miró la varita mágica, que todavía tenía en la mano. Si ya lo habían expulsado (el
corazón le latía con dolorosa rapidez), un poco más de magia no empeoraría las cosas.
Tenía la capa invisible que había heredado de su padre. ¿Qué pasaría si hechizaba el
baúl para hacerlo ligero como una pluma, lo ataba a la escoba, se cubría con la capa y se
iba a Londres volando? Podría sacar el resto del dinero de la cámara y.. comenzar su
vida de marginado. Era un horrible panorama, pero no podía quedarse allí sentado o
tendría que explicarle a la policía muggle por qué se hallaba allí a las tantas de la noche
con una escoba y un baúl lleno de libros de encantamientos.
Harry volvió a abrir el baúl y lo fue vaciando en busca de la capa para hacerse
invisible. Pero antes de que la encontrara se incorporó y volvió a mirar a su alrededor.
Un extraño cosquilleo en la nuca le provocaba la sensación de que lo estaban
vigilando, pero la calle parecía desierta y no brillaba luz en ninguna casa.
Volvió a inclinarse sobre el baúl y casi inmediatamente se incorporó de nuevo,
todavía con la varita en la mano. Más que oírlo, lo intuyó: había alguien detrás de él, en
el estrecho hueco que se abría entre el garaje y la valla. Harry entornó los ojos mientras
miraba el oscuro callejón. Si se moviera, sabría si se trataba de un simple gato callejero
o de otra cosa.
—¡Lumos! —susurró Harry. Una luz apareció en el extremo de la varita, casi
deslumbrándole. La mantuvo en alto, por encima de la cabeza, y las paredes del nº 2,
recubiertas de guijarros, brillaron de repente. La puerta del garaje se iluminó y Harry
vio allí, nítidamente, la silueta descomunal de algo que tenía ojos grandes y brillantes.
Se echó hacia atrás. Tropezó con el baúl. Alargó el brazo para impedir la caída, la
varita salió despedida de la mano y él aterrizó junto al bordillo de la acera.
Sonó un estruendo y Harry se tapó los ojos con las manos, para protegerlos de una
repentina luz cegadora...
Dando un grito, se apartó rodando de la calzada justo a tiempo. Un segundo más
tarde, un vehículo de ruedas enormes y grandes faros delanteros frenó con un chirrido
exactamente en el lugar en que había caído Harry Era un autobús de dos plantas, pintado
de rojo vivo, que había salido de la nada. En el parabrisas llevaba la siguiente
inscripción con letras doradas: AUTOBÚS NOCTÁMBULO Durante una fracción de
segundo, Harry pensó si no lo habría aturdido la caída. El cobrador, de uniforme rojo
salto del autobús y dijo en voz alta sin mirar a nadie:
—Bienvenido al autobús noctámbulo, transporte de emergencia para el brujo
abandonado a su suerte. Alargue la varita, suba a bordo y lo llevaremos a donde quiera.
Me llamo Stan Shunpike. Estaré a su disposición esta no...
El cobrador se interrumpió. Acababa de ver a Harry que seguía sentado en el suelo.
Harry cogió de nuevo la varita y se levantó de un brinco. Al verlo de cerca, se dio
cuenta de que Stan Shunpike era tan sólo unos años mayor que él: no tendría más de
dieciocho o diecinueve. Tenía las orejas grandes y salidas, y un montón de granos.
—¿Qué hacías ahí? —dijo Stan, abandonando los buenos modales.
—Me caí —contestó Harry.
—¿Para qué? —preguntó Stan— con risa burlona.
—No me caí a propósito —contestó Harry enfadado.
Se había hecho un agujero en la rodillera de los vaqueros y le sangraba la mano con
que había amortiguado la caída. De pronto recordó por qué se había caído y se volvió
para mirar en el callejón, entre el garaje y la valla. Los faros delanteros del autobús
noctámbulo lo iluminaban y era evidente que estaba vacío.
—¿Qué miras? —preguntó Stan.
—Había algo grande y negro —explicó Harry, señalando dubitativo—. Como un
perro enorme...
