Harry dio vueltas cada vez más rápido con los codos pegados al cuerpo. Borrosas
chimeneas pasaban ante él a la velocidad del rayo, hasta que se sintió mareado y cerró
los ojos. Cuando por fin le pareció que su velocidad aminoraba, estiró los brazos, a
tiempo para evitar darse de bruces contra el suelo de la cocina de los Weasley al salir de
la chimenea.
—¿Se lo comió? —preguntó Fred ansioso mientras le tendía a Harry la mano para
ayudarlo a levantarse.
—Sí —respondió Harry poniéndose en pie—. ¿Qué era?
—Caramelo longuilinguo —explicó Fred, muy contento—. Los hemos inventado
George y yo, y nos hemos pasado el verano buscando a alguien en quien probarlos...
Todos prorrumpieron en carcajadas en la pequeña cocina; Harry miró a su
alrededor, y vio que Ron y George estaban sentados a una mesa de madera desgastada
de tanto restregarla, con dos pelirrojos a los que Harry no había visto nunca, aunque no
tardó en suponer quiénes serían: Bill y Charlie, los dos hermanos mayores Weasley.
—¿Qué tal te va, Harry? —preguntó el más cercano a él, dirigiéndole una amplia
sonrisa y tendiéndole una mano grande que Harry estrechó. Estaba llena de callos y
ampollas. Aquél tenía que ser Charlie, que trabajaba en Rumania con dragones. Su
constitución era igual a la de los gemelos, y diferente de la de Percy y Ron, que eran
más altos y delgados. Tenía una cara ancha de expresión bonachona, con la piel curtida
por el clima de Rumania y tan llena de pecas que parecía bronceada; los brazos eran
musculosos, y en uno de ellos se veía una quemadura grande y brillante.
Bill se levantó sonriendo y también le estrechó la mano a Harry, quien se
sorprendió. Sabía que Bill trabajaba para Gringotts, el banco del mundo mágico, y que
había sido Premio Anual de Hogwarts, y siempre se lo había imaginado como una
versión crecida de Percy: quisquilloso en cuanto al incumplimiento de las normas e
inclinado a mandar a todo el mundo. Sin embargo, Bill era (no había otra palabra para
definirlo) guay: era alto, tenía el pelo largo y recogido en una coleta, llevaba un colmillo
de pendiente e iba vestido de manera apropiada para un concierto de rock, salvo por las
botas (que, según reconoció Harry, no eran de cuero sino de piel de dragón).
Antes de que ninguno de ellos pudiera añadir nada, se oyó un pequeño estallido y
el señor Weasley apareció de pronto al lado de George. Harry no lo había visto nunca
tan enfadado.
—¡No ha tenido ninguna gracia, Fred! ¿Qué demonios le diste a ese niño muggle?
—No le di nada —respondió Fred, con otra sonrisa maligna—. Sólo lo dejé caer...
Ha sido culpa suya: lo cogió y se lo comió. Yo no le dije que lo hiciera.
—¡Lo dejaste caer a propósito! —vociferó el señor Weasley—. Sabías que se lo
comería porque estaba a dieta...
—¿Cuánto le creció la lengua? —preguntó George, con mucho interés.
—Cuando sus padres me permitieron acortársela había alcanzado más de un metro
de largo.
Harry y los Weasley prorrumpieron de nuevo en una sonora carcajada.
—¡No tiene gracia! —gritó el señor Weasley—. ¡Ese tipo de comportamiento
enturbia muy seriamente las relaciones entre magos y muggles! Me paso la mitad de la
vida luchando contra los malos tratos a los muggles, y resulta que mis propios hijos...
—¡No se lo dimos porque fuera muggle! —respondió Fred, indignado.
—No. Se lo dimos porque es un asqueroso bravucón —explicó George—. ¿No es
verdad, Harry?
—Sí, lo es —contestó Harry seriamente.
—¡Ésa no es la cuestión! —repuso enfadado el señor Weasley—. Ya veréis cuando
se lo diga a vuestra madre.
—¿Cuando me digas qué? —preguntó una voz tras ellos.
La señora Weasley acababa de entrar en la cocina. Era bajita, rechoncha y tenía una
cara generalmente muy amable, aunque en aquellos momentos la sospecha le hacía
entornar los ojos.
