Harry se hallaba acostado boca arriba, jadeando como si hubiera estado corriendo.
Acababa de despertarse de un sueño muy vívido y tenía las manos sobre la cara. La
antigua cicatriz con forma de rayo le ardía bajo los dedos como si alguien le hubiera
aplicado un hierro al rojo vivo.
Se incorporó en la cama con una mano aún en la cicatriz de la frente y la otra
buscando en la oscuridad las gafas, que estaban sobre la mesita de noche. Al ponérselas,
el dormitorio se convirtió en un lugar un poco más nítido, iluminado por una leve y
brumosa luz anaranjada que se filtraba por las cortinas de la ventana desde la farola de
la calle.
Volvió a tocarse la cicatriz. Aún le dolía. Encendió la lámpara que tenía a su lado y
se levantó de la cama; cruzó el dormitorio, abrió el armario ropero y se miró en el
espejo que había en el lado interno de la puerta. Un delgado muchacho de catorce años
le devolvió la mirada con una expresión de desconcierto en los brillantes ojos verdes,
que relucían bajo el enmarañado pelo negro. Examinó más de cerca la cicatriz en forma
de rayo del reflejo. Parecía normal, pero seguía escociéndole.
Harry intentó recordar lo que soñaba antes de despertarse. Había sido tan real...
Aparecían dos personas a las que conocía, y otra a la que no. Se concentró todo lo que
pudo, frunciendo el entrecejo, tratando de recordar...
Vislumbró la oscura imagen de una estancia en penumbra. Había una serpiente
sobre una alfombra... un hombre pequeño llamado Peter y apodado Colagusano... y una
voz fría y aguda... la voz de lord Voldemort. Sólo con pensarlo, Harry sintió como si un
cubito de hielo se le hubiera deslizado por la garganta hasta el estómago.
Apretó los ojos con fuerza e intentó recordar qué aspecto tenía lord Voldemort,
pero no pudo, porque en el momento en que la butaca giró y él, Harry, lo vio sentado en
ella, el espasmo de horror lo había despertado... ¿o había sido el dolor de la cicatriz?
¿Y quién era aquel anciano? Porque ya tenía claro que en el sueño aparecía un
hombre viejo: Harry lo había visto caer al suelo. Las imágenes le llegaban de manera
confusa. Se volvió a cubrir la cara con las manos e intentó representarse la estancia en
penumbra, pero era tan difícil como tratar de que el agua recogida en el cuenco de las
manos no se escurriera entre los dedos. Voldemort y Colagusano habían hablado sobre
alguien a quien habían matado, aunque no podía recordar su nombre... y habían estado
planeando un nuevo asesinato: el suyo.
Harry apartó las manos de la cara, abrió los ojos y observó a su alrededor tratando
de descubrir algo inusitado en su dormitorio. En realidad, había una cantidad
extraordinaria de cosas inusitadas en él: a los pies de la cama había un baúl grande de
madera, abierto, y dentro de él un caldero, una escoba, una túnica negra y diversos
libros de embrujos; los rollos de pergamino cubrían la parte de la mesa que dejaba libre
la jaula grande y vacía en la que normalmente descansaba Hedwig, su lechuza blanca;
en el suelo, junto a la cama, había un libro abierto. Lo había estado leyendo por la noche
antes de dormirse. Todas las fotos del libro se movían. Hombres vestidos con túnicas de
color naranja brillante y montados en escobas voladoras entraban y salían de la foto a
toda velocidad, arrojándose unos a otros una pelota roja.
Harry fue hasta el libro, lo cogió y observó cómo uno de los magos marcaba un
tanto espectacular colando la pelota por un aro colocado a quince metros de altura.
Luego cerró el libro de golpe. Ni siquiera el quidditch (en opinión de Harry, el mejor
deporte del mundo) podía distraerlo en aquel momento. Dejó Volando con los Cannons
en su mesita de noche, se fue al otro extremo del dormitorio y retiró las cortinas de la
ventana para observar la calle.
El aspecto de Privet Drive era exactamente el de una respetable calle de las afueras
en la madrugada de un sábado. Todas las ventanas tenían las cortinas corridas. Por lo
que Harry distinguía en la oscuridad, no había un alma en la calle, ni siquiera un gato.