Se volvió hacia Stan, que tenía la boca ligeramente abierta. No le hizo gracia que se
fijara en la cicatriz de su frente.
—¿Qué es lo que tienes en la frente? —preguntó Stan.
—Nada —contestó Harry, tapándose la cicatriz con el pelo. Si el Ministerio de
Magia lo buscaba, no quería ponerles las cosas demasiado fáciles.
—¿Cómo te llamas? —insistió Stan.
—Neville Longbottom —respondió Harry, dando el primer nombre que le vino a la
cabeza—. Así que... así que este autobús... —dijo con rapidez, esperando desviar la
atención de Stan—. ¿Has dicho que va a donde yo quiera?
—Sí —dijo Stan con orgullo—. A donde quieras, siempre y cuando haya un
camino por tierra. No podemos ir por debajo del agua. Nos has dado el alto, ¿verdad?
—dijo, volviendo a ponerse suspicaz—. Sacaste la varita y... ¿verdad?
—Sí —respondió Harry con prontitud—. Escucha, ¿cuánto costaría ir a Londres?
—Once sickles —dijo Stan—. Pero por trece te damos además una taza de
chocolate y por quince una bolsa de agua caliente y un cepillo de dientes del color que
elijas.
Harry rebuscó otra vez en el baúl, sacó el monedero y entregó a Stan unas monedas
de plata. Entre los dos cogieron el baúl, con la jaula de Hedwig encima, y lo subieron al
autobús.
No había asientos; en su lugar; al lado de las ventanas con cortinas, había media
docena de camas de hierro. A los lados de cada una había velas encendidas que
iluminaban las paredes revestidas de madera.
Un brujo pequeño con gorro de dormir murmuró en la parte trasera:
—Ahora no, gracias: estoy escabechando babosas. —Y se dio la vuelta, sin dejar
de dormir.
—La tuya es ésta —susurró Stan, metiendo el baúl de Harry bajo la cama que había
detrás del conductor; que estaba sentado ante el volante—. Éste es nuestro conductor;
Ernie Prang. Éste es Neville Longbottom, Ernie.
Ernie Prang, un brujo anciano que llevaba unas gafas muy gruesas, le hizo un
ademán con la cabeza. Harry volvió a taparse la cicatriz con el flequillo y se sentó en la
cama.
—Vámonos, Ernie —dijo Stan, sentándose en su asiento, al lado del conductor.
Se oyó otro estruendo y al momento Harry se encontró estirado en la cama,
impelido hacia atrás por la aceleración del autobús noctámbulo. Al incorporarse miró
por la ventana y vio, en medio de la oscuridad, que pasaban a velocidad tremenda por
una calle irreconocible. Stan observaba con gozo la cara de sorpresa de Harry.
—Aquí estábamos antes de que nos dieras el alto —explicó—. ¿Dónde estamos,
Ernie? ¿En Gales?
—Sí —respondió Ernie.
—¿Cómo es que los muggles no oyen el autobús? —preguntó Harry.
—¿Ésos? —respondió Stan con desdén—. No saben escuchar; ¿a que no?
Tampoco saben mirar. Nunca ven nada.
—Vete a despertar a la señora Marsh —ordenó Ernie a Stan—. Llegaremos a
Abergavenny en un minuto.
Stan pasó al lado de la cama de Harry y subió por una escalera estrecha de madera.
Harry seguía mirando por la ventana, cada vez más nervioso. Ernie no parecía dominar
el volante. El autobús noctámbulo invadía continuamente la acera, pero no chocaba
contra nada. Cuando se aproximaba a ellos, los buzones, las farolas y las papeleras se
apartaban y volvían a su sitio en cuanto pasaba.
Stan reapareció, seguido por una bruja ligeramente verde arropada en una capa de
viaje.
—Hemos llegado, señora Marsh —dijo Stan con alegría, al mismo tiempo que
Ernie pisaba a fondo el freno, haciendo que las camas se deslizaran medio metro hacia
delante. La señora Marsh se tapó la boca con un pañuelo y se bajó del autobús
tambaleándose. Stan le arrojó el equipaje y cerró las portezuelas con fuerza. Hubo otro
estruendo y volvieron a encontrarse viajando a la velocidad del rayo, por un camino
rural, entre árboles que se apartaban.