—¡Ah, hola, Harry! —dijo sonriéndole al advertir que estaba allí. Luego volvió
bruscamente la mirada a su mando—. ¿Qué es lo que tienes que decirme?
El señor Weasley dudó. Harry se dio cuenta de que, a pesar de estar tan enfadado
con Fred y George, no había tenido verdadera intención de contarle a la señora Weasley
lo ocurrido. Se hizo un silencio mientras el señor Weasley observaba nervioso a su
mujer. Entonces aparecieron dos chicas en la puerta de la cocina, detrás de la señora
Weasley: una, de pelo castaño y espeso e incisivos bastante grandes, era Hermione
Granger, la amiga de Harry y Ron; la otra, menuda y pelirroja, era Ginny, la hermana
pequeña de Ron. Las dos sonrieron a Harry, y él les sonrió a su vez, lo que provocó que
Ginny se sonrojara: Harry le había gustado desde su primera visita a La Madriguera.
—¿Qué tienes que decirme, Arthur? —repitió la señora Weasley en un tono de voz
que daba miedo.
—Nada, Molly —farfulló el señor Weasley—. Fred y George sólo... He tenido
unas palabras con ellos...
—¿Qué han hecho esta vez? —preguntó la señora Weasley—. Si tiene que ver con
los «Sortilegios Weasley»...
—¿Por qué no le enseñas a Harry dónde va a dormir, Ron? —propuso Hermione
desde la puerta.
—Ya lo sabe —respondió Ron—. En mi habitación. Durmió allí la última...
—Podemos ir todos —dijo Hermione, con una significativa mirada.
—¡Ah! —exclamó Ron, cayendo en la cuenta—. De acuerdo.
—Sí, nosotros también vamos —dijo George.
—¡Vosotros os quedáis donde estáis! —gruñó la señora Weasley.
Harry y Ron salieron despacio de la cocina y, acompañados por Hermione y Ginny,
emprendieron el camino por el estrecho pasillo y subieron por la desvencijada escalera
que zigzagueaba hacia los pisos superiores.
—¿Qué es eso de los «Sortilegios Weasley»? —preguntó Harry mientras subían.
Ron y Ginny se rieron, pero Hermione no.
—Mi madre ha encontrado un montón de cupones de pedido cuando limpiaba la
habitación de Fred y George —explicó Ron en voz baja—. Largas listas de precios de
cosas que ellos han inventado. Artículos de broma, ya sabes: varitas falsas y caramelos
con truco, montones de cosas. Es estupendo: nunca me imaginé que hubieran estado
inventando todo eso...
—Hace mucho tiempo que escuchamos explosiones en su habitación, pero nunca
supusimos que estuvieran fabricando algo —dijo Ginny—. Creíamos que simplemente
les gustaba el ruido.
—Lo que pasa es que la mayor parte de los inventos... bueno, todos, en realidad...
son algo peligrosos y, ¿sabes?, pensaban venderlos en Hogwarts para sacar dinero. Mi
madre se ha puesto furiosa con ellos. Les ha prohibido seguir fabricando nada y ha
quemado todos los cupones de pedido... Además está enfadada con ellos porque no han
conseguido tan buenas notas como esperaba...
—Y también ha habido broncas porque mi madre quiere que entren en el
Ministerio de Magia como nuestro padre, y ellos le han dicho que lo único que quieren
es abrir una tienda de artículos de broma —añadió Ginny.
Entonces se abrió una puerta en el segundo rellano y asomó por ella una cara con
gafas de montura de hueso y expresión de enfado.
—Hola, Percy —saludó Harry.
—Ah, hola, Harry —contestó Percy—. Me preguntaba quién estaría armando tanto
jaleo. Intento trabajar, ¿sabéis? Tengo que terminar un informe para la oficina, y resulta
muy difícil concentrarse cuando la gente no para de subir y bajar la escalera haciendo
tanto ruido.
—No hacemos tanto ruido —replicó Ron, enfadado—. Estamos subiendo con paso
normal. Lamentamos haber entorpecido los asuntos reservados del Ministerio.
—¿En qué estás trabajando? —quiso saber Harry.
—Es un informe para el Departamento de Cooperación Mágica Internacional
—respondió Percy con aires de suficiencia—. Estamos intentando estandarizar el grosor
de los calderos. Algunos de los calderos importados son algo delgados, y el goteo se ha
incrementado en una proporción cercana al tres por ciento anual...