Y aun así, aun así... Nervioso, Harry regresó a la cama, se sentó en ella y volvió a
llevarse un dedo a la cicatriz. No era el dolor lo que le incomodaba: estaba
acostumbrado al dolor y a las heridas. En una ocasión había perdido todos los huesos
del brazo derecho, y durante la noche le habían vuelto a crecer, muy dolorosamente. No
mucho después, un colmillo de treinta centímetros de largo se había clavado en aquel
mismo brazo. Y durante el último curso, sin ir más lejos, se había caído desde una
escoba voladora a quince metros de altura. Estaba habituado a sufrir extraños accidentes
y heridas: eran inevitables cuando uno iba al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería,
y él tenía una habilidad especial para atraer todo tipo de problemas.
No, lo que a Harry le incomodaba era que la última vez que le había dolido la
cicatriz había sido porque Voldemort estaba cerca. Pero Voldemort no podía andar por
allí en esos momentos... La misma idea de que lord Voldemort merodeara por Privet
Drive era absurda, imposible.
Harry escuchó atentamente en el silencio. ¿Esperaba sorprender el crujido de algún
peldaño de la escalera, o el susurro de una capa? Se sobresaltó al oír un tremendo
ronquido de su primo Dudley, en el dormitorio de al lado.
Harry se reprendió mentalmente. Se estaba comportando como un estúpido: en la
casa no había nadie aparte de él y de tío Vernon, tía Petunia y Dudley, y era evidente
que ellos dormían tranquilos y que ningún problema ni dolor había perturbado su sueño.
Cuando más le gustaban los Dursley a Harry era cuando estaban dormidos;
despiertos nunca constituían para él una ayuda. Tío Vernon, tía Petunia y Dudley eran
los únicos parientes vivos que tenía. Eran muggles (no magos) que odiaban y
despreciaban la magia en cualquiera de sus formas, lo que suponía que Harry era tan
bienvenido en aquella casa como una plaga de termitas. Habían explicado sus largas
ausencias durante el curso en Hogwarts los últimos tres años diciendo a todo el mundo
que estaba internado en el Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juveniles
Incurables. Los Dursley estaban al corriente de que, como mago menor de edad, a Harry
no le permitían hacer magia fuera de Hogwarts, pero aun así le echaban la culpa de todo
cuanto iba mal en la casa. Harry no había podido confiar nunca en ellos, ni contarles
nada sobre su vida en el mundo de los magos. La sola idea de explicarles que le dolía la
cicatriz y que le preocupaba que Voldemort pudiera estar cerca, le resultaba graciosa.
Y sin embargo había sido Voldemort, principalmente, el responsable de que Harry
viviera con los Dursley. De no ser por él, Harry no tendría la cicatriz en la frente. De no
ser por él, Harry todavía tendría padres...
Tenía apenas un año la noche en que Voldemort (el mago tenebroso más poderoso
del último siglo, un brujo que había ido adquiriendo poder durante once años) llegó a su
casa y mató a sus padres. Voldemort dirigió su varita hacia Harry, lanzó la maldición
con la que había eliminado a tantos magos y brujas adultos en su ascensión al poder e,
increíblemente, ésta no hizo efecto: en lugar de matar al bebé, la maldición había
rebotado contra Voldemort. Harry había sobrevivido sin otra lesión que una herida con
forma de rayo en la frente, en tanto que Voldemort quedaba reducido a algo que apenas
estaba vivo. Desprovisto de su poder y casi moribundo, Voldemort había huido; el terror
que había atenazado a la comunidad mágica durante tanto tiempo se disipó, sus
seguidores huyeron en desbandada y Harry se hizo famoso.
Fue bastante impactante para él enterarse, el día de su undécimo cumpleaños, de
que era un mago. Y aún había resultado más desconcertante descubrir que en el mundo
de los magos todos conocían su nombre. Al llegar a Hogwarts, las cabezas se volvían y
los cuchicheos lo seguían por dondequiera que iba. Pero ya se había acostumbrado: al
final de aquel verano comenzaría el cuarto curso. Y contaba los días que le faltaban para
regresar al castillo.
Pero todavía quedaban dos semanas para eso. Abatido, volvió a repasar con la vista
los objetos del dormitorio, y sus ojos se detuvieron en las tarjetas de felicitación que sus
dos mejores amigos le habían enviado a finales de julio, por su cumpleaños. ¿Qué le
contestarían ellos si les escribía y les explicaba lo del dolor de la cicatriz?
De inmediato, la voz asustada y estridente de Hermione Granger le vino a la
cabeza:
¿Que te duele la cicatriz? Harry, eso es tremendamente grave... ¡Escribe al
profesor Dumbledore! Mientras tanto yo iré a consultar el libro Enfermedades y
dolencias mágicas frecuentes... Quizá encuentre algo sobre cicatrices producidas por
maldiciones...