Harry no habría podido dormir aunque viajara en un autobús que no hiciera
aquellos ruidos ni fuera a tal velocidad. Se le revolvía el estómago al pensar en lo que
podía ocurrirle, y en si los Dursley habrían conseguido bajar del techo a tía Marge.
Stan había abierto un ejemplar de El Profeta y lo leía con la lengua entre los
dientes. En la primera página, una gran fotografía de un hombre con rostro triste y pelo
largo y enmarañado le guiñaba a Harry un ojo, lentamente. A Harry le resultaba
extrañamente familiar.
—¡Ese hombre! —dijo Harry, olvidando por unos momentos sus problemas—.
¡Salió en el telediario de los muggles!
Stan volvió a la primera página y rió entre dientes.
—Es Sirius Black —asintió—. Por supuesto que ha salido en el telediario muggle,
Neville. ¿Dónde has estado este tiempo?
Volvió a sonreír con aire de superioridad al ver la perplejidad de Harry. Desprendió
la primera página del diario y se la entregó a Harry.
—Deberías leer más el periódico, Neville.
Harry acercó la página a la vela y leyó:
BLACK SIGUE SUELTO
El Ministerio de Magia confirmó ayer que Sirius Black, tal vez el más
malvado recluso que haya albergado la fortaleza de Azkaban, aún no ha sido
capturado.
«Estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para volver a
apresarlo, y rogamos a la comunidad mágica que mantenga la calma», ha
declarado esta misma mañana el ministro de Magia Cornelius Fudge. Fudge
ha sido criticado por miembros de la Federación Internacional de Brujos por
haber informado del problema al Primer Ministro muggle. «No he tenido más
remedio que hacerlo», ha replicado Fudge, visiblemente enojado. «Black está
loco, y supone un serio peligro para cualquiera que se tropiece con él, ya sea
mago o muggle. He obtenido del Primer Ministro la promesa de que no
revelará a nadie la verdadera identidad de Black. Y seamos realistas, ¿quién
lo creería si lo hiciera?»
Mientras que a los muggles se les ha dicho que Black va armado con un
revólver (una especie de varita de metal que los muggles utilizan para
matarse entre ellos), la comunidad mágica vive con miedo de que se repita la
matanza que se produjo hace doce años, cuando Black mató a trece personas
con un solo hechizo.
Harry observó los ojos ensombrecidos de Black, la única parte de su cara
demacrada que parecía poseer algo de vida. Harry no había visto nunca a un vampiro,
pero había visto fotos en sus clases de Defensa Contra las Artes Oscuras, y Black, con
su piel blanca como la cera, parecía uno.
—Da miedo mirarlo, ¿verdad? —dijo Stan, que mientras leía el artículo se había
estado fijando en Harry.
—¿Mató a trece personas —preguntó Harry, devolviéndole a Stan la página— con
un hechizo?
—Sí —respondió Stan—. Delante de testigos y a plena luz del día. Causó
conmoción, ¿no es verdad, Ernie?
—Sí —confirmó Ernie sombríamente.
Para ver mejor a Harry, Stan se volvió en el asiento, con las manos en el respaldo.
—Black era un gran partidario de Quien Tú Sabes —dijo.
—¿Quién? ¿Voldemort? —dijo Harry sin pensar.
Stan palideció hasta los granos. Ernie dio un giro tan brusco con el volante que
tuvo que quitarse del camino una granja entera para esquivar el autobús.
—¿Te has vuelto loco? —gritó Stan—. ¿Por qué has mencionado su nombre?
—Lo siento —dijo Harry con prontitud—. Lo siento, se... se me olvidó.
—¡Que se te olvidó! —exclamó Stan con voz exánime—. ¡Caramba, el corazón me
late a cien por hora!
—Entonces... entonces, ¿Black era seguidor de Quien Tú Sabes? —soltó Harry
como disculpa.