—Eso cambiará el mundo —intervino Ron—. Ese informe será un bombazo. Ya
me lo imagino en la primera página de El Profeta: «Calderos con agujeros.»
Percy se sonrojó ligeramente.
—Puede que te parezca una tontería, Ron —repuso acaloradamente—, pero si no se
aprueba una ley internacional bien podríamos encontrar el mercado inundado de
productos endebles y de culo demasiado delgado que pondrían seriamente en peligro...
—Sí, sí, de acuerdo —interrumpió Ron, y siguió subiendo.
Percy cerró la puerta de su habitación dando un portazo. Mientras Harry, Hermione
y Ginny seguían a Ron otros tres tramos, les llegaban ecos de gritos procedentes de la
cocina. El señor Weasley debía de haberle contado a su mujer lo de los caramelos.
La habitación donde dormía Ron en la buhardilla de la casa estaba casi igual que el
verano anterior: los mismos pósters del equipo de quidditch favorito de Ron, los
Chudley Cannons, que daban vueltas y saludaban con la mano desde las paredes y el
techo inclinado; y en la pecera del alféizar de la ventana, que antes contenía huevas de
rana, había una rana enorme. Ya no estaba Scabbers, la vieja rata de Ron, pero su lugar
lo ocupaba la pequeña lechuza gris que había llevado la carta de Ron a Privet Drive para
entregársela a Harry. Daba saltos en una jaulita y gorjeaba como loca.
—¡Cállate, Pig! —le dijo Ron, abriéndose paso entre dos de las cuatro camas que
apenas cabían en la habitación—. Fred y George duermen con nosotros porque Bill y
Charlie ocupan su cuarto —le explicó a Harry—. Percy se queda la habitación toda para
él porque tiene que trabajar.
—¿Por qué llamas Pig a la lechuza? —le preguntó —Harry a Ron.
—Porque es tonto —dijo Ginny—. Su verdadero nombre es Pigwidgeon.
—Sí, y ése no es un nombre tonto —contestó sarcásticamente Ron—. Ginny lo
bautizó. Le parece un nombre adorable. Yo intenté cambiarlo, pero era demasiado tarde:
ya no responde a ningún otro. Así que ahora se ha quedado con Pig. Tengo que tenerlo
aquí porque no gusta a Errol ni a Hermes. En realidad, a mí también me molesta.
Pigwidgeon revoloteaba veloz y alegremente por la jaula, gorjeando de forma
estridente. Harry conocía demasiado a Ron para tomar en serio sus palabras: siempre se
había quejado de su vieja rata Scabbers, pero cuando creyó que Crookshanks, el gato de
Hermione, se la había comido, se disgustó muchísimo.
—¿Dónde está Crookshanks? —preguntó Harry a Hermione.
—Fuera, en el jardín, supongo. Le gusta perseguir a los gnomos; nunca los había
visto.
—Entonces, ¿Percy está contento con el trabajo? —inquirió Harry, sentándose en
una de las camas y observando a los Chudley Cannons, que entraban y salían como
balas de los pósters colgados en el techo.
—¿Contento? —dijo Ron con desagrado—. Creo que no habría vuelto a casa si mi
padre no lo hubiera obligado. Está obsesionado. Pero no le menciones a su jefe. «Según
el señor Crouch... Como le iba diciendo al señor Crouch... El señor Crouch opina... El
señor Crouch me ha dicho...» Un día de éstos anunciarán su compromiso matrimonial.
—¿Has pasado un buen verano, Harry? —quiso saber Hermione—. ¿Recibiste
nuestros paquetes de comida y todo lo demás?
—Sí, muchas gracias —contestó Harry—. Esos pasteles me salvaron la vida.
—¿Y has tenido noticias de...? —comenzó Ron, pero se calló en respuesta a la
mirada de Hermione.
Harry se dio cuenta de que Ron quería preguntarle por Sirius. Ron y Hermione se
habían involucrado tanto en la fuga de Sirius que estaban casi tan preocupados por él
como Harry. Sin embargo, no era prudente hablar de él delante de Ginny. A excepción
de ellos y del profesor Dumbledore, nadie sabía cómo había escapado Sirius ni creía en
su inocencia.