Sí, ése sería el consejo de Hermione: acudir sin demora al director de Hogwarts, y
entretanto consultar un libro. Harry observó a través de la ventana el oscuro cielo entre
negro y azul. Dudaba mucho que un libro pudiera ayudarlo en aquel momento. Por lo
que sabía, era la única persona viva que había sobrevivido a una maldición como la de
Voldemort, así que era muy improbable que encontrara sus síntomas en Enfermedades y
dolencias mágicas frecuentes. En cuanto a lo de informar al director, Harry no tenía la
más remota idea de adónde iba Dumbledore en sus vacaciones de verano. Por un
instante le divirtió imaginárselo, con su larga barba plateada, túnica talar de mago y
sombrero puntiagudo, tumbándose al sol en una playa en algún lugar del mundo y
dándose loción protectora en su curvada nariz. Pero, dondequiera que estuviera
Dumbledore, Harry estaba seguro de que Hedwig lo encontraría: la lechuza de Harry
nunca había dejado de entregar una carta a su destinatario, aunque careciera de
dirección. Pero ¿qué pondría en ella?
Querido profesor Dumbledore: Siento molestarlo, pero la cicatriz me ha
dolido esta mañana. Atentamente, Harry Potter.
Incluso en su mente, las palabras sonaban tontas.
Así que intentó imaginarse la reacción de su otro mejor amigo, Ron Weasley, y al
instante el pecoso rostro de Ron, con su larga nariz, flotaba ante él con una expresión de
desconcierto:
¿Que te duele la cicatriz? Pero... pero no puede ser que Quien-tú-sabes esté ahí
cerca, ¿verdad? Quiero decir... que te habrías dado cuenta, ¿no? Intentaría liquidarte,
¿no es cierto? No sé, Harry, a lo mejor las cicatrices producidas por maldiciones
duelen siempre un poco... Le preguntaré a mi padre...
El señor Weasley era un mago plenamente cualificado que trabajaba en el
Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles del Ministerio de
Magia, pero no tenía experiencia en materia de maldiciones, que Harry supiera. En
cualquier caso, no le hacía gracia la idea de que toda la familia Weasley se enterara de
que él, Harry, se había preocupado mucho a causa de un dolor que seguramente duraría
muy poco. La señora Weasley alborotaría aún más que Hermione; y Fred y George, los
gemelos de dieciséis años hermanos de Ron, podrían pensar que Harry estaba perdiendo
el valor. Los Weasley eran su familia favorita: esperaba que pudieran invitarlo a
quedarse algún tiempo con ellos (Ron le había mencionado algo sobre los Mundiales de
quidditch), y no quería que esa visita estuviera salpicada de indagaciones sobre su
cicatriz.
Harry se frotó la frente con los nudillos. Lo que realmente quería (y casi le
avergonzaba admitirlo ante sí mismo) era alguien como... alguien como un padre: un
mago adulto al que pudiera pedir consejo sin sentirse estúpido, alguien que lo cuidara,
que hubiera tenido experiencia con la magia oscura...
Y entonces encontró la solución. Era tan simple y tan obvia, que no podía creer que
hubiera tardado tanto en dar con ella: Sirius.
Harry saltó de un brinco de la cama, fue rápidamente al otro extremo del
dormitorio y se sentó a la mesa. Sacó un trozo de pergamino, cargó de tinta la pluma de
águila, escribió «Querido Sirius», y luego se detuvo, pensando cuál sería la mejor forma
de expresar su problema y sin dejar de extrañarse de que no se hubiera acordado antes
de Sirius. Pero bien mirado no era nada sorprendente: al fin y al cabo, hacía menos de
un año que había averiguado que Sirius era su padrino.
Había un motivo muy simple para explicar la total ausencia de Sirius en la vida de
Harry: había estado en Azkaban, la horrenda prisión del mundo mágico vigilada por
unas criaturas llamadas dementores, unos monstruos ciegos que absorbían el alma y que
habían ido hasta Hogwarts en persecución de Sirius cuando éste escapó. Pero Sirius era
inocente, ya que los asesinatos por los que lo habían condenado eran en realidad obra de
Colagusano, el secuaz de Voldemort a quien casi todo el mundo creía muerto. Harry,
Ron y Hermione, sin embargo, sabían que la verdad era otra: el curso anterior habían
tenido a Colagusano frente a frente, aunque luego sólo el profesor Dumbledore les había
creído.