—Sí —confirmó Stan, frotándose todavía el pecho—. Sí, exactamente. Muy
próximo a Quien Tú Sabes, según dicen... De cualquier manera, cuando el pequeño
Harry Potter acabó con Quien Tú Sabes (Harry volvió a aplastarse el pelo contra la
cicatriz), todos los seguidores de Quien Tú Sabes fueron descubiertos, ¿verdad, Ernie?
Casi todos sabían que la historia había terminado una vez vencido Quien Tú Sabes, y se
volvieron muy prudentes. Pero no Sirius Black. Según he oído, pensaba ser el
lugarteniente de Quien Tú Sabes cuando llegara al poder. El caso es que arrinconaron a
Black en una calle llena de muggles, Black sacó la varita y de esa manera hizo saltar por
los aires la mitad de la calle. Pilló a un mago y a doce muggles que pasaban por allí.
Horrible, ¿no? ¿Y sabes lo que hizo Black entonces? —prosiguió Stan con un susurro
teatral.
—¿Qué? —preguntó Harry
—Reírse —explicó Stan—. Se quedó allí riéndose. Y cuando llegaron los refuerzos
del Ministerio de Magia, dejó que se lo llevaran como si tal cosa, sin parar de reír a
mandíbula batiente. Porque está loco, ¿verdad, Ernie? ¿Verdad que está loco?
—Si no lo estaba cuando lo llevaron a Azkaban, lo estará ahora —dijo Ernie con
voz pausada—. Yo me maldeciría a mí mismo si tuviera que pisar ese lugar, pero
después de lo que hizo le estuvo bien empleado.
—Les dio mucho trabajo encubrirlo todo, ¿verdad, Ernie? —dijo Stan—. Toda la
calle destruida y todos aquellos muggles muertos. ¿Cuál fue la versión oficial, Ernie?
—Una explosión de gas —gruñó Ernie.
—Y ahora está libre —dijo Stan volviendo a examinar la cara demacrada de Black,
en la fotografía del periódico—. Es la primera vez que alguien se fuga de Azkaban,
¿verdad, Ernie? No entiendo cómo lo ha hecho. Da miedo, ¿no? No creo que los
guardias de Azkaban se lo pusieran fácil, ¿verdad, Ernie?
Ernie se estremeció de repente.
—Sé buen chico y cambia de conversación. Los guardias de Azkaban me ponen los
pelos de punta.
Stan retiró el periódico a regañadientes, y Harry se reclinó contra la ventana del
autobús noctámbulo, sintiéndose peor que nunca. No podía dejar de imaginarse lo que
Stan contaría a los pasajeros noches más tarde: «¿Has oído lo de ese Harry Potter?
Hinchó a su tía como si fuera un globo. Lo tuvimos aquí, en el autobús noctámbulo,
¿verdad, Ernie? Trataba de huir...»
Harry había infringido las leyes mágicas, exactamente igual que Sirius Black.
¿Inflar a tía Marge sería considerado lo bastante grave para ir a Azkaban? Harry no
sabía nada acerca de la prisión de los magos, aunque todos a cuantos había oído hablar
sobre ella empleaban el mismo tono aterrador. Hagrid, el guardabosques de Hogwarts,
había pasado allí dos meses el curso anterior. Tardaría en olvidar la expresión de terror
que puso cuando le dijeron adónde lo llevaban, y Hagrid era una de las personas más
valientes que conocía.
El autobús noctámbulo circulaba en la oscuridad echando a un lado los arbustos,
las balizas, las cabinas de teléfono, los árboles, mientras Harry permanecía acostado en
el colchón de plumas, deprimido. Después de un rato, Stan recordó que Harry había
pagado una taza de chocolate caliente, pero lo derramó todo sobre la almohada de Harry
con el brusco movimiento del autobús entre Anglesea y Aberdeen. Brujos y brujas en
camisón y zapatillas descendieron uno por uno del piso superior; para abandonar el
autobús. Todos parecían encantados de bajarse.
Al final sólo quedó Harry.