—Creo que han dejado de discutir —dijo Hermione para disimular aquel instante
de apuro, porque Ginny miraba con curiosidad tan pronto a Ron como a Harry—. ¿Qué
tal si bajamos y ayudamos a vuestra madre con la cena?
—De acuerdo —aceptó Ron.
Los cuatro salieron de la habitación de Ron, bajaron la escalera y encontraron a la
señora Weasley sola en la cocina, con aspecto de enfado.
—Vamos a comer en el jardín —les dijo en cuanto entraron—. Aquí no cabemos
once personas. ¿Podríais sacar los platos, chicas? Bill y Charlie están colocando las
mesas. Vosotros dos, llevad los cubiertos —les dijo a Ron y a Harry. Con más fuerza de
la debida, apuntó con la varita a un montón de patatas que había en el fregadero, y éstas
salieron de sus mondas tan velozmente que fueron a dar en las paredes y el techo—.
¡Dios mío! —exclamó, apuntando con la varita al recogedor, que saltó de su lugar y
empezó a moverse por el suelo recogiendo las patatas—. ¡Esos dos! —estalló de pronto,
mientras sacaba cazuelas del armario. Harry comprendió que se refería a Fred y a
George—. No sé qué va a ser de ellos, de verdad que no lo sé. No tienen ninguna
ambición, a menos que se considere ambición dar tantos problemas como pueden.
Depositó ruidosamente en la mesa de la cocina una cazuela grande de cobre y
comenzó a dar vueltas a la varita dentro de la cazuela. De la punta salía una salsa
cremosa conforme iba removiendo.
—No es que no tengan cerebro —prosiguió irritada, mientras llevaba la cazuela a la
cocina y encendía el fuego con otro toque de la varita—, pero lo desperdician, y si no
cambian pronto, se van a ver metidos en problemas de verdad. He recibido más lechuzas
de Hogwarts por causa de ellos que de todos los demás juntos. Si continúan así
terminarán en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia.
La señora Weasley tocó con la varita el cajón de los cubiertos, que se abrió de
golpe. Harry y Ron se quitaron de en medio de un salto cuando algunos de los cuchillos
salieron del cajón, atravesaron volando la cocina y se pusieron a cortar las patatas que el
recogedor acababa de devolver al fregadero.
—No sé en qué nos equivocamos con ellos —dijo la señora Weasley posando la
varita y sacando más cazuelas—. Llevamos años así, una cosa detrás de otra, y no hay
manera de que entiendan... ¡OH, NO, OTRA VEZ!
Al coger la varita de la mesa, ésta lanzó un fuerte chillido y se convirtió en un ratón
de goma gigante.
—¡Otra de sus varitas falsas! —gritó—. ¿Cuántas veces les he dicho a esos dos que
no las dejen por ahí?
Cogió su varita auténtica, y al darse la vuelta descubrió que la salsa humeaba en el
fuego.
—Vamos —le dijo Ron a Harry apresuradamente, cogiendo un puñado de
cubiertos del cajón—. Vamos a echarles una mano a Bill y a Charlie.
Dejaron sola a la señora Weasley y salieron al patio por la puerta de atrás.
Apenas habían dado unos pasos cuando Crookshanks, el gato color canela y
patizambo de Hermione, salió del jardín a toda velocidad con su cola de cepillo enhiesta
y persiguiendo lo que parecía una patata con piernas llenas de barro. Harry recordó que
aquello era un gnomo. Con su palmo de altura, golpeaba en el suelo con los pies como
los palillos en un tambor mientras corría a través del patio, y se zambulló de cabeza en
una de las botas de goma que había junto a la puerta. Harry oyó al gnomo riéndose a
mandíbula batiente mientras Crookshanks metía la pata en la bota intentando atraparlo.
Al mismo tiempo, desde el otro lado de la casa llegó un ruido como de choque.
Comprendieron qué era lo que había causado el ruido cuando entraron en el jardín y
vieron que Bill y Charlie blandían las varitas haciendo que dos mesas viejas y
destartaladas volaran a gran altura por encima del césped, chocando una contra otra e
intentando hacerse retroceder mutuamente. Fred y George gritaban entusiasmados,
Ginny se reía y Hermione rondaba por el seto, aparentemente dividida entre la diversión
y la preocupación.