Durante una hora de gloriosa felicidad, Harry había creído que podría abandonar a
los Dursley, porque Sirius le había ofrecido un hogar una vez que su nombre estuviera
rehabilitado. Pero aquella oportunidad se había esfumado muy pronto: Colagusano se
había escapado antes de que hubieran podido llevarlo al Ministerio de Magia, y Sirius
había tenido que huir volando para salvar la vida. Harry lo había ayudado a hacerlo
sobre el lomo de un hipogrifo llamado Buckbeak, y desde entonces Sirius permanecía
oculto. Harry se había pasado el verano pensando en la casa que habría tenido si
Colagusano no se hubiera escapado. Había resultado especialmente duro volver con los
Dursley sabiendo que había estado a punto de librarse de ellos para siempre.
No obstante, y aunque no pudiera estar con Sirius, éste había sido de cierta ayuda
para Harry. Gracias a Sirius, ahora podía tener todas sus cosas con él en el dormitorio.
Antes, los Dursley no lo habían consentido: su deseo de hacerle la vida a Harry tan
penosa como fuera posible, unido al miedo que les inspiraba su poder, habían hecho que
todos los veranos precedentes guardaran bajo llave el baúl escolar de Harry en la
alacena que había debajo de la escalera. Pero su actitud había cambiado al averiguar que
su sobrino tenía como padrino a un asesino peligroso (oportunamente, Harry había
olvidado decirles que Sirius era inocente).
Desde que había vuelto a Privet Drive, Harry había recibido dos cartas de Sirius.
No se las había entregado una lechuza, como era habitual en el correo entre magos, sino
unos pájaros tropicales grandes y de brillantes colores. A Hedwig no le habían hecho
gracia aquellos llamativos intrusos y se había resistido a dejarlos beber de su bebedero
antes de volver a emprender el vuelo. A Harry, en cambio, le habían gustado: le habían
hecho imaginarse palmeras y arena blanca, y esperaba que dondequiera que se
encontrara Sirius (él nunca decía dónde, por si interceptaban la carta) se lo estuviera
pasando bien. Harry dudaba que los dementores sobrevivieran durante mucho tiempo en
un lugar muy soleado. Quizá por eso Sirius había ido hacia el sur. Las cartas de su
padrino (ocultas bajo la utilísima tabla suelta que había debajo de la cama de Harry)
mostraban un tono alegre, y en ambas le insistía en que lo llamara si lo necesitaba. Pues
bien, en aquel momento lo necesitaba...
La lámpara de Harry pareció oscurecerse a medida que la fría luz gris que precede
al amanecer se introducía en el dormitorio. Finalmente, cuando los primeros rayos de
sol daban un tono dorado a las paredes y empezaba a oírse ruido en la habitación de tío
Vernon y tía Petunia, Harry despejó la mesa de trozos estrujados de pergamino y releyó
la carta ya acabada:
Querido Sirius:
Gracias por tu última carta. Vaya pájaro más grande: casi no podía entrar
por la ventana.
Aquí todo sigue como siempre. La dieta de Dudley no va demasiado bien.
Mi tía lo descubrió ayer escondiendo en su habitación unas rosquillas que
había traído de la calle. Le dijeron que tendrían que rebajarle la paga si seguía
haciéndolo, y él se puso como loco y tiró la videoconsola por la ventana. Es
una especie de ordenador en el que se puede jugar. Fue algo bastante tonto,
realmente, porque ahora ni siquiera puede evadirse con su Mega-Mutilation,
tercera generación.
Yo estoy bien, sobre todo gracias a que tienen muchísimo miedo de que
aparezcas de pronto y los conviertas en murciélagos.
Sin embargo, esta mañana me ha pasado algo raro. La cicatriz me ha
vuelto a doler. La última vez que ocurrió fue porque Voldemort estaba en
Hogwarts. Pero supongo que es imposible que él ronde ahora por aquí,
¿verdad? ¿Sabes si es normal que las cicatrices producidas por maldiciones
duelan años después?
Enviaré esta carta en cuanto regrese Hedwig. Ahora está por ahí, cazando.
Recuerdos a Buckbeak de mi parte.
Harry
«Sí —pensó Harry—, no está mal así.» No había por qué explicar lo del sueño,
pues no quería dar la impresión de que estaba muy preocupado. Plegó el pergamino y lo
dejó a un lado de la mesa, preparado para cuando volviera Hedwig. Luego se puso de
pie, se desperezó y abrió de nuevo el armario. Sin mirar al espejo, empezó a vestirse
para bajar a desayunar.
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