—Bien, Neville —dijo Stan, dando palmadas—, ¿a que parte de Londres?
—Al callejón Diagon —respondió Harry.
—De acuerdo —dijo Stan—, agárrate fuerte...
PRUMMMMBBB.
Circularon por Charing Cross como un rayo. Harry se incorporó en la cama, y vio
edificios y bancos apretujándose para evitar al autobús. El cielo aclaraba. Reposaría un
par de horas, llegaría a Gringotts a la hora de abrir y se iría, no sabía dónde.
Ernie pisó el freno, y el autobús noctámbulo derrapó hasta detenerse delante de una
taberna vieja y algo sucia, el Caldero Chorreante, tras la cual estaba la entrada mágica al
callejón Diagon.
—Gracias —le dijo a Ernie. Bajó de un salto y con la ayuda de Stan dejó en la
acera el baúl y la jaula de Hedwig—. Bueno —dijo Harry—, entonces, ¡adiós!
Pero Stan no le prestaba atención. Todavía en la puerta del autobús, miraba con los
ojos abiertos de par en par la entrada enigmática del Caldero Chorreante.
—Conque estás aquí, Harry —dijo una voz.
Antes de que Harry se pudiera dar la vuelta, notó una mano en el hombro. Al
mismo tiempo, Stan gritó:
—¡Caray! ¡Ernie, ven aquí! ¡Ven aquí!
Harry miró hacia arriba para ver quién le había puesto la mano en el hombro y
sintió como si le echaran un caldero de agua helada en el estómago. Estaba delante del
mismísimo Cornelius Fudge, el ministro de Magia.
Stan saltó a la acera, tras ellos.
—¿Cómo ha llamado a Neville, señor ministro? —dijo nervioso.
Fudge, un hombre pequeño y corpulento vestido con una capa larga de rayas,
parecía distante y cansado.
—¿Neville? —repitió frunciendo el entrecejo—. Es Harry Potter.
—¡Lo sabía! —gritó Stan con alegría—. ¡Ernie! ¡Ernie! ¡Adivina quién es Neville!
¡Es Harry Potter! ¡Veo su cicatriz!
—Sí —dijo Fudge irritado—. Bien, estoy muy orgulloso de que el autobús
noctámbulo haya transportado a Harry Potter; pero ahora él y yo tenemos que entrar en
el Caldero Chorreante...
Fudge apretó más fuerte el hombro de Harry, y Harry se vio conducido al interior
de la taberna. Una figura encorvada, que portaba un farol, apareció por la puerta de
detrás de la barra. Era Tom, el dueño desdentado y lleno de arrugas.
—¡Lo ha atrapado, señor ministro! —dijo Tom—. ¿Querrá tomar algo? ¿Cerveza?
¿Brandy?
—Tal vez un té —contestó Fudge, que aún no había soltado a Harry.
Detrás de ellos se oyó un ruido de arrastre y un jadeo, y aparecieron Stan y Ernie
acarreando el baúl de Harry y la jaula de Hedwig, y mirando emocionados a su
alrededor.
—¿Por qué no nos has dicho quién eras, Neville? —le preguntó Stan sonriendo,
mientras Ernie, con su cara de búho, miraba por encima del hombro de Stan con mucho
interés.
—Y un salón privado, Tom, por favor —pidió Fudge lanzándoles una clara
indirecta.
—Adiós —dijo Harry con tristeza a Stan y Ernie, mientras Tom indicaba a Fudge
un pasadizo que salía del bar.
—¡Adiós, Neville! —dijo Stan.
Fudge llevó a Harry por el estrecho pasadizo, tras el farol de Tom, hasta que
llegaron a una pequeña estancia. Tom chascó los dedos, y se encendió un fuego en la
chimenea. Tras hacer una reverencia, se fue.
—Siéntate, Harry —dijo Fudge, señalando una silla que había al lado del fuego.
Harry se sentó. Se le había puesto carne de gallina en los brazos, a pesar del fuego.
Fudge se quitó la capa de rayas y la dejó a un lado. Luego se subió un poco los
pantalones del traje verde botella y se sentó enfrente de Harry.