La mesa de Bill se estrelló contra la de Charlie con un enorme estruendo y le
rompió una de las patas. Se oyó entonces un traqueteo, y, al mirar todos hacia arriba,
vieron a Percy asomando la cabeza por la ventana del segundo piso.
—¿Queréis hacer menos ruido? —gritó.
—Lo siento, Percy —se disculpó Bill con una risita—. ¿Cómo van los culos de los
calderos?
—Muy mal —respondió Percy malhumorado, y volvió a cerrar la ventana dando un
golpe. Riéndose por lo bajo, Bill y Charlie posaron las mesas en el césped, una pegada a
la otra, y luego, con un toquecito de la varita mágica, Bill volvió a pegar la pata rota e
hizo aparecer por arte de magia unos manteles.
A las siete de la tarde, las dos mesas crujían bajo el peso de un sinfín de platos que
contenían la excelente comida de la señora Weasley, y los nueve Weasley, Harry y
Hermione tomaban asiento para cenar bajo el cielo claro, de un azul intenso. Para
alguien que había estado alimentándose todo el verano de tartas cada vez más pasadas,
aquello era un paraíso, y al principio Harry escuchó más que habló mientras se servía
empanada de pollo con jamón, patatas cocidas y ensalada.
Al otro extremo de la mesa, Percy ponía a su padre al corriente de todo lo relativo a
su informe sobre el grosor de los calderos.
—Le he dicho al señor Crouch que lo tendrá listo el martes —explicaba Percy
dándose aires—. Eso es algo antes de lo que él mismo esperaba, pero me gusta hacer las
cosas aún mejor de lo que se espera de mí. Creo que me agradecerá que haya terminado
antes de tiempo. Quiero decir que, como ahora hay tanto que hacer en nuestro
departamento con todos los preparativos para los Mundiales, y la verdad es que no
contamos con el apoyo que necesitaríamos del Departamento de Deportes y Juegos
Mágicos... Ludo Bagman...
—Ludo me cae muy bien —dijo el señor Weasley en un tono afable—. Es el que
nos ha conseguido las entradas para la Copa. Yo le hice un pequeño favor: su hermano,
Otto, se vio metido en un aprieto a causa de una segadora con poderes sobrenaturales, y
arreglé todo el asunto...
—Desde luego, Bagman es una persona muy agradable —repuso Percy
desdeñosamente—, pero no entiendo cómo pudo llegar a director de departamento.
¡Cuando lo comparo con el señor Crouch...! Desde luego, si se perdiera un miembro de
nuestro departamento, el señor Crouch intentaría averiguar qué ha sucedido. ¿Sabes que
Bertha Jorkins lleva desaparecida ya más de un mes? Se fue a Albania de vacaciones y
no ha vuelto...
—Sí, le he preguntado a Ludo —dijo el señor Weasley, frunciendo el entrecejo—.
Dice que Bertha se ha perdido ya un montón de veces. Aunque, si fuera alguien de mi
departamento, me preocuparía...
—Por supuesto, Bertha es un caso perdido —siguió Percy—. Creo que se la han
estado pasando de un departamento a otro durante años: da más problemas de los que
resuelve. Pero, aun así, Ludo debería intentar encontrarla. El señor Crouch se ha
interesado personalmente... Ya sabes que ella trabajó en otro tiempo en nuestro
departamento, y creo que el señor Crouch le tiene estima. Pero Bagman no hace más
que reírse y decir que ella seguramente interpretó mal el mapa y llegó hasta Australia en
vez de Albania. En fin —Percy lanzó un impresionante suspiro y bebió un largo trago
de vino de saúco—, tenemos ya bastantes problemas en el Departamento de
Cooperación Mágica Internacional para que intentemos encontrar al personal de otros
departamentos. Como sabes, hemos de organizar otro gran evento después de los
Mundiales. —Se aclaró la garganta como para llamar la atención de todos, y miró al
otro extremo de la mesa, donde estaban sentados Harry, Ron y Hermione, antes de
continuar—: Ya sabes de qué hablo, papá —levantó ligeramente la voz—: el asunto
ultrasecreto.
Ron puso cara de resignación y les susurró a Harry y a Hermione:
—Ha estado intentando que le preguntemos de qué se trata desde que empezó a
trabajar. Seguramente es una exposición de calderos de culo delgado.