—Soy Cornelius Fudge, ministro de Magia.
Por supuesto, Harry ya lo sabía. Había visto a Fudge en una ocasión anterior, pero
como entonces llevaba la capa invisible que le había dejado su padre en herencia, Fudge
no podía saberlo.
Tom, el propietario, volvió con un delantal puesto sobre el camisón y llevando una
bandeja con té y bollos. Colocó la bandeja sobre la mesa que había entre Fudge y Harry,
y salió de la estancia cerrando la puerta tras de sí.
—Bueno, Harry —dijo Fudge, sirviendo el té—, no me importa confesarte que nos
has traído a todos de cabeza. ¡Huir de esa manera de casa de tus tíos! Había empezado a
pensar... Pero estás a salvo y eso es lo importante.
Fudge se untó un bollo con mantequilla y le acercó el plato a Harry.
—Come, Harry, pareces desfallecido. Ahora... te agradará oír que hemos
solucionado la hinchazón de la señorita Marjorie Dursley Hace unas horas que
enviamos a Privet Drive a dos miembros del departamento encargado de deshacer magia
accidental. Han desinflado a la señorita Dursley y le han modificado la memoria. No
guarda ningún recuerdo del incidente. Así que asunto concluido y no hay que lamentar
daños.
Fudge sonrió a Harry por encima del borde de la taza. Parecía un tío contemplando
a su sobrino favorito. Harry, que no podía creer lo que oía, abrió la boca para hablar;
pero no se le ocurrió nada que decir; así que la volvió a cerrar.
—¡Ah! ¿Te preocupas por la reacción de tus tíos? —añadió Fudge—. Bueno, no te
negaré que están muy enfadados, Harry, pero están dispuestos a volver a recibirte el
próximo verano, con tal de que te quedes en Hogwarts durante las vacaciones de
Navidad y de Semana Santa.
Harry carraspeó.
—Siempre me quedo en Hogwarts durante la Navidad y la Semana Santa
—observó—. Y no quiero volver nunca a Privet Drive.
—Vamos, vamos. Estoy seguro de que no pensarás así cuando te hayas
tranquilizado —dijo Fudge en tono de preocupación—. Después de todo, son tu familia,
y estoy seguro de que sentís un aprecio mutuo... eh... muy en el fondo.
No se le ocurrió a Harry desmentir a Fudge. Quería oír cuál sería su destino.
—Así que todo cuanto queda por hacer —añadió Fudge untando de mantequilla
otro bollo— es decidir dónde vas a pasar las dos últimas semanas de vacaciones.
Sugiero que cojas una habitación aquí, en el Caldero Chorreante, y...
—Un momento —interrumpió Harry—. ¿Y mi castigo?
Fudge parpadeó.
—¿Castigo?
—¡He infringido la ley! ¡El Decreto para la moderada limitación de la brujería en
menores de edad!
—¡No te vamos a castigar por una tontería como ésa! —gritó Fudge, agitando con
impaciencia la mano que sostenía el bollo—. ¡Fue un accidente! ¡No se envía a nadie a
Azkaban sólo por inflar a su tía!
Pero aquello no cuadraba del todo con el trato que el Ministerio de Magia había
dispensado a Harry anteriormente.
—¡El año pasado me enviaron una amonestación oficial sólo porque un elfo
doméstico tiró un pastel en la casa de mi tío! —exclamó Harry arrugando el
entrecejo—. ¡El Ministerio de Magia me comunicó que me expulsarían de Hogwarts si
volvía a utilizarse magia en aquella casa!
Si a Harry no le engañaban los ojos, Fudge parecía embarazado.
—Las circunstancias cambian, Harry... Tenemos que tener en cuenta... Tal como
están las cosas actualmente... No querrás que te expulsemos, ¿verdad?
—Por supuesto que no —dijo Harry.
—Bueno, entonces, ¿por qué protestas? —dijo Fudge riéndose, sin darle
importancia—. Ahora cómete un bollo, Harry, mientras voy a ver si Tom tiene una
habitación libre para ti.
Fudge salió de la estancia con paso firme, y Harry lo siguió con la mirada. Estaba
sucediendo algo muy raro. ¿Por qué lo había esperado Fudge en el Caldero Chorreante
si no era para castigarlo por lo que había hecho? Y pensando en ello, seguro que no era
normal que el mismísimo ministro de Magia se encargara de problemas como la
utilización de la magia por menores de edad.
Fudge regresó acompañado por Tom, el tabernero.
—La habitación 11 está libre, Harry —le comunicó Fudge—. Creo que te
encontrarás muy cómodo. Sólo una petición (y estoy seguro de que lo entenderás): no
quiero que vayas al Londres muggle, ¿de acuerdo? No salgas del callejón Diagon. Y
tienes que estar de vuelta cada tarde antes de que oscurezca. Supongo que lo entiendes.
Tom te vigilará en mi nombre.
—De acuerdo —respondió Harry—. Pero ¿por qué...?
—No queremos que te vuelvas a perder —explicó Fudge, riéndose con ganas—.
No, no... mejor saber dónde estás... Lo que quiero decir...
Fudge se aclaró ruidosamente la garganta y recogió su capa.
—Me voy. Ya sabes, tengo mucho que hacer.
—¿Han atrapado a Black? —preguntó Harry.
Los dedos de Fudge resbalaron por los broches de plata de la capa.
—¿Qué? ¿Has oído algo? Bueno, no. Aún no, pero es cuestión de tiempo. Los
guardias de Azkaban no han fallado nunca, hasta ahora... Y están más irritados que
nunca. —Fudge se estremeció ligeramente—. Bueno, adiós. Alargó la mano y Harry, al
estrecharla, tuvo una idea repentina.
—¡Señor ministro! ¿Puedo pedirle algo?
—Por supuesto —sonrió Fudge.
—Los de tercer curso, en Hogwarts, tienen permiso para visitar Hogsmeade, pero
mis tíos no han firmado la autorización. ¿Podría hacerlo usted?
Fudge parecía incómodo.
—Ah —exclamó—. No, no, lo siento mucho, Harry. Pero como no soy ni tu padre
ni tu tutor...
—Pero usted es el ministro de Magia —repuso Harry—. Si me diera permiso...
—No. Lo siento, Harry, pero las normas son las normas —dijo Fudge
rotundamente—. Quizá puedas visitar Hogsmeade el próximo curso. De hecho, creo que
es mejor que no... Sí. Bueno, me voy. Espero que tengas una estancia agradable aquí,
Harry.
Y con una última sonrisa, salió de la estancia. Tom se acercó a Harry sonriendo.
—Si quiere seguirme, señor Potter... Ya he subido sus cosas...
Harry siguió a Tom por una escalera de madera muy elegante hasta una puerta con
un número 11 de metal colgado en ella. Tom la abrió con la llave para que Harry pasara.
Dentro había una cama de aspecto muy cómodo, algunos muebles de roble con
mucho barniz, un fuego que crepitaba alegremente y, encaramada sobre el armario...
—¡Hedwig! —exclamó Harry.
La blanca lechuza dio un picotazo al aire y se fue volando hasta el brazo de Harry.
—Tiene una lechuza muy lista —dijo Tom con una risita—. Ha llegado unos cinco
minutos después de usted. Si necesita algo, señor Potter; no dude en pedirlo.
Volvió a hacer una inclinación, y abandonó la habitación.
Harry se sentó en su cama durante un rato, acariciando a Hedwig y pensando en
otras cosas. El cielo que veía por la ventana cambió rápidamente del azul intenso y
aterciopelado a un gris frío y metálico, y luego, lentamente, a un rosa con franjas
doradas. Apenas podía creer que acabara de abandonar Privet Drive hacía sólo unas
horas, que no hubiera sido expulsado y que tuviera por delante la perspectiva de pasar
dos semanas sin los Dursley.
—Ha sido una noche muy rara, Hedwig —dijo bostezando.
Y sin siquiera quitarse las gafas, se desplomó sobre la almohada y se quedó
dormido.

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