En el medio de la mesa, la señora Weasley discutía con Bill a propósito de su
pendiente, que parecía ser una adquisición reciente.
—... con ese colmillazo horroroso ahí colgando... Pero ¿qué dicen en el banco?
—Mamá, en el banco a nadie le importa un comino lo que me ponga mientras
ganen dinero conmigo —explicó Bill con paciencia.
—Y tu pelo da risa, cielo —dijo la señora Weasley, acariciando su varita—. Si me
dejaras darle un corte...
—A mí me gusta —declaró Ginny, que estaba sentada al lado de Bill—. Tú estás
muy anticuada, mamá. Además, no tienes más que mirar el pelo del profesor
Dumbledore...
Junto a la señora Weasley, Fred, George y Charlie hablaban animadamente sobre
los Mundiales.
—Va a ganar Irlanda —pronosticó Charlie con la boca llena de patata—. En las
semifinales le dieron una paliza a Perú.
—Ya, pero Bulgaria tiene a Viktor Krum —repuso Fred.
—Krum es un buen jugador, pero Irlanda tiene siete estupendos jugadores
—sentenció Charlie—. Ojalá Inglaterra hubiera pasado a la final. Fue vergonzoso, eso
es lo que fue.
—¿Qué ocurrió? —preguntó interesado Harry, lamentando más que nunca su
aislamiento del mundo mágico mientras estaba en Privet Drive. Harry era un apasionado
del quidditch. Jugaba de buscador en el equipo de Gryffindor desde el primer curso, y
tenía una Saeta de Fuego, una de las mejores escobas de carreras del mundo.
—Fue derrotada por Transilvania, por trescientos noventa a diez —repuso Charlie
con tristeza—. Una actuación terrorífica. Y Gales perdió frente a Uganda, y Escocia fue
vapuleada por Luxemburgo.
Antes de que tomaran el postre, helado casero de fresas, el señor Weasley hizo
aparecer mediante un conjuro unas velas para alumbrar el jardín, que se estaba
quedando a oscuras, y para cuando terminaron, las polillas revoloteaban sobre la mesa y
el aire templado olía a césped y a madreselva. Harry había comido maravillosamente y
se sentía en paz con el mundo mientras contemplaba a los gnomos que saltaban entre los
rosales, riendo como locos y corriendo delante de Crookshanks.
Ron observó con atención al resto de su familia para asegurarse de que estaban
todos distraídos hablando y le preguntó a Harry en voz muy baja:
—¿Has tenido últimamente noticias de Sirius?
Hermione vigilaba a los demás mientras no se perdía palabra.
—Sí —dijo Harry también en voz baja—, dos veces. Parece que está muy bien.
Anteayer le escribí. Es probable que envíe la contestación mientras estamos aquí.
Recordó de pronto el motivo por el que había escrito a Sirius y, por un instante,
estuvo a punto de contarles a Ron y a Hermione que la cicatriz le había vuelto a doler y
el sueño que había tenido... pero no quiso preocuparlos precisamente en aquel momento
en que él mismo se sentía tan tranquilo y feliz.
—Mirad qué hora es —dijo de pronto la señora Weasley, consultando su reloj de
pulsera—. Ya tendríais que estar todos en la cama, porque mañana os tendréis que
levantar con el alba para llegar a la Copa. Harry, si me dejas la lista de la escuela, te
puedo comprar las cosas mañana en el callejón Diagon. Voy a comprar las de todos los
demás porque a lo mejor no queda tiempo después de la Copa. La última vez el partido
duró cinco días.
—¡Jo! ¡Espero que esta vez sea igual! —dijo Harry entusiasmado.
—Bueno, pues yo no —replicó Percy en tono moralista—. Me horroriza pensar
cómo estaría mi bandeja de asuntos pendientes si faltara cinco días del trabajo.
—Desde luego, alguien podría volver a ponerte una caca de dragón, ¿eh, Percy?
—dijo Fred.
—¡Era una muestra de fertilizante proveniente de Noruega! —respondió Percy,
poniéndose muy colorado—. ¡No era nada personal!
—Sí que lo era —le susurró Fred a Harry, cuando se levantaban de la mesa—. Se la
enviamos nